Loqui, la perra que ayudó a parir a su amiga gata
Un amor que derriba mitos y nos invita a repensar la relación entre perros y gatos
¿Cuántas leyendas, dibujos animados, cuentos y películas hablan de la supuesta enemistad entre perros y gatos? Podemos recordar a Spike, el fiero bulldog que perseguía a Tom, en Tom y Jerry; a Si y Am, las gatas siamesas que injustamente inculpaban a Reina, la perrita de La dama y el vagabundo; y a Mr. Trinkles -el todopoderoso gato persa de Como perros y gatos- y su masivo movimiento felino en contra del mejor amigo del hombre.
La historia de hoy es una de muchas que desestiman el mito y nos invitan a repensar los vínculos entre estos animales. Porque es un hecho que perros y gatos tienen distintas costumbres y temperamentos, pero su rivalidad no es una regla, pueden convivir y compartir juntos una vida con amor.
Hacía varios años que Agustín vivía con Luli y Copito. La primera, una gatita amorosa y tranquila; el gato era un poco más bravo y menos amistoso. Algunas cuestiones familiares hicieron que Agustín se mudara por un tiempo a la casa de sus padres, donde también había mascotas: Guachi, una gata tranquila, y Loqui, una perra de tamaño medio, muy amistosa. “Era un revuelo de animales aunque, por suerte, salvo los celos del principio, se llevaban todos muy bien. En mi cama dormía la perrita Loqui, y los felinos Luli y Copito; yo prácticamente dormía en el piso”, recuerda Agustín, que es peluquero e instructor canino.
Copito –el gato de la casa- no pudo aguantar la tentación de tener a tantas gatas cerca: “Con todo el harén a su disposición, hizo de las suyas y preñó a Luli y Guachi”. Alrededor de dos meses después, una madrugada se transformaría en una anécdota inolvidable de complicidad y amor. En medio de la noche, Luli entró en trabajo de parto y alertó a Agustín: “Estaba durmiendo cuando se subió encima mío maullando de un modo medio raro, nunca la había sentido así. Cuando logré abrir bien los ojos, encendí la luz y ahí estaba ella, con una cabecita asomando entre sus patas traseras; Luli venía a pedirme ayuda para dar a luz”.
No había tiempo, así que Agustín decidió dirigir él mismo el parto. Había que actuar por sobre la adrenalina: “Nunca había pasado por una situación de ese estilo, los nervios me carcomían como si fuera yo el padre primerizo. Atiné a saltar de la cama, agarrar con mucho cuidado a Luli, tomar una sábana y un almohadón. Salí raudo a la cocina donde improvisé una paridera. Puse la almohada debajo de la gata, cerré la puerta de la cocina y comencé la tarea”, comenta.
Apenas unos minutos después, mientras atendía a Luli, Agustín escuchó el llanto de Loqui del otro lado de la puerta, desesperada por saber qué ocurría en la cocina. La perrita insistió tanto que con pequeños empujones logró abrir la puerta sin ayuda. “Loqui me sorprendió por completo, estaba decidida a participar del evento. Pero fue lo que sucedió después lo que realmente me hizo llorar de emoción. A medida que salían los gatitos, la perra los corría a un costado con su hocico y les limpiaba la placenta. Luego los empujaba cerca suyo para darles calor. Así fue toda la noche hasta que nacieron los cinco gatitos”, recuerda conmovido Agustín. Cuando terminó el parto fue Loqui la que se quedó toda la noche cuidando a Luli y su cría.
La llegada de las gatitas marcó para siempre la relación entre Loqui y Luli, que se volvieron inseparables. La perra se convirtió en la madre adoptiva de las crías y la gata aceptó el amor sin condiciones de Loqui, su compañera de fierro para toda la vida.
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