Se trata de hábitos más observados en personas de clases medias y altas, que pueden incluso decidir no convivir y mantener dos casas; quienes prefieren este formato aseguran que no hay menos amor ni menos intimidad en el vínculo; los pros y contras, según los especialistas
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Hace unos 90 años, Frida Kahlo y Diego Rivera fueron pioneros cuando decidieron no vivir juntos. Lo que en aquel momento suponía una rareza, hoy ya no lo es tanto. Es que no son pocos los que actualmente buscan una mayor individualidad en la pareja con modelos que van desde irse de vacaciones por separado o llevar economías diferenciadas hasta dormir en habitaciones distintas o, como Frida y Diego, vivir cada uno en su casa.
Cuando Gonzalo Viarengo, argentino de 36 años, y Sara Marañón, española de 35, decidieron irse a vivir juntos en Barcelona, coincidieron en una necesidad: dormir separados y no compartir el cuarto de baño. “Hablamos de tener cada uno su propia habitación para conservar el espacio personal ya que el descanso es fundamental para poder ser productivos en nuestra vida laboral, que es muy exigente. La mayoría confunde el dormir separados con la falta de afecto o intimidad de pareja, pero nosotros tuvimos claro desde un inicio que no eran conceptos opuestos sino todo lo contrario. No hubo una sola noche en estos años en la que no nos hayamos dado las buenas noches”, dice Gonzalo a LA NACION.
En cuanto a las finanzas, la pareja tiene una cuenta común para objetivos compartidos, como los gastos de la casa, las vacaciones juntos o la compra de un auto, pero al mismo tiempo cada cual administra su dinero. Si alguno decide viajar con amigos, no hay discusiones ni reproches. “Sin duda la confianza es uno de los valores fundamentales que debe haber en una pareja, y eso te permite tener hábitos independientes”, sostiene Gonzalo, que es ingeniero y tiene su empresa de software.
Pros y contras
Miguel Espeche, psicólogo especialista en vínculos, plantea que este tipo de hábitos, como convivencia sin economía compartida, dormitorios separados o casas diferentes se observan en las clases medias y altas generalmente porque son quienes tienen espacio físico y capital suficientes para llevarlos adelante.
“Son costumbres nuevas que priorizan una idea de bienestar más individual y que tienen sus pros y sus contras. Como negativo se puede pensar en una baja tolerancia a la frustración y poca ductilidad para adecuarse al deseo ajeno, como si fuese una afrenta al deseo propio. Como positivo se puede remarcar una mayor libertad para manifestar el propio deseo, cosa que en algunos casos alimenta la posibilidad del buen amor porque no entran en juego algunos roces de la convivencia. Son dos caras de una misma moneda”, explica el especialista.
“Menos vivir en casas separadas, con mi pareja tenemos todos esos hábitos: salimos solos con amigos, hacemos viajes por separado y llevamos cuentas diferenciadas”, comenta Micaela, de 30 años, cuyo apellido pidió reservar. “Además, si alguno tiene un plan familiar y al otro le da fiaca ir, no va y no hay problema”, agrega.
Según la joven, que está en pareja desde hace siete años, la decisión de manejarse de esta forma no fue algo que se hayan sentado a charlar, sino que se dispuso espontáneamente con el correr del tiempo. “Se dio así de manera natural. Cada uno tiene su espacio, sus grupos y sus planes. Y me parece genial porque al tener esos momentos individuales después tenemos más ganas de vernos y cosas para contarnos”, señala.
Camila, de 33, relata algo similar: vive con su novio, con quien mantiene una relación desde hace 11 años, pero preservan sus espacios. “Cada uno se va de vacaciones con sus amigos y las salidas también las hacemos de forma separada. En cuanto a la economía, cada uno tiene sus responsabilidades. Yo pago el alquiler y él todo lo que es servicios, pero no tenemos un pozo en común”, afirma. En su caso tampoco fue algo conversado sino que se configuró así, como el resultado de una forma de ver el mundo. No se trata de parejas abiertas ni poco comprometidas, y se encargan de subrayar el amor que las une.
De acuerdo a Espeche, hay distintas interpretaciones sobre estas costumbres. Algunas lecturas asocian estas prácticas a un egoísmo mayor, al cultivo del ego y a una idea del bienestar más individualista. Otras, en cambio, hablan de un sinceramiento de algunos deseos y la posibilidad de acomodarse sin perderse en el otro, uno de los mayores miedos de la modernidad. “Hay un enorme miedo a diluirse en el otro en vez de entrar en comunión. Ese es uno de los desafíos de las nuevas generaciones en relación al buen amor”, apunta el especialista.
Por su parte, la psicoanalista Maria Fernanda Rivas, asesora del departamento de pareja y familia de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), explica que el matrimonio o la pareja estable han sido desde siempre construcciones sobre las que han recaído fuertes cargas de idealidad.
“Históricamente se ha dado por sentado que los deberes y derechos de esta institución eran de orden público y que excedían las posibilidades de decisión de sus protagonistas. Sin embargo, actualmente parecería abrirse paso a una concepción que tiene en cuenta cada vez más la voluntad de los integrantes de la pareja en cuanto a la vida afectiva, patrimonial y la convivencia”, indica Rivas, quien además es autora de los libros “La familia y la ley” y “Familias a solas”.
En esta línea, afirma que va diluyéndose el mito de la “media naranja”, que supone que dos personas dejan de ser seres individuales para transformarse en uno, implicando esto una entrega total al otro, que se convierte en el centro de la vida.
“Hasta hace algunos años, el paradigma del amor romántico y de la ´fusión’ atravesaban el armado de la pareja. Se pensaba que las economías o patrimonios separados atentaban contra estos mandatos sociales. Hoy existe más permiso para pensar y hablar acerca de los grados de libertad y poder que otorgan a los integrantes de la pareja la posesión de dinero, de los bienes, del tiempo y del espacio propio”, plantea.
Bajo esta perspectiva, no solo los jóvenes adoptan estos modelos. Algunos matrimonios de toda la vida deciden incorporar nuevos hábitos, como dormir en habitaciones separadas para estar más cómodos. Esther F. y su esposo se cuidan mutuamente, disfrutan de sus cinco nietos y de sus viajes. Pero a la hora de descansar, prefieren hacerlo en dormitorios distintos. “Cada uno tiene sus mañas, a mí me gusta despertarme tarde y tomar el desayuno en la cama. Él prefiere desayunar temprano en la cocina. Yo soy friolenta y él no puede dormir en verano sin el aire. Podemos respetar lo que a cada uno le gusta sin ofendernos. Al principio, no se lo conté a mis amigas”, admite entre risas la mujer de 79 años.
Hay dos premisas que los especialistas no dudan en destacar. Para las distintas parejas no funcionan necesariamente los mismos formatos y, en cualquier caso, la clave es que haya consenso entre los protagonistas de la relación.
Convivencia...¿sí o no?
Según datos de la Encuesta Anual de Hogares, el 35.7 por ciento de los hogares de la ciudad de Buenos Aires son unipersonales. Es el caso de María, de 35 años, que está en pareja desde hace más de 10, pero vive sola. “Con mi novio nos conocimos en la facultad. En ese momento cada uno vivía con su familia y todavía no hablábamos de convivir. Luego cada cual se mudó solo porque queríamos vivir la experiencia, y una vez que empezás a vivir solo es bastante gratificante tener tu espacio, tus cosas, tus tiempos y elegís cuándo vincularte con otros. Nos vamos juntos de vacaciones, yo voy a su casa y él viene a la mía, pero la verdad es que es difícil cambiar la comodidad y la libertad de vivir por separado. Creo que fortalece nuestra relación y hace como que todo el tiempo vivamos en ese momento tan lindo que es el principio de un noviazgo”, reflexiona.
María rescata que no tienen un vínculo posesivo y está segura de que es la fórmula que mejor funciona para ellos. “Mientras podamos mantener económicamente dos casas, lo vamos a seguir haciendo”, dice.
Otra pareja que apuesta al mismo formato es la de Florencia y Marcelo, ella de 48 y él de 56, que prefieren el modelo de casas separadas para mantener sus ritmos individuales. Ambos son periodistas y tienen horarios y rutinas diferentes. “Yo viví sola varios años y me gustó esa libertad, no quiero perderla. Él vivió menos años solo, lo experimentó de grande, y descubrió un estilo de vida que le cerró por todos lados”, cuenta Florencia.
Casi todas estas parejas, que suelen convivir los fines de semana, admiten que la logística es más compleja y que económicamente no es el mejor negocio. “Es clave ser organizado para no olvidarse nada importante al armar el bolsito para ir a la casa del otro. Y hay cosas que tenés que garantizarte en las dos casas...el cargador del celu por empezar. A nivel gastos, obviamente sería más práctico vivir juntos, pero no tomaría la decisión de convivir por cuestiones prácticas”, sostiene.
El manejo del tiempo propio y la preservación de espacios ganados aparecen como elementos fundamentales. “Cuando vuelvo de trabajar, me encanta decidir sobre la marcha qué quiero comer y dónde. A veces, quiero seguir trabajando en casa hasta la madrugada...No creo que el amor pase por estar pegoteados, claro que cambia si tenés hijos. Siento que pasa por acompañarnos, cuidarnos y disfrutar juntos, y podemos hacerlo sin estar bajo el mismo techo todos los días”, agrega la periodista.
Según Espeche, la convivencia era un elemento superlativo de la vida, pero hoy no funciona necesariamente así. “A veces se convive por un tiempo o con baja intensidad afectiva, se deja de convivir, y se vuelve a convivir con otra persona. La individualidad en la pareja es algo muy cultivado y las convivencias muchas veces se piensan como alianzas circunstanciales”, describe.
En el caso de parejas jóvenes, la llegada de hijos obliga a revisar este esquema. “A veces, por exceso de individualidades, se ve una falta de entrenamiento en las frustraciones que genera el tener que hacerse cargo de algunas responsabilidades. Eso puede fragilizar la posibilidad de afrontar responsabilidades mayores y más profundas que vayan más allá del principio del placer como, por ejemplo, el cuidado de los hijos o el cuidado mutuo durante las enfermedades. Ahí es donde se pone en juego la fortaleza del vínculo, más allá de que sea en la misma casa o en la misma cama”, señala.
Para Rivas, es importante en cada caso discriminar si este formato tiene que ver con el respeto por la individualidad, si deviene de una imposibilidad “crónica” de construir un “nosotros” o puede estar preanunciando una crisis en la que se vislumbre la necesidad de una separación.
“Para que una pareja funcione también es necesario el armado de un espacio vincular o que exista entre sus miembros una fuerza vincular: esto implica ocuparse de construir y mantener sostenidamente en el tiempo un espacio, no solamente físico sino también emocional, que aloje a la pareja. Quizás más allá de compartir o no una vivienda o el manejo del dinero, lo importante es la posibilidad de que cada uno tenga ingreso a la intimidad del otro en el plano afectivo”, explica.
Por distintos motivos, cuando Gonzalo y Sara se conocieron tuvieron claro que no querían seguir las “reglas no escritas” de una pareja tradicional. Por eso, desde un inicio charlaron sobre la necesidad de salir de lo estándar para poder construir una relación “sana y duradera”.
“Tener estos hábitos independientes nos permite sentir que podemos ser libres y desarrollarnos como individuos, pero teniendo el amor y apoyo incondicional del otro. Ese es el secreto de nuestra fuerza como pareja. Sin duda la flexibilidad, el ser abiertos de mente, conversar y escuchar los intereses y deseos del otro nos hizo entender que no hay que renunciar a la libertad personal para tener una relación de pareja sólida”, concluye Gonzalo.
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