Se acuerda del frío y del hambre. De la tierra fangosa, los bombardeos nocturnos y su uniforme manchado. No olvida que cuando volvió tuvo insomnio. Entre sus recuerdos australes también está el de una mujer, que en 1982, en plena guerra y siendo isleña, le dejaba una botella de leche con dos panes cada mañana.
Francisco La Regina tenía 19 años cuando le tocó luchar en Malvinas, y debió esperar casi cuatro décadas para completar su historia y reencontrarse con la lechera que le entregaba comida para que su estómago estuviera "menos vacío".
Hoy tiene 57 años y pasa algunos días en el Museo de Veteranos de Guerra de Malvinas en Lanús, junto a otros excombatientes, como Carlos Azuaga, el primer argentino en casarse en las islas y también el eslabón necesario que permitió unir a Francisco con la isleña.
Ellos pudieron volver al continente, pero dejaron atrás a 649 compañeros, que perdieron la vida en las islas del Atlántico Sur.
Pasaron 38 años desde aquel día en el que sonó en todas las radios del país un himno inconfundible: "Tras su manto de neblinas, no las hemos de olvidar". En cada casa argentina se oyó al locutor oficial que anunciaba que las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur se habían recuperado para "el patrimonio nacional".
Francisco recuerda bien ese día. Su número de sorteo había sido el 753 y estaba en Comodoro Rivadavia cuando escuchó la noticia en la radio. No entendía nada. "¿Qué pasa que está la canción?", preguntó a su superior.
- "Soldado, hemos recuperado las Malvinas"
Unos días después, en el medio de la noche, lo subieron junto a su batallón a un avión Hércules. Llegó a la isla el 10 de abril de 1982. Pertenecía al Batallón Logístico IX y su tarea era trabajar con el armamento y abastecer con alimentos a los que estaban en primera línea. Su estadía en la isla estuvo marcada por los repliegues. Pasó 20 días en Moody Brook, el excuartel de los Royal Marines, pero el avance inglés era rápido y resistir era difícil. Así que junto a su compañía se retiraron hasta unas canteras que estaban a cuatro kilómetros de Puerto Argentino. "Nos metimos ahí e hicimos los primeros pozos de zorros donde dormíamos de a dos, pero se llenaban de agua y teníamos que hacer otros nuevos. Era todo muy precario".
Después de 20 días más, y como los británicos seguían avanzando, se replegaron en Puerto Argentino, la capital del archipiélago y donde se calcula que, al momento del conflicto, vivían 150 isleños. La comunidad kelper y los soldados argentinos no tenían contacto. "Ellos no querían. Nos tenían miedo y nos veían con recelo. Manteníamos una distancia", sostiene Francisco.
Allí se quedaron 10 esperando el final de la guerra, que llegó el 14 de junio, cuando el gobernador militar argentino, el general Mario Benjamín Menéndez, firmó la rendición ante los funcionarios ingleses. Las tropas argentinas ya no tenían municiones ni capacidad para sostener el combate.
Fue ahí, en el pueblo, donde Francisco conoció a la lechera.
Sin mediar palabra, recibía una botella de leche y dos pancitos
No la recuerda del todo, pero sí se acuerda de sus ojos. "Había un gesto de bondad. Era rubia y muy blanca", narra Francisco. Todas las mañanas, a las 8.30 se subía a una pequeña camioneta y hacía el reparto de la leche y el pan en las casas de los civiles ingleses.
En el pueblo Francisco dormía junto a su unidad en una herrería inglesa. "Habíamos cavado las trincheras para hacer las guardias y custodiar a los que estaban descansando", detalla. Cada guardia se hacía de a dos, duraba toda una noche hasta la mañana siguiente y estaba prohibido dormirse.
"Por la mañana, a las 8.30, la veíamos a la señora hacer la repartición y ella nos veía a nosotros hacer las guardias. Yo observaba que dejaba pan y leche en cada puerta y le decía a mi compañero que quería ir a buscar la comida. Miraba, pero nunca sacaba", confiesa.
Era fines de mayo cuando la mujer comenzó a dejar en una esquina, sin que nadie la viera, uno o dos panes y una botella de leche. Francisco cree que tal vez ella sentía lástima por el soldado argentino y que los veía débiles, con hambre y frío. "Fue así durante un montón de días, sin que ella me dijera nada. Dejaba todo en silencio y se iba", describe.
Ambos corrían riesgo. Ella, por ayudar al argentino mientras su nación mantenía una guerra, y él, porque ningún superior podía saber que recibía comida del "enemigo". Era un pacto tácito, implícito. Y también, era a escondidas.
"Yo estaba agradecido de la vida", insiste Francisco, quien calcula que alrededor de 40 soldados argentinos que se turnaban para cumplir esa guardia recibieron la leche.
Durante los dos meses y medio que duró la guerra, Francisco comía una sola vez por día. "A las 15 recibía una marmita con guiso, pan si había y mate cocido o agua", rememora. Cuando terminó la guerra, Francisco volvió a la Argentina en el buque Ara Bahía Paraíso. Pesaba 15 kilos menos.
Como tantos recuerdos de la guerra que quedaron en la isla, el de la mujer que repartía la leche quedó en el olvido. Francisco nunca le contó la historia a nadie hasta que se la encontró sin buscarla.
Ella no tiene nombre, pero es la madre de Phyllis Gouth, una kelper que le regaló la torta de casamiento a Carlos, el primer argentino en casarse en las islas.
El primer matrimonio argentino en casarse en las Islas Malvinas y el regalo de la torta de bodas
Era el año 2009 y Carlos Azuaga había decidido volver a las islas. No las pisaba desde 1982, y se quiebra al contar que durante los últimos días de la guerra él llegaba hasta la primera línea y escuchaba a los combatientes decir: "Carlos, no me dejes. Carlos, llevame a mí". Sobre él caía la decisión de elegir a quién llevar ocho kilómetros en camilla de lona hasta Moody Brook, el primer asfalto y de ahí trasladarlo en vehículo hasta el hospital militar.
Hasta ahí llega su relato e inmediatamente explica: "Quería reencontrarme con Malvinas, pero no desde la angustia. Porque a mí la guerra me causó mucho dolor".
Así que tomó una decisión osada y decidió casarse en las Malvinas. "Quería reivindicar nuestra soberanía. Casarme en mi tierra, en mi país, en el lugar donde vine a ofrecer mi vida y donde está la vida de mis compañeros".
Si bien asegura que, en su momento, la Cancillería argentina lo alentó para sentar precedente, en la actualidad ni Ushuaia, la capital argentina de las Islas Malvinas, ni ninguna otra jurisdicción del país dio el aval para inscribir el matrimonio en actas nacionales. Especialistas le dijeron que no debería haberse casado porque ponía en riesgo la soberanía y la diplomacia entre la Argentina e Inglaterra. Él sólo espera que su acto sea reconocido por el Estado argentino.
Carlos y su esposa se casaron el 16 de noviembre de 2009 en las Islas Malvinas. Una mujer que vivía en el archipiélago les preparó una fiesta sorpresa en su hogar. "Iba llegando cada vez más gente a su casa y, de golpe, veo atravesar por la puerta a una señora que venía con una especie de castillo", precisa Carlos.
"¿Y eso?", le pregunta a la anfitriona.
-"Esa es la torta de tu casamiento. Phyllis te la regala".
Phyllis se acerca, lo abraza y se pone a llorar. "No entendí qué pasaba y me tradujeron que ella me quería agradecer, porque veía reflejado en mí al soldado que le había salvado la vida a su hermanito cuando fue la guerra".
Una noche de 1982, en plena guerra, su hermanito sufrió una peritonitis y su madre salió en busca de ayuda. Unos militares argentinos que custodiaban el pueblo los llevaron hasta el hospital militar donde lo operaron y le salvaron la vida. "Esta chica, Phyllis, me hizo una torta en gratitud por tener a su hermano vivo gracias a nosotros", explica.
Lo que en ese momento Carlos no sabía era que la madre de Phyllis colocaba la botella de leche y el pan para los soldados argentinos.
El reencuentro entre el veterano y la lechera
En 2017 la Municipalidad de Lanús llevó a las Islas Malvinas a cuatro veteranos de guerra. Francisco y Carlos fueron sorteados para volver. Sus nombres salieron rifados al azar.
Fue un viaje de una semana y ya casi al final, Phyllis se enteró de que Carlos estaba en Puerto Argentino y pasó a saludarlo junto a una mujer de 80 años.
-"Te presento a mi madre".
-"Hola, encantado señora".
-"Ella era la que ponía la botella de leche con el pan".
Carlos respira hondo y sigue. "Para mí, fue terriblemente emocionante. Su madre nos daba la leche y el pan. Y Phyllis me había regalado la torta".
Pasaron 35 años para que la lechera y Francisco pudieran reencontrarse.
"Cuando la vi, me acordé de ella. Ella me miró y se sorprendió. Era yo", describe Francisco. Se abrazaron y él sólo quiso agradecerle por haberle «matado el hambre». Pero no pudo hacerlo. Me quedé mudo", detalla.
Aunque es imposible saber qué pensó esa mujer en aquel momento, Francisco no lo duda: "Debe haber sentido que no fue en vano arriesgarse a hacer algo que no le correspondía".
Con el firme tono de su voz, se emociona al recordar el reencuentro. Los diez minutos que duró le dejaron sabor a poco. "No hubo diálogo. No pudimos decir ni una palabra, porque es un momento en el que uno no piensa nada".
El tiempo no alcanzó ni para preguntarle el nombre, pero quedó grabado en una única foto, algo borrosa. "Me gustaría volver a Malvinas y compartir con ella un té y pasar un largo rato. Le preguntaría por qué lo hacía, qué sentía por nosotros. Qué le pasaba por la cabeza. Si nos veía como buenos o malos", se lamenta Francisco.
Para los excombatientes nada es obra de la casualidad.
"No tiene una explicación lógica todo lo que nos pasó sin querer, porque si hubiera ido a las islas sin Carlos, nunca nos hubiéramos reencontrado. ¿Viste cuando algo no te lo esperás?", reflexiona Francisco.
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