"Acaban de pisar un explosivo que no iba dirigido a ustedes, así que no lo hicimos detonar". De esa forma y sin dar mayores explicaciones, un par de soldados en el sur del Líbano le dijeron a Miguel Salguero que ese día no iba a morir. Salguero es coronel del ejército del Arma de Caballería y uno de los 70.000 argentinos que desde 1958 se despliegan como cascos azules en las misiones por el Mantenimiento de la Paz que la Organización las Naciones Unidas (ONU) mantiene en países de África, Europa, el sudeste asiático, América Latina y Medio Oriente.
A pesar de que la Argentina no mantiene ningún conflicto militar con ninguna fuerza, el país envía semestralmente a soldados y gendarmes a participar de cuatro de las 14 misiones activas que hay en el mundo. En este momento hay 249 argentinos desplegados en Chipre, Sahara Occidental, República Centroafricana y el Golán, que corroboran el cese del fuego y vigilan que ninguna de las dos partes en conflicto viole los términos de los armisticios. Además, patrullan para bajar los niveles de tensión, inspeccionan puestos militares y monitorean las actividades de las dos partes en el caso de que se haya firmado una tregua.
"Cuando un ciudadano decide ponerse el uniforme y entrar a las Fuerzas Armadas, asume que con eso hay un riesgo. Cuando uno va a una misión de paz en donde hay -o hubo- un conflicto, el riesgo está latente", resume Salguero. Casi todas las rotaciones son cada seis meses, excepto los despliegues individuales como jefes de la fuerza de tarea y los observadores militares, que duran un año.
Las misiones sirven para evitar que se vuelva a un conflicto, para mantener el status quo alcanzado y para restaurar la situación civil. Pero a pesar de ser estables, pueden tornarse peligrosas. Según explican, 27 argentinos murieron durante las misiones. "Las situaciones nunca son completamente calmas, si no no sería necesaria la presencia de la ONU", asegura Salguero, quien en 2000 participó de su primera misión como observador militar en el Golán, una meseta en la frontera entre Israel, Líbano, Jordania y Siria.
"Estuve seis meses en Israel, a la altura del Golán, que es un territorio disputado por Siria e Israel, y luego seis meses el sur del Líbano, donde hay sectores que no se sabe si son libres de minas o de proyectiles sin explotar", cuenta.
El peligro es inminente y para Salguero, él tiene "fecha de nuevo nacimiento". Una jornada, cuenta, iba manejando con un oficial cuando los paró una patrulla de una de las partes en conflicto y les advirtió que habían pisado un detonante dirigido al otro bando. "Era un explosivo colocado de una manera para que al paso de un vehículo detonara, pero no lo hizo porque la persona que estaba mirando no lo activó, debido a que vio que el vehículo era de la ONU. Nosotros lo pisamos, si hubiera estado automatizado, volábamos", recuerda.
Parte del entrenamiento es saber cómo actuar en casos de crisis. "Yo me quedé muy tranquilo, sabiendo que estaba vivo y pensando profesionalmente cuáles eran los pasos a seguir. Informé y dí la ubicación de dónde estábamos, pero sin dar detalles, porque las comunicaciones pueden ser escuchadas", asegura Salguero, quien además es director del Centro de Entrenamiento en Conjunto para Operaciones de Paz(Caecopaz), el organismo donde desde hace 25 años se entrenan y capacitan los contingentes que son enviados a las misiones de paz de la ONU.
En el periodo de preparación se instruye a los soldados en Campo de Mayo con simulacros, se les enseña tomas, se los instruye en evacuaciones y además se les enseña teoría política e historia para comprender los conflictos. Cada curso para cada misión es diferenciado y dura cuatro meses. Las enseñanzas van desde manejar una brújula y un GPS hasta leer mapa con sistemas diferentes o manejar con el volante a la derecha. Otra herramienta importante es el idioma. Debido a que las tropas en el territorio interactúan con los ciudadanos del lugar, se los prepara para tener una conversación coloquial para ganar la confianza y acercar posiciones.
Vivir en medio del desierto del Sahara
César Scarabotti es teniente de Navío de la Infantería de Marina y hace un año que vive en el Sahara Occidental. En junio de 2019 viajó al continente africano como observador militar y, si bien es un despliegue de un año, debido a la pandemia por el coronavirus, aún no pudo volver al país. "En esta misión aprendí a valorar todo lo que tengo allá", confía mediante comunicación de WhatsApp desde una campamento de la ONU en el medio del desierto. Su trabajo consiste en patrullar y corroborar que se cumplan las condiciones del referéndum entre los marroquíes y la población saharaui. "Ellos firmaron un acuerdo de paz en 1991 y dijeron que cada parte iba a quedarse en su lugar con tantos cañones, tanques y soldados. Nosotros verificamos que ese orden de batalla que se estableció, se mantenga", sostiene.
El cuartel de la misión está en la ciudad de El-Aaiún. "De ahí te mandan a un teamsite, que son bases de la ONU en el medio del desierto. Algunas están cerca de la nada misma", precisa Scarabotti, aunque aclara que cada base tiene generadores, personal de limpieza, cocina, containers con aire acondicionado en las habitaciones, gimnasio. "Por suerte hay conexión wi-fi", cuenta.
Sin embargo, los momentos de tensión están siempre presentes. "El año pasado falló una reunión entre las autoridades saharaui y las marroquíes y se generó una situación que derivó en que pequeñas fuerzas policiales iban con una camioneta y tiraban tiros al aire frente a la posición marroquí", recuerda.
En la selva colombiana junto a las FARC
Mientras algunas misiones están más constituidas y llevan años funcionando, a Martín Catardi, oficial de la Armada y actual subdirector de Caecopaz, le tocó participar de una que recién estaba conformándose. En 2017 viajó un año a Colombia como coordinador de operaciones de la sede regional de Popayán para la dejación de armas y el cese de fuego bilateral y definitivo entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
"El riesgo es inherente a nuestra profesión. Uno se prepara 30 años para algo que espera que nunca pase", afirma Catardi, quien tenía a su cargo seis zonas veredales a donde tenía que llevar a los guerrilleros de las FARC. Como observador militar tenía varias restricciones. Catardi se movía sin armas, vestido de civil, pero con custodia policial y en vehículos blindados. Además, los autos y camionetas de la ONU no podían circular por la noche. Cada una de las operaciones era tripartita, debía haber representantes de las FARC, del gobierno colombiano y de la ONU.
"La misión era la dejación de armas. Se establecieron campamentos de dejación y se hizo", clarifica. En paralelo, se llevaron adelante operaciones para ir a buscar las caletas, que eran los depósitos escondidos en las selva donde el grupo guerrillero tenía municiones, explosivos, material inestable y armamento. De las 900 que las FARC informó, 600 pudieron ser desarmadas. Cada caleta era distinta. En llegar se podía demorar cinco horas o dos días, en mula, helicóptero, a pie y en lancha.
Una de estas operaciones, que estaba planificada para tres días, terminó llevándole casi 20. "Fue una operación increíble, la caleta más grande que hicimos. Hubo vuelos de helicóptero y amenaza de paramilitares", recuerda Catardi. Llegaron al lugar por aire y encontraron alrededor de 1500 armas, más el material inestable y la munición. "Decidimos extraerlo en helicóptero, pero este no quiso aterrizar porque la zona estaba minada. Así que empezamos a llevar los elementos por el terreno. Asídurante 17 días", grafica. Hasta que en un momento un contacto miliciano de las FARC les advirtió que esa noche el campamento en medio de la selva que había organizado iba a ser atacado. "Era una zona muy caliente y complicada, así que ese día decidí hacer cinco vuelos y sacar todo".
Al conflicto del proceso de paz entre las FARC y el gobierno colombiano se suman los grupos paramilitares, otros grupos rebeldes como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y la situación del narcotráfico."Son decisiones que se toman en el terreno y con poca seguridad, recibimos amenazas todo el tiempo. Gracias a dios salió todo bien", evalúa.
Catardi también se acuerda de cuando debió ir a verificar una violación del acuerdo en la localidad de Río Loro. "Se suponía que la operación iba a durar entre seis y siete horas entre que llegábamos, investigábamos y regresábamos", narra. Sin embargo, recién a las 16 llegaron al campamento de las FARC, en el medio de la selva. "Me di cuenta de que no íbamos a poder volver, éramos 12 personas entre los guardias de protección, los cuatro observadores de la ONU, los tres guerrilleros de las FARC, las tres personas del gobierno y yo". Como el pueblo más cercano no le parecía seguro, Catardi decidió movilizarse hacia otro pueblo a dos horas de distancia. "Llegamos a las 21, el pueblo tenía una plaza, casas alrededor y la estación de policía. Está tan aislado que el oficial que ocupa esa estación es llevado en helicóptero y dejado ahí por tres meses hasta que vuelven a buscarlo", detalla. Incluso, la estación se encuentra fortificada por los ataques y amenazas que reciben.
El policía no permitió que los guerrilleros de las FARC se alojaran en el destacamento, pero una familia del lugar se ofreció a darles un espacio y de comer. A las 21.30 se cortó la luz en todo el pueblo y comenzaron a escuchar disparos al aire. "Tuvimos que evacuar la casa hasta la estación de policías, donde pasamos la noche esperando a que que no se concretara un ataque". Recién a la medianoche se terminaron los disparos. Había sido una demostración de fuerza.
"Miedo sentís siempre. Ser militar no te quita esa sensación, pero el miedo te agudiza los sentidos y te mantiene en alerta para reaccionar. Yo no tenía miedo por mi persona, pero llevaba a guerrilleros y representantes del gobierno y yo era el responsable. No les podía pasar nada", confiesa.
El olor a cuero de un convertible de los años 60 intacto en Chipre
Con el fin de evitar la reanudación de la lucha entre las comunidades de grecochipriotas y turcochipriotas y contribuir a mantener y restaurar el orden público, la ONU mantiene en Chipre una misión para garantizar la paz. La isla está dividida por una zona de amortiguación donde está instalada la ONU con sus contingentes de todo el mundo. "Es como una franja en el medio, una calle. Del lado norte están los puestos turcos vigilando a los griegos y del lado sur, viceversa", explica un casco azul que prefirió no dar su nombre.
La tarea consiste en confeccionar reportes y armar tickets para elevarlos en caso de notar algún cambio en los puestos. "Hay pocos incidentes. Cuando yo estuve no hubo, porque se fue desescalando el nivel de seguridad", destaca el soldado, quien, sin embargo, admite que vivió momentos de tensión. "Cuando ves a los turcos en apresto para el combate, sabés que es una situación real", asevera.
Para él, la imagen más shockeante fue un campo minado atravesado por una calle de una sola mano. "Había un chasis todo aplastado de un soldado australiano que se había salido de la calle, pisó la mina y voló", narra. Otra imagen que no puede borrar de su cabeza es la capital, Nicosia."Está abandonada, parece un pueblo fantasma. Me acuerdo que había un local donde vendían autos y un teniente inglés nos abrió la puerta de un convertible 0km de los años 60, para que sintiéramos el olor a cuero".
Cuando la tensión entre las dos partes comenzó a escalar, la gente abandonó sus lugares como estaban y quedaron así. "El centro comercial quedó en el tiempo, con diarios de la época, abandonado. Esa parte de la capital quedó en el medio de la zona de amortiguación y está devastada. Los departamentos quedaron con cuadros de la época, se ven disparos en las paredes de vereda a vereda", indica.
Pero la misión también permite tiempos libres que son utilizados para ir a shoppings, playas e incluso boliches. "Te dicen que no hay que interactuar con la gente del lugar. Aunque con las partes confrontadas no podés hacer amistades, es algo que pasa. Incluso hubo argentinos que se pusieron de novios allá, se casaron, dieron la baja y se fueron a vivir a la isla", confiesa.
La dualidad entre la pobreza y la pulcritud en Haití
La Argentina también despliega contingentes aéreos, como a Gastón Ortiz, mayor de la Fuerza Aérea con especialidad en aviador militar, quien participó en Haití como piloto de helicóptero. La tarea consiste en trasladar personal, tropas y también a heridos. El vuelo más difícil que le tocó realizar fue con un suboficial principal del ejército de otro país. "Nos pidieron un vuelo por una persona a la que le había dado un ataque cardíaco, y en seis minutos ya estábamos en el aire, teníamos todo listo para buscarlo. Volamos 10 minutos y aterrizamos en una cancha de fútbol", describe Ortiz, a quien la tensión no le impide actuar con rapidez. "Vi al oficial, que tenía una traqueotomía, tenía los ojos desorbitados y estaba ido. Lo llevamos al hospital y por suerte se pudo salvar".
También hay mujeres que participan en las misiones. Claudia Fabián, capitán enfermera profesional, es una de ellas. En 2012 viajó a Haití, dos años después del sismo que sacudió al país, donde la tarea era más que nada humanitaria. "Las primeras semanas uno se trata de adaptar al clima y el idioma, te shockea todo a pesar de toda la preparación previa y psicológica", añade.
Parte de su labor era participar de actividades en las que interactuaba con la población local. "Les brindábamos educación primaria a diferentes comunidades sobre cómo lavarse las manos, cómo amamantar a un bebé y lavar los elementos antes de cocinar. Además, repartíamos materiales escolares y alimentos. Dependía de la necesidad de cada zona. Hemos ido a ver pacientes con cólera para enseñarles medidas de prevención. Hablábamos de VIH (virus de la inmunodeficiencia humana), temas muy variados según la necesidad del área", revela Fabián.
La situación social era muy precaria. "Se ven muchos abusos y mucha población adolescente ya comprometida con la prostitución desde temprana edad en las rutas". Para ella todo era atípico. Desde la comida hasta la forma de bailar. Le impactaba ver chicos en extrema pobreza que al día siguiente salían para ir a la escuela de punta en blanco. "Con los soquetes blancos inmaculados, como almidonado, con el delantal tan pulcro y las dos colitas en el cabello. Esa pulcritud que tenían para ir a recibir clases era la antítesis, porque los barrios eran muy precarios. Vi a una nena sacarse los zapatos y los soquetes para caminar hacia la escuela y lavarse los pies antes de entrar y volver a ponérselos. Se los sacaba para no ensuciarse con polvo", rememora.
En una ocasión vio a un nene que tenía el uniforme del colegio amarillo y tenía una marca amarilla en la cabeza. "Nos acercamos con la médica para verlo. Como la madre no podía curar la herida, la pintó para que combinara con el uniforme", detalla Fabián. "La herida estaba cavitada y tenía pus, así que esperamos a la madre para acompañarla a un centro de salud. Ella no sabía qué era, entonces se la había pintado con témpera".
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