Leila Guerriero: "Lo que muchos (de forma exagerada) llaman fracasos son apenas cosas que no salen como uno esperaba"
La periodista cuestiona la carga dramática de ese vocablo como para poder asociarlo a algún episodio de su vida adulta
Si existe una palabra "antipática, cargada de dramatismo, casi de tragedia"—dice la periodista y escritora Leila Guerriero—, ésa es la palabra fracaso. Es tal el rechazo que esa carga semántica tan taxativa como inapelable le produce que el vocablo casi no figura en su diccionario.
"Me parece que «fracaso» es una de las palabras más fuertes del idioma y que se usa con mucha liviandad también", explica Guerriero. "Yo entiendo al fracaso como una cosa muy terrible, muy aplastante y agobiante, y lo vinculo también con una idea un poco egocéntrica. Como si uno dijera: Yo, que debía tener éxito, fracasé. Tiendo a pensar, más bien, que lo que muchos (de forma exagerada) llaman fracasos son apenas cosas que no salen como uno esperaba. Por eso, y aunque suene jactancioso, no lo podría relacionar con ninguna situación de mi vida adulta".
Lo de Guerriero, autora de Zona de obras y Una historia sencilla, entre otros textos narrativos, no es autoindulgencia. "Como en el trabajo soy muy obsesiva, cuando entrego algo me queda la tranquilidad de saber que hice lo mejor que pude, a pesar de que no pueda haber conformado al editor. Al partir de esa base, es muy difícil que cuando algo te sale mal después lo asumas como un fracaso", explica.
Guerriero lo ilustra con dos vivencias profesionales que, a los ojos de otros bien podrían encuadrar en el concepto de derrota.
Conocer las propias limitaciones
En 1999 el editor de Sudamericana, Pablo Avelluto, le encargó un libro cuya temática ella se reserva. La idea le había gustado. Aceptó un adelanto, comenzó con la investigación y avanzó hasta que las fuentes se fueron cerrando. "Me sentí superada y ante esa situación, supe que no iba a poder dar lo mejor de mí. Entonces, corté por lo sano: fui y devolví el adelanto. Fue la única vez—creo, — que alguien se presentó en una editorial para devolver un anticipo. Para mí eso no es un fracaso, ya que nadie salió lastimado".
Si no siente haber fracasado en su vida profesional, en parte es por haber sabido esquivar sus propias inhabilidades. Cuando a mediados de los años 90 entró a trabajar a LA NACION —relata—, lo primero que le ofrecieron fue un puesto como redactora en la sección Información General. Ella necesitaba el trabajo. Nunca se había desempeñado en el periodismo caliente y sabía que su lugar natural era en un suplemento o en la Revista. "Soy una tipa lenta. Demoro mucho en pensar qué quiero decir y cómo lo quiero contar. Y como tengo conciencia de mis limitaciones y me gusta tener control de lo que hago, rechacé la oferta, sin saber si tendría otra oportunidad. De haber aceptado ese trabajo, tal vez hoy tendría un gran fracaso para contar".
Coser, bordar y tejer
Sin traspiés afectivos (está casada hace muchos años), sí puede evocar algunas frustraciones adolescentes que siempre se ubicarán unos peldaños más abajo del fracaso puro y duro.
En la secundaria durante los años 80 en su Junín natal tenía una materia por demás tediosa: Trabajos manuales. Mientras los varones hacían lámparas y bricolaje, a las chicas les enseñaban a pegar botones, hacer ojales, levantar ruedos, y a tejer a crochet y con dos agujas. Leila tenía una incapacidad selectiva para las manualidades. O un manifiesto desinterés frente a todo aquello que juzgaba inútil. De lo contrario no se explica por qué hoy puede levantar un ruedo casi como una profesional de la costura y tejer a crochet, de forma bastante aceptable y creativa, para distenderse y aclarar la mente.
Pero el resto de las actividades prácticas eran una pesadilla y entre el desinterés y la falta de destreza el resultado eran perfectos adefesios manuales. Pero Leila temía estropear su promedio, entonces su madre, a la noche en su casa, mejoraba ostensiblemente lo que ella entregaba.
En algún momento la profesora debe haber sospechado e imaginado a legiones de madres y abuelas completando los esfuerzos que debían hacer las alumnas. Y sin preaviso, la profesora un día cambió de metodología: a las labores había que completarlas en clase para que se vieran ahí mismo los resultados. Fue allí cuando comenzó el "suplicio" , encima con un aprendizaje nuevo: tejido con dos agujas.
"Yo sabía que nunca en la vida me iba a interesar tejer nada con dos agujas. Me parecía una actividad de vieja. Y el resultado me sigue pareciendo algo feo y burdo. Enseguida supe que tenía un problema, pero lo intenté una y otra vez", cuenta. Más allá del punto Santa Clara, Jersey o Arroz, Leila sabía que con su torpeza, lo mínimo era esperar un aplazado, lo cual era tan bochornoso como llevarse a diciembre Educación Física.
Pero allí estaba su habilidosa compañera Marisol Farías. "Y se me ocurrió que le podía pagar a ella para que tejiera lo mío en clase—cuenta Leila. La simulación era simple: cuando la profesora se acercaba a mi banco, ella debía pasarme su tejido durante un rato y yo le pasaba el mío. Así fue como durante varias clases de trabajos manuales esa pobre compañera mía se prestó a la simulación, atenuó mi frustración y, lo más importante, me salvó el promedio".
"Pero, como te digo—enfatiza Leila—ni siquiera no haber podido nunca aprender a tejer con dos agujas, a pesar de los múltiples intentos, califica como fracaso, una palabra que prácticamente no uso. Y si la utilizo, lo hago con extremo cuidado".