Soy un amo de casa con un solo hijo. No sé qué haría si tuviera que lidiar con una prole numerosa, además de ocuparme de la casa, como todavía hacen algunas mujeres (acaso algún varón). Solo tengo a Severino y, en cuanto a las faenas domésticas, Dalma es una enorme ayuda con sus tres apariciones semanales. Gracias al éxito profesional de Vera, mi esposa, la familia revista en lo que se podría llamar una discreta burguesía. El niño da trabajo, pero puedo enfocar la totalidad de mis energías a su cuidado. Esa es la parte ventajosa.
Por lo demás, las fronteras inmediatas de lo doméstico limitan mi mundo a Severino y sus necesidades. Soy un celoso escolta de cada uno de sus actos y, ensimismado como vivo en mi rol de padre intensivo, reflexiono demasiado sobre asuntos que quizá debería dejar pasar.
El mínimo incidente o gesto novedoso –los niños cambian todos los días– dispara una teoría o una búsqueda afanosa en las páginas de Google. En el peor de los casos, una preocupación duradera. Menos mal que escribo esta columna, en la que comparto algunas de estas cavilaciones (las felices y las otras). También me ayuda la plaza, donde suelo intercambiar inquietudes con padres, madres, abuelas y niñeras.
El otro día, Severino se acercó con un viejo CD y me pidió que le pusiera música. Es un gran aficionado a marchar en círculos al compás de las canciones: él lo llama bailar. Pero este era un CD con imágenes y así se lo hice saber. Seve me dijo, impávido: "Escuchemos las fotos". ¡Guau! Entre otras entradas torrenciales a mi cerebro, vi claramente a un precoz surrealista. De inmediato, me hice en silencio una pregunta forzosa: ¿Estaré criando a un genio?
Pasé a una rápida lectura sobre la infancia de personajes ilustres de las artes y las ciencias, y no encontré similitudes con la conducta de mi hijo. En general, se trata de niños taciturnos, que buscan refugio en la naturaleza. Eso dicen los manuales. Además, es muy común que los exploten, con la coartada de liberar sus ingentes talentos. Mozart ya salía de gira por las cortes a los 5 años, acompañando a su padre violinista. A la misma edad, Buster Keaton era arrojado al foso de los músicos como una bala humana en el show de variedades montado por su padre. Pobres cachorros: ni su lugar destacado en la historia amerita tal maltrato.
Mejor pensar que la frase desconcertante de Seve no fue una rebuscada figura retórica, sino una mera ocurrencia. Los adultos tenemos una nociva inclinación a ver a los hijos como proyectos. Y, a pesar de que les dispensamos la máxima dedicación, entendemos la infancia como mero pasaje. El prólogo de la mayoría de edad, la madurez, lo que realmente cuenta.
Cada gesto, cada palabra, cada preferencia del hijo o la hija son interpretados como un indicio de un oficio o profesión en ciernes. Su destreza con el lápiz nos lleva en línea recta a las bellas artes, su agilidad vaticina una destacada incursión en los deportes, acaso una medalla olímpica. Es difícil dejar fluir el gozo del instante. Las ocupaciones placenteras de la edad. El juego. Es difícil mirar a los niños como lo que son: puro presente. Igual que sus padres.
Si fuera por la meticulosidad con que Severino limpia la mesa cada vez que vuelca su jugo o deja caer miguitas, tendría que pronosticarle una exitosa carrera en el rubro limpieza y mantenimiento. O podría optar, henchido de orgullo, por la fuerza con la que ya, a sus 2 años, le pega a la pelota de fútbol. Y aventurar un itinerario signado por la fama, los euros y los viajes.
Me temo que los mayores tenemos, en este sentido, una actitud parasitaria. A falta de un futuro propio estimulante, diseñamos uno emocionante para nuestros hijos. Usurpamos su imaginación sin consultarlos. Claro que mucho peor es oprimirlos con el peso de nuestra biografía. Como esos cardiólogos con hijos cardiólogos, empresarios con hijos empresarios y –la profesión familiar por excelencia– abogados con hijos abogados.
Acabo de decidir que me voy a abstener de detectar vocaciones. Que lo único que incentivaré en mi hijo Severino –mucho más acá de sus habilidades y sus gustos– es una ética social. Espero estar a la altura. A qué se dedique algún día, no tiene mucha importancia.