Lo que nos pide el amor
Son días de encuentro. Esto significa: de brindis y de abrazos, de complicidades y de recuerdos. Y, también, de tensiones, tristezas, discordias tácitas y explícitas, soledades. Este cuadro no quiere reflejar un trastorno bipolar colectivo; apenas da cuenta de la naturaleza compleja y desafiante de nuestros vínculos.
Si le preguntamos a casi cualquiera cómo se siente respecto de las personas que la rodean en su vida, seguramente responderá que quiere a la mayoría, aprecia a un segmento, tolera (mejor o peor) a algún grupo menor. Siendo esto así, si la mayor parte de nuestros vínculos son básicamente amorosos, ¿por qué nos resultan, a veces, tan difíciles? Dicho de otro modo, si el amor es -como dice el autor Stephen Levine- “el único acto racional de una vida”, ¿por qué nos cuesta tanto, sencillamente, amar?
Para intentar responder a esta pregunta, debemos remontarnos al comienzo.
De bebés, vivimos en un estado de apertura y receptividad. El mundo es una sucesión de sensaciones más o menos placenteras, unos brazos que nos abrazan, un cuerpo que nos alimenta y que apenas distinguimos del propio. Pero un día, ese vehículo del amor se demora en responder a nuestro llamado. O responde, pero está triste, cansada, nerviosa, apurada, solo a medias disponible. Y por primera vez percibimos, aunque no lo comprendamos racionalmente aún, que estamos solos, y que no podremos proveernos a nosotros mismos de aquello que tanto necesitamos.
Mientras que otros animales se paran y caminan a horas o días de nacer, el ser humano arriba a la vida en estado de indefensión absoluta. Y esa vulnerabilidad se prolonga por al menos una década. No es de sorprender, entonces, que pongamos un peso enorme en los vínculos con los otros. Para nuestro cerebro límbico, esos otros fueron la diferencia entre la vida y la muerte, y en el plano simbólico, sentimos que lo siguen siendo.
A medida que vamos creciendo, toda experiencia de rechazo que sufrimos -las burlas, los desaires, las desilusiones y descuidos que a todos nos tocan en suerte, en mayor o menor medida- van abonando esa primera herida. ¿Cómo reaccionamos? Generando una “jaula dorada” (al decir del psicólogo John Welwood) de creencias, defensas, miedos y ansiedades, que intentan proteger a ese órgano de apertura y conexión con el que vinimos al mundo: el corazón (que cada vez más estudios vinculan con las emociones profundas).
De ahí en más, viviremos inmersos en una paradoja: cuando nos encontremos con otro que nos despierte amor, primero sentiremos ese calor expansivo en el pecho, esa alegría que nos sale de los poros, esa euforia. Y luego, cuando esa persona en quien depositamos nuestro afecto diga o haga algo que nos recuerde, aun sin quererlo, a la primera herida, la jaula se cerrará abruptamente. Tendremos entonces la extraña vivencia de odiar (o, al menos, resentir) a aquel que hace instantes amábamos.
La buena noticia es que, si nos lo proponemos, esta misma dificultad que es inherente a todo vínculo es la que puede ayudarnos a crecer, y a volvernos personas más íntegras y maduras. ¿Cómo? Entendiendo una verdad profunda, para nada aparente: el amor que tanto ansiamos, y que creemos ver en cada persona que nos lo despierta, no vive en otro lugar que en nosotros mismos. Sí, en ese mismísimo corazón que tanto buscamos proteger.
Una prueba, para comprobarlo: pensemos, por un momento, en una persona (o un animal) que queremos mucho. Permitamos que el amor que nos despierta ese ser nos dibuje una sonrisa en la cara, que nos ensanche el pecho, que nos llene el cuerpo de alegría y de calor. Ahora, soltemos la imagen del amado, y quedémonos, únicamente, con las sensaciones en el cuerpo. ¿Podemos hacerlo? ¡Claro que sí! Y esto es porque el amor nunca le perteneció realmente al otro, por mucho que lo adoremos. El amor es nuestro por derecho de nacimiento. Es el mismo amor -la misma apertura, el mismo deseo de conexión- que siente el niño cuando mira al mundo, extasiado. Es, incluso, el mismo amor que a veces se expresa de forma tan distorsionada que parece todo lo contrario, cuando las heridas, en lugar de sanarse, se han emponzoñado, contaminando al cuerpo.
¿Qué significa esto? Que para poder tener vínculos cada día mejores, deberemos aprender a auto-proveernos de aquello que alguna vez necesitamos recibir de nuestros padres (y que ellos supieron darnos solo imperfectamente, siendo portadores, a su vez, de sus propias heridas): amor, sustento, validación, valoración, cuidado, cobijo, espacio, libertad.
Sobre todo, deberemos poder equilibrar dos necesidades vitales que no son contradictorias sino complementarias: la individualidad, que nos lleva a seguir nuestros propios impulsos y a crear una identidad propia, y la unión, que nos mueve a acoplarnos con otros y pertenecer.
Lo contrario a la diferenciación es la fusión emocional, exaltada en películas y canciones románticas con frases como: “Vos me completás”, “Sin vos no soy nada”, o “Me muero si me dejás”. La intensidad de ese anhelo -lindante en la desesperación- denota el tamaño de la herida que lo impulsa.
La práctica esencial, entonces, es darnos cuenta de que, cada vez que una persona diga algo que active nuestras defensas, es una invitación a respirar, observar las emociones que surgen, y percibir la herida que se reactivó en nuestro interior. Entonces, en vez de reaccionar con ira podremos calmarnos, y recordar que ya no somos niños inermes, a la merced de quien pueda darnos o quitarnos su amor.
Y lo curioso es que, cuanto más podamos vivir en contacto con el amor que nos habita, más amor evocaremos en los otros, ya que les haremos de espejo a sus propios corazones.
Dos prácticas para hacernos del amor incondicional que vive en nuestro corazón:
- Sentarnos tranquilos, respirar pausadamente, y repetir para adentro las siguientes frases/deseos, con cada exhalación: “Que pueda sentirme amado.” “Que pueda saber que el amor es mi auténtica naturaleza.” “Que pueda darme cobijo”, “Que pueda sostenerme en el amor.” Permanecer unos minutos en silencio, sintiendo las sensaciones que se suceden en el cuerpo.
- Una meditación del HeartMath Institute, para auto-generarnos un estado de calma y sosiego: 1. Bajar la atención al centro del pecho. 2. Respirar como si lo hiciéramos desde y hacia el corazón. 3. Invocar la imagen de alguien (una persona, un animal, un lugar) que nos genere una emoción de amor, aprecio o gratitud. 3. Al inhalar, intensificar la emoción que nos produce la imagen, como si la quisiésemos hacer calar más hondo en nuestro ser. Al exhalar, irradiarla al mundo.
Los vínculos siempre serán un desafío porque vivimos una existencia dual: por un lado, el corazón dadivoso, cuyo norte es conectar; por el otro, las defensas psicológicas del Ego, que buscan protegernos. Ahí reside la paradoja final (que es, también, la medida de nuestro coraje): solo aceptándonos así, vulnerables y siempre prestos a ser heridos, podemos trascender nuestras trincheras, y amar sin reparos. De todo corazón.