Libros de atar
Los libros no muerden, pero deberían. Conocí a un chico que mordía libros; se comía las hojas. Un día le hincó dientes a un libro de autoayuda y se intoxicó mal y casi se muere.
¿Se enteraron del perro que mordió a un libro que no mordía? El libro corrió, trepó a una biblioteca y gritó: "¡Esto es un ataque a la libertad de expresión!".
Supe de un libro que era sonámbulo, por las noches caminaba hasta la casa de su autor. En el umbral en voz alta le decía: "Me podrías haber escrito un poquito mejor, ¡hijodetumadre!". Hay libros que nadie abre, jamás. La tristeza de estos libros sólo puede ser comparada con la tristeza de la mirada de mi perro, los domingos a la tarde.
Un libro cayó al piso; por allí iba pasando una hormiga. La hormiga, en su pulso final, pensó "es el fin del mundo". (La barbarie de la civilización.) Ella guardaba hojas de otoño entre páginas de libros. Una de esas hojas, ya que estaba, se puso a leer la página que le tocó. Era un cuento referido a una mujer que guardaba hojas de otoño entre páginas de libros.
Los dioses andaban de insomnio siestero. Para matar el tiempo se hacían preguntas irreparables: "¿Qué es un libro?". "Un libro es un viaje", dijo un dios rubio. "Es el silencio cuando se pone a hablar", dijo un dios morocho. "Es una casa sin puertas con las puertas abiertas", dijo un dios petiso.
Conocí a un escritor que escribía libros porque se le ocurrían los títulos. Conocí a otro que miraba desde arriba del caballo. No sabía que era de calesita y que la calesita ni giraba. Conocí a dos que no tenían nada que decir, pero los desgraciados lo decían igual. No me puedo quejar, también conocí a un escritor increíble: escribía el castellano en castellano.
Abelardo, así se llamaba, se pasó la vida escribiendo y leyendo sin cesar. Sus libros ganaron fama y elogios, tan merecidos. Pero demasiada quietud, demasiada silla; su cuerpo empezó a crujir, con los años. El médico le aconsejó actividad física. Abelardo le hizo caso: quería estar bien para escribir bien. La actividad que decidió fue ésta: entraba a la librería, elegía un libro muy deseado y salía corriendo, con el corazón en la boca y el libro apretado? Un día un librero, más joven que él, lo alcanzó, lo abrazó y "gracias, Abelardo, gracias".
El era uno de los tantos que atravesaron mares y llegó a la América, menos que adolescente. No pudo ir a la escuela; su feroz padre no lo dejaba. "¡Coño, que hay que trabajar!" A sus 20 años se pagó clases y aprendió a leer a escondidas del viejo. Después se casó y tuvo hijos y yo le salí escritor.
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