Los leones, el tecito, la cebolla y las empanadas: cuatro claves de los primeros diez años de Francisco como papa
Los principales temores y las enseñanzas del Pontífice, desde la mirada de la autora de una de las biografías del Pontífice y periodista de LA NACION
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“Vayan tranquilos que yo me quedo acá con los leones”, nos dijo mientras nos acompañaba hasta la puerta, como quien baja al palier del edificio, llave en mano, para despedir a las visitas. Pero no era un edificio, era Santa Marta, la residencia que lo albergaba desde hacía dos meses. Francisco en persona nos había escoltado a la salida, donde custodiaban dos representantes de la Guardia Suiza, esos mismos a los que unos días antes el Papa en persona les preguntó si habían comido y les llevó un sándwich de jamón y queso a cada uno.
¿Los leones? Ninguno de los que salíamos de esa audiencia privada lo preguntamos. Todos conocíamos lo suficiente al padre Jorge como para interpretar ese remate, fiel a su humor de doble lectura. ¿Hablaba de leones rugientes que esperaban la oportunidad para devorárselo o de valientes luchadores con corazón de león?
A casi diez años de aquel encuentro, no puedo dejar de recordar aquella frase. ¿Recen por mí para que no me devoren los leones? ¿A eso se refería? Durante aquella reunión, reveló en la intimidad del diálogo con varios pastores amigos suyos que había dos temores que lo inquietaban. Uno era el tecito: el temor a que, al intentar impulsar cambios en la estructura de la Iglesia, alguien quisiera envenenarlo. Pero eso, aunque lo mantenía alerta, no le quitaba realmente el sueño. En todo caso, conocía el mejor antídoto: seguir como siempre, volviéndose uno más de la casa, sin privilegios a la hora de comer de modo que nadie supiera de antemano en qué lugar se iba a sentar ni de qué plato se iba a servir. O de qué taza iba a tomar.
El otro temor que albergaba por esos días era la soberbia. En porteño: a creérsela. Con una imagen positiva a nivel global, en ese momento mayor al 90%, confesó que hasta el mismo Papa tenía que lidiar con el orgullo si no quería perder el olor a oveja. “El orgullo es como la cebolla. Hay que sacarlo capa por capa. Y cuando llegás al final y creés que terminaste, te sentís la mano y descubrís que todavía te queda el olor”, describió.
Era junio de 2013. Habíamos viajado a Roma con mi marido para la presentación del libro El Papa de la gente, publicado en la Argentina por la editorial Aguilar y en Italia por BUR Rizzoli, con la expectativa de poder sumarnos a esa audiencia privada de la que iban participar seis pastores amigos de Francisco; entre ellos, mi padre, Jorge Himitian. Pero como no estábamos en la lista oficial, nos quedamos afuera. Al enterarse de que estábamos allí, sin poder ingresar, el mismo Francisco nos salió a buscar. Dio aviso para que nos dieran acceso. Un guardia vino hasta nosotros, que esperábamos en los arcos de la plaza de San Pedro, y nos hizo pasar. Cuando se nos detuvo, en el segundo puesto de seguridad, alguien dijo por detrás “Déjenlos pasar, son amigos del Papa”. Después supe que él mismo había usado esas palabras para referirse a nosotros.
Qué curioso. ¿Quiénes son sus amigos? Durante la investigación del libro había podido conversar con algunos de ellos. Son muchos, muchísimos, imposible saber cuántos. A todos, alguna vez les hizo el mismo pedido: recen por mí. Se los pidió, aunque sabía que algunos no creían en Dios o estaban atravesando una situación que minaba por completo su fe. A cambio, les abrió su corazón y se acercó como amigo, como padre o simplemente como uno más. En todos estos años, Francisco mantuvo el hábito de llamarlos cada tanto para que la distancia se acorte un poco. Del otro lado, siempre la pregunta es la misma: “¿Padre, cuándo va a venir a la Argentina? ¡Lo extrañamos!”. A Francisco cada vez le cuesta más dar aquella explicación. A sus colaboradores les dice que no lo descarta, pero que no quiere que su visita se use políticamente, que no quiere alimentar más la grieta.
No tan popular
¿Cuántas veces, en los altibajos de su popularidad entre los argentinos, Francisco se habrá afianzado de aquella enseñanza de la cebolla? Ni el campeón del mundo, ni el sacerdote que se olvidó de su pago chico. Había que enfocarse en los cambios que necesitaba la Iglesia para sacarle el mayor jugo a esta primera década: el principal objetivo, una iglesia pobre para los pobres. Una iglesia que deje atrás la ampulosidad y los escándalos, que deje de hablar de sí misma, desde una teología vacía, para salir a escuchar a la gente, comprender su realidad y desde allí impulsar los cambios que se requirieran, sin transigir la esencia del Evangelio, pero aggiornándose a los tiempos que corren.
No fue sencillo. La sinodalidad fue su método. Convertir al Vaticano en un cuerpo colegiado que toma decisiones e impulsa reformas después de escuchar a la gente, que se pone como desafío hablar el mismo idioma que el pueblo.
Hace diez años, cuando se vestía por primera vez de blanco y salía al balcón, no habrá imaginado cómo iba a cambiar el mundo en la siguiente década. En medio de la misión de transformar a la Iglesia, llegó el Covid-19 y a Francisco le tocó ser el papa de la pandemia. En estos años, algunos le reclamaron un mayor protagonismo como líder espiritual de semejante crisis, una profundización de aquel mensaje “Nadie se salva solo”, al comienzo del confinamiento. Lo mismo que un rol de mayor protagonismo en la guerra de Rusia contra Ucrania.
También le tocó ser el papa de una sociedad secularizada, que progresivamente expulsa a la Iglesia como faro moral de la humanidad. ¿Cuál será su nuevo rol? ¿Sus líderes tendrán la capacidad de interpretar este cambio de época o se enrolarán en una guerra ideológica en la que unos pretenden decirles a los demás cómo deben vivir, aunque no compartan sus creencias?
¿Qué dirá en unos años Wikipedia sobre Francisco? ¿Cuál será su legado? Así como Juan Pablo II fue nombrado como el papa peregrino, ¿cómo recordarán al papa del fin del mundo las generaciones futuras? Como el pastor cercano, tal vez, o como el hacedor de puentes, el verdadero significado de la palabra “pontífice”.
Empanadas
A mí me gustaría recordarlo como el padre Jorge de las empanadas. Puede sonar profano, pero esa fue la parte de mi libro que eligió el L’Osservatore Romano para reseñarlo. Bien vale recordar el ejemplo de la cebolla para mantener a raya la humildad. Nada resultó tan relevante como aquella página: mi historia es mínima. Solo puedo decir que una vez lo vi multiplicar los alimentos, como hizo Jesús con los panes y los peces. Fue en octubre de 2012, durante un encuentro ecuménico de católicos y evangélicos. En el Luna Park, donde se realizaba la reunión, la administración no permitía el ingreso de catering, de modo que durante el receso todos debíamos comprar el almuerzo dentro del predio. Solo había empanadas, y pocas. A Bergoglio le preguntaron si prefería ir a almorzar a Puerto Madero, pero dijo que se quedaba a comer empanadas con los demás.
Cuando los periodistas fuimos convocados, ya era tarde. No quedaba casi nada. Nos dirigimos al final del salón. A nuestro paso, Bergoglio se acercó, nos saludó con un beso y agradeció nuestra labor. Después, nos instalamos en la última mesa. La moza nos trajo un platito con cinco empanadas. Éramos ocho. Alguien tomó la iniciativa y comenzó a partirlas a la mitad. Compartir, ese era el espíritu del encuentro. Y no quedaba otra opción.
Desde su mesa, en la otra punta del salón, Bergoglio siguió nuestros movimientos y entendió. Después se puso en pie y comenzó a preguntar en las demás mesas si iban a seguir comiendo. Rescató de manos de pastores y sacerdotes las últimas empanadas, las reunió en un plato y nos las sirvió. Nos conmovió su gesto. Había multiplicado los alimentos, sin necesidad de bajar un milagro ni descoser el cielo. Ese pequeño milagro quedó grabado en nuestros corazones. Allí donde otros dijeron “no hay más”, él vio una necesidad y la conectó con un recurso. Esa es la impronta de todo su ministerio.