Fundado por españoles en 1644, está a 2390 metros de altura, en las sierras de Ambato, en Catamarca
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LOS ÁNGELES, Catamarca.— “Estamos aislados del mundo, acá tenemos tranquilidad plena, creo que por eso nos visitan”, afirma Analía Carrizo, a cargo de la hostería municipal Niquija de Los Ángeles, un pintoresco pueblo a 2390 metros de altura, con 340 habitantes que está colgado en las laderas de las sierras de Ambato y que se extiende por un camino que serpentea los cerros, fundado por españoles alrededor del año 1644 y que se ha convertido en los últimos años en un refugio para aquellos que necesitan separarse de la “locura” de la ciudad. “Acá es posible cumplir tus sueños”, sugiere Carrizo.
“Es nuestro pequeño paraíso”, confiesa Carrizo. Gran parte de sus habitantes son parientes. “Somos todos primos”, aclara. Camuflado por una espesa vegetación, la única manera de llegar al pueblo montañés es a través de la conocida Cuesta de Los Ángeles (en la actualidad pavimentada hasta la entrada al caserío), un zigzagueante camino encajonado por rocas y precipicios. Se accede por ruta 38 desde Miraflores. A medida que se sube, las nubes quedan en el valle. Un portal da la bienvenida luego de ascender esta cuesta de 18 kilómetros. “Bienvenido a Los Ángeles”.
“La Cuesta es parte del secreto”, sostiene Carrizo. Una curva de casi 360° presenta el desafío. La subida depara al menos una hora. Se aconseja tocar bocina al encarar una nueva curva, la prioridad la tiene el que desciende. En algunas partes el camino es muy estrecho. La presencia de Nuestra Señora del Valle de Catamarca (patrona del turismo) custodia al aventurero en una gruta en un tramo de la travesía. La subida es una aventura. Existen pocos pueblos que se desarrollen a la largo de casi 20 kilómetros acompañando el faldeo de la montaña.
El secreto de la belleza de esta peculiar localidad es su diseño: la mejor perspectiva se tiene justo detrás del monumento de bienvenida, donde existe un mirador. Las casas están apenas sostenidas en la cornisa. La pregunta es inevitable: ¿Cómo las construyeron? “Nosotros nos adaptamos a la montaña”, explica Ana Laura Ábalos, descendiente de los españoles que fundaron el pueblo. “Somos parte de ella, la cuidamos y cada uno siente que está en su paraíso personal —agrega—. Tenemos una vida sencilla”.
Los españoles, en tiempos de la conquista, trajeron semillas de nogal, que crecieron de la mejor manera y que le dieron a Los Ángeles un sello de identidad. La nuez es el fruto por el cual se identifica a esta solariega aldea, se cosecha de febrero a abril. “Todavía quedan árboles en pie de la época de los españoles”, cuenta Carrizo. Los nogales se ven a ambos lados del camino, cada casa tiene una finca con ellos, y en la pequeña plaza están los más viejos.
La historia cuenta que los primitivos habitantes eran pueblos originarios de la etnia diaguita, quienes ofrecieron una feroz resistencia contra el sometimiento español. Finalmente hacia 1644 el capitán Andrés Gil de Esquivel recibió como merced estas tierras, con los aborígenes. Luego estos se fueron y en 1670 tomó posesión Ángel Abad, considerado el primer habitante estable. “Le pareció que había entrado a un paraíso, y lo bautizó Los Ángeles”, afirma el libro Los Ángeles, perla del Ambato de Enrique Leccese y María del Rosario Santillán.
Vivir aislados los ha vuelto una sociedad apartada de algunas señales de la modernidad. Muy pocos habitantes tienen celulares. Solo los más jóvenes. “Para mandar un mensaje es fácil: tenés que ir a la casa de esa persona, como antes”, explica Carrizo.
Usan leña para calefaccionarse, pero también para cocinar. “No miramos tele, tenemos nuestro paisaje —cuenta Analía—. Cuando me despierto, abro la ventana y veo la montaña, no necesito más”. No existe señal telefónica ni estación de servicio, ni farmacia. Sí hay un Punto Digital con una buena señal de Wi-Fi gratis.
El agua que se consume proviene directamente de manantiales.
Sobre las nubes
Hasta entrado el siglo XX el dinero no existía. Los habitantes practicaban entre ellos el trueque. “Se tiene la sensación de estar sobre las nubes y que el mundo entero está bajo nuestros pies”, afirma la publicación. “Existe un privilegio en la vida angelina: la contemplación de panoramas de infinita belleza”, agregan los autores. “Sus quebradas y caminos invitan a aventurarnos a diferentes excursiones”, sugiera la obra. Y es así: los visitantes llegan con la única seguridad de ver complacido un deseo, caminar por el pueblo donde las casas parecen están enraizadas a la montaña.
“Hasta hace poco no había autos, tampoco electricidad, nos alumbrábamos con faroles”, dice Carrizo. Un generador jadeada de seis de la tarde a once de la noche dando una luz mortecina, pero muchas veces, por lo inaccesible del camino, se quedaban sin gasoil y debían iluminarse con soles de noche o velas. Antes de que estuviera asfaltada la cuesta, el clima condicionaba el tránsito en la cuesta.
“Las tareas las hice siempre con luz de vela, a la noche”, recuerda Carrizo sus años de estudiante. Pocas veces se bajaba a Miraflores, a 18 kilómetros, en la base de los cerros. Se hacían viajes a mula que demandaban de tres a cinco horas, de ida, más otro tanto de regreso, subiendo la cuesta.
El pueblo se mantuvo realmente aislado por muchos siglos. Le dio algunas ventajas. La soberanía alimentaria es un hecho. No solo nogales se ven, sino que todas las familias tienen árboles frutales. Duraznos, ciruelos, membrillares, manzanos e higueras, también huertas. A pesar del progreso, Los Ángeles mantiene su carácter de paraíso perdido. “No somos mucho de bajar, acá tenemos todo”, afirma Carrizo. Algo necesitan: médicos. Solo tienen una sala sanitaria con una enfermera.
Una sola calle, de tierra, es la columna vertebral de Los Ángeles, que tiene 18 kilómetros de extensión y se divide en dos: una parte llamada Villa Sur, donde están los pocos servicios (la hostería, por ejemplo), la mayor actividad, y la conocida Villa Norte, al final de la huella, que no tiene salida. Aquí se concentran los angelinos más tradicionales. Hay dos capillas en ambos lados de la comarca. También dos escuelas, la primera con una matrícula de 32 alumnos, que incluye secundaria, y la segunda, apenas siete, con primaria.
A un faldeo del cerro lo atraviesa el cauce del río Los Ángeles. Fuente de vida y esparcimiento. Es el balneario de los angelinos y punto de encuentro de los visitantes que llegan en época estival. Pero también, donde nace un abanico de senderos que invitan a descubrir el corazón de la Sierra de Ambato. “Es nuestra vida normal, venir al río, encontrarnos”, describe Carrizo, una escena de la vida cotidiana.
Esos quehaceres diarios son el principal atractivo del pueblo, es un viaje al pasado, a lo que siempre estuvo bueno. Todos hacen mermeladas, dulces en almíbar, conservas, arropes y la nuez está presente en todas sus formas: con cáscara, en pulpa (sin aquella), confitada y es el relleno de los raviolones que se ofrecen en la hostería con ricota. El kilo de nuez con cáscara está a $300 y la pulpa a $1000. El vino catamarqueño está en todas las mesas.
El cocinar con leña, el moler los granos en morteros de piedra. La vida sencilla. “La mayoría de los visitantes vienen a desenchufarse del mundo, dejan su celular y se dedican a caminar. Es una desconexión real”, afirma Carrizo. Las 10 habitaciones de la hostería tienen una vista privilegiada a la montaña. “Por la noche el silencio es total”, sostiene Carrizo. La temperatura, baja en invierno y se siente el frío pero se atempera con la salamandra, el fuego que une y hechiza las horas estrelladas.
La gastronomía regional está acuñada por recetas que se mantienen inalterables: locro, buseca, y el estandarte de este territorio, la empanada. Se hacen de carne de vaca, pero también de gallina y de chinchilla. Llevan huevo, cebolla, papa, especias. Su comino y pimentón son de gran calidad. La receta típica los incluye, se fríen en grasa. “Son muy jugosas”, completa Carrizo.
La afluencia de visitantes subió un 40% en pandemia. Cuando se habilitó el turismo interno, los vecinos de la capital catamarqueña descubrieron este pueblo escondido a apenas 38 kilómetros. Sus bondades, entre ellas un microclima que asegura días en verano de 25° cuando en la ciudad hace 40°, se derramó en el boca a boca. Detrás de los locales, llegaron los desesperados por hallar un rincón de calma y paz. “Es increíble la cantidad de porteños que nos visitan”, asegura Carrizo.
“Tranquilidad, paz, hospitalidad, y magia por naturaleza”, resume aquel libro angelino los ejes por donde pasa la vida en este pueblo que los españoles confundieron con un paraíso. No estaban alejados de la verdad.
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