Los mateos: un oficio que se resiste a desaparecer
Lejos de sus tiempos de esplendor, los carruajes a caballo permanecen como ícono cultural porteño
Sábado de vacaciones de invierno y, como era de prever, un mar de familias tapiza los alrededores de Plaza Italia. El polo de atracción es la clásica muestra en la Sociedad Rural, aunque algunos cruzan en dirección al Ecoparque (ex Zoológico) o a los locales de comida rápida cercanos. En medio de ese flujo de circulación humana –y acaso con la paciencia a la que los acostumbró su trabajo–, tres choferes de mateos resisten el frío estoicamente, a la espera de quien quiera recorrer los bosques de Palermo a caballo. Tal vez pocos de los que pasan por allí sepan que estos pintorescos carruajes fueron, cuando los automóviles eran una quimera, los primeros taxis porteños.
Luego un periodo de gloria, a principios del siglo pasado, en el que Buenos Aires llegó a contar con 4700 coches, el oficio bautizado en honor a una obra de Armando Discépolo (“Mateo” era el nombre de un caballo que hacía las veces de carruaje) fue paulatinamente en retroceso y hoy amenaza con extinguirse. Pero hay algunos quijotes que todavía pelean contra los molinos de viento. Y viento es precisamente lo que sobra esta tarde.
“Hablá mejor con Marcelo, que te va a decir más cosas. Perdoname, pero si hablo con vos puedo perder un viaje”, se excusa con amabilidad un cochero de boina y pañuelo al cuello ante la consulta de LA NACIÓN. Su presunción puede ser acertada: los clientes que aceptan el convite de pasear por el pulmón verde de la ciudad son contados y no conviene desaprovecharlos. Es a Marcelo, entonces, a quien habrá que esperar al regreso de una vuelta.
“Mi abuelo iba a trabajar a la estaciones de Retiro, Constitución y Once, porque esto antes se usaba como taxi. Después, en la década del 60, prohibieron la tracción a sangre y la actividad quedó como patrimonio cultural para llevar a pasear a los turistas y a la gente de acá”, rememora este hombre que pisa las cinco décadas y que, como la mayoría de los mateístas, heredó el oficio de su familia. “A uno le tiene que gustar esto”, agrega orgulloso, aunque ve “muy difícil” la posibilidad de que sus hijos continúen con la tradición.
Cuando Marcelo empezó a trabajar, hace treinta y dos años, la actividad estaba en decadencia, pero no tanto como ahora. Había entonces unos cien carros; hoy apenas subsisten unos diez. Y si se pasa por Plaza Italia un día de semana, se pueden detectar, con suerte, dos o tres. Pero ¿el hecho de ser considerado patrimonio cultural no implica un apoyo estatal? Marcelo resalta la falta de jóvenes que tomen la posta: “El oficio no está regulado, en parte porque los que estamos somos gente grande y nos cuesta organizarnos para algún tipo de iniciativa. En otros países están subsidiados por el gobierno, como por ejemplo en Estados Unidos, donde los mateos circulan por el Central Park, o en Chile, por la zona de Viña del Mar”.
Pese al panorama poco auspicioso, estos incondicionales afirman vivir de su trabajo. Según el recorrido, el viaje puede costar entre 200 y 300 pesos. Puede ser una vuelta estándar o una “expandida” que incluya los bosques, el Rosedal y el Planetario. El perfil de público es variado: turistas, familias con chicos, abuelas con nietos, parejas de novios. “Generalmente, en vacaciones de invierno repunta”, se esperanza Marcelo.
“No estamos de acuerdo con la explotación comercial de animales”, apunta promediando la tarde una integrante de la agrupación Sin Zoo, que se manifiesta allí contra la apertura del Zoológico y comparte espacio con la parada de los mateos. Marcelo y sus compañeros no parecen prestarle demasiada atención. Todavía les queda desandar las treinta cuadras que separan Plaza Italia del corralón de Chacarita donde duermen los caballos. Mañana será otro día.
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