En solo cuatro cuadras llegó a tener casi una veintena de salas; hoy solo sigue abierto el Monumental, rodeado de ferias improvisadas en las viejas plateas y templos religiosos; un vistazo a una pasado mejor
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Había que vestirse con la “ropa de salir” para caminar esas cuadras que van desde Carlos Pellegrini hasta Florida. Se la llamó “la calle de los cines”, mote ganado gracias a la casi veintena de salas que se aglutinaban en tan solo cuatrocientos metros y conformaban una postal única en el mundo.
Su decadencia comenzó a fines de los ´80, cuando la irrupción de la modalidad VHS para ver películas en el vidrio minúsculo del televisor hizo estragos con el consumo convival de la expectación. La pantalla grande se hizo chica. Y se hizo trizas. Luego, el declive se acentuó con la crisis económica del 2001 y se coronó con el florecimiento de las plataformas de entretenimiento. El estallido de la actual pandemia del Covid fue el estrago final que sentenció su defunción, al menos en términos de distinción, séptimo arte y vida nocturna.
Lavalle de crisis sabe, ya durante la Segunda Guerra Mundial, cuando se complicó la importación de producciones extranjeras, y era complejo acceder a la materia prima para rodar en el país, las compañías de teatro y radioteatro poblaron los escenarios de las salas. Es que, más allá de haber sido concebidas para exhibir cine, casi todas contaban con buenos tablados e imponentes telones. Florencio Parravicini, Eva Franco y Olinda Bozán fueron algunas de las estrellas que trabajaron en estos espacios.
Cuando se contó con material para poder filmar, se produjo una explosión de estudios. Baires, San Miguel y Lumiton. Luego, Argentina Sono Film, Cinematográfica Belgrano y varios más. La industria argentina llegó a presentar más de cincuenta películas por año. Las grandes producciones argentinas se estrenaban en esta calle con funciones avant premiere plagadas de estrellas. Se colocaban reflectores que apuntaban al cielo y se instalaban los móviles de las radios. “Allá viene Niní”. La Marshall debía ser conducida con custodia para poder ingresar a la primera función de alguna de sus películas. En algunos casos, antes de la proyección, una enorme tela blanca tenía impreso en pequeños cuadrados la publicidad de los locales de la zona.
Hoy, la calle Lavalle es un sendero sin estilo y decadente con un solo cine funcionando, abundancia de negocios que ofrecen baratijas, música estridente que sale de los locales buscando atraer a vaya saber qué tipo de clientela y numerosos “arbolitos” boceando la compra y venta ilegal de divisas extranjeras. “¡Cambio, cambio!”.
Dicen que cuando la soledad de las sombras gana la partida es mejor no acercarse. “Si venís de noche, te achuran”, se lamenta el responsable de una tabaquería que aún conserva su estilo señorial, como detenida en ese Centro porteño abrumado de oficinistas que desconocía el home office. Con todo, durante el día, momento en el que LA NACION recorrió la zona, se observa importante presencia policial, un puñado de comensales almorzando en las mesas montadas en las veredas de algunos de los restaurantes y buenas condiciones de limpieza. “Está lleno de pungas que buscan celulares o les arrancan las carteras a las mujeres”, dice un diariero que pide no ser identificado.
“¿Te acordás hermano qué tiempos aquellos?”, se lamentaba el tango melancólico en la voz de Julio Sosa. Desandar Lavalle se convierte en una experiencia triste y grisácea que azuza a la nostalgia, donde las persianas bajas de los cinematógrafos, como se decía en tiempos de su florecimiento, confirman la mortandad de una calle mustia y sin el menor rasgo de elegancia. La ausencia de los cines, que eran su razón de ser, la enlutó fatalmente.
Mirar hacia atrás
Cuando se observaba Lavalle a la distancia, la foto devuelve una maraña de letreros luminosos multicolores. Los neones se peleaban para ofrecer, cada cual más llamativo, los nombres de las salas. Viniendo desde el Bajo, se sucedían imponentes el Luxor, Arizona, Ocean, París, Ambassador, Trocadero, Electric, Hindú o Alfa, Sarmiento, Paramount, Normandie, Atlas, Select Lavalle, Ranacimiento o Concorde y el Iguazú. Entre ellos estaba, también, la galería Corrientes Angosta que contaba con salas para los espectadores del cine para adultos de carácter condicionado.
A veces, dicen, el tiempo pasado fue mejor. Lejos quedaron las épocas en las que para ir de una esquina a otra de Lavalle se demoraba media hora debido a las multitudes que pugnaban por ingresar a las salas. La angostura de la calle, similar a la de una arteria de una ciudad organizada con rigurosidad colonial, hacía colapsar la circulación peatonal muy fácilmente. “Cuando dos cines enfrentados terminaban la función al mismo tiempo, era imposible cruzar de una vereda a otra”, recuerda Oscar Martínez, un histórico proyectorista, actual encargado del mantenimiento de las seis salas en que se transformó el Monumental, hoy perteneciente a la cadena Multiplex, el único cine que sigue abierto, sobreviviente estoico a todo tipo de embates sociales y a las cambiantes dinámicas de consumo de entretenimiento.
Los edificios de las salas eran de dimensiones hoy impensadas, y albergaban, en promedio, más de 1200 butacas cada uno, esparcidas en platea, pullman y súper pullman. Suena a ciencia ficción, como aquel ET estrenado en el Select.
Matinée, vermouth, primera noche, segunda noche y los sábados trasnoche. Las “secciones” no siempre eran “en continuado” como sucedía en los reductos de barrio. Los martes era el “día de damas”, oficializado con descuentos para las señoras que se decidían por visitar las salas sin estar acompañadas por un caballero. ¿Estaría de acuerdo Simone de Beauvoir con este “privilegio” que encerraba una diferenciación de género hoy insospechada?
Una postal rancia
Si a Lavalle se ingresa por Florida, a la altura del 669, la carcasa intacta del frente del Luxor prologa una galería comercial con la mayoría de sus locales vacíos. Puñalada trapera del sinsentido de no ser.
Si se decide comenzar el recorrido desde Carlos Pellegrini hacia el sur, la primera cuadra tampoco ofrece un panorama alentador. En Lavalle 940, el edificio majestuoso del Iguazú se conserva intacto, pero ya no se proyecta cine. Allí se llevan a cabo las reuniones de los feligreses que asisten a la Iglesia Universal del Reino de Dios.
Desde las puertas de vidrio se observa el hall con sus mármoles relucientes y una platea inmensa con sus butacas apuntando a un escenario que envidiaría más de un empresario teatral. Hace un momento ingresó el pastor que subió una escalera inmensa que conduce al pullman y a su oficina. Aposentos religiosos sin aroma a incienso. Amén y pare de sufrir. Antes de construirse el cine, aquí se levantaba la mansión de la familia Anchorena.
Enfrente del actual templo, un gimnasio y una cadena de farmacias tomaron los edificios de las salas del Concorde y el Select Lavalle. Las construcciones fueron modificadas y casi nada indica que allí han funcionado salas de cine. “¡Cambio, cambio!”. El grito en busca de inversores se amasa con una canción de Miley Cyrus despedida a todo volumen por un local que vende panchos. ¿La música estridente acelera el deseo de devorar pan con salchicha y mostaza? En la esquina con Suipacha, un edificio de estilo luce una placa en su ingreso: “Aquí nació Bartolomé Mitre”. Unas cuadras más allá, también estaba el palacete de Dardo Rocha. Los contrastes mandan.
Al 800, dejando atrás Suipacha, una anciana, que amaga caer de bruces por la inclinación de su columna, camina ayudada por su bastón y ofrece paquetes de pañuelos de papel. Si se compran tres, ella cobra dos. Promociones que le dicen. El voceo apunta al suelo, la octogenaria no puede elevar su mirada.
Más allá, una familia entera con cuatro niños pequeños está acomodada en el umbral de un negocio que se ofrece en alquiler. “Me ayuda por favor”, dice la mujer, mientras los chicos corretean, haciendo de Lavalle su patio de juegos sin hamacas ni calesitas y con todos los riesgos posibles. Es la hora de la escuela.
No son pocos los letreros que buscan arrendatarios. Además, de las salas de entretenimiento, son varios los negocios cerrados. La merma del movimiento de gente, consecuencia de la pandemia, dejó desierto al Microcentro de la ciudad, razón por la cual se busca reconvertirlo en un barrio residencial. “¡Cambio, cambio!”.
Esta cuadra, acariciada por Suipacha y Esmeralda, es la que aglutinaba la mayor cantidad de salas. En estos cien metros se emplazaban el Atlas, Normandie, Sarmiento, Alfa, Paramount, Electric y Trocadero. No quedó ninguno.
Los edificios del Sarmiento y el Alfa fueron unidos para albergar una feria, pero ni bien bajaron el telón fueron acondicionados como sala de bingo. También es una feria el Trocadero, que aún conserva el declive de la platea y las balconeadas del pullman que daban al foyer principal.
En estos mercados sin frutas, verduras ni carnes, montados con puestos de paredes desmontables se puede adquirir desde zapatillas hasta ropa interior o contratar una sesión de masajes que serán realizados a la vista del transeúnte. Para el escaso números de turistas, algunos comercios ofrecen souvenirs con temática tanguera o con reproducciones del Obelisco. Hay de todo en estas boticas de ramos generales cuyos comercios más alejados de la calle lindan con el espacio contorneado, aún visible, donde se colgaban las viejas pantallas blancas que ocupaban todo el ancho del edificio.
Los mármoles de las paredes y los huecos de las antiguas boleterías son huellas indelebles del destino primigenio de estos edificios que se construían respondiendo a los lineamientos del art decó, el racionalismo o el brutalismo. Joyas venidas a menos y sin cumplir con la función para la que fueron creadas.
El Trocadero cerró en noviembre del 2001, luego de intentar recuperar costos ofreciendo las entradas junto con un sándwich modesto y un vaso de gaseosa por $4.50. Ingresar a la feria que alberga su edificio entristece. Hay que desandar varios metros para tocar el otro extremo. Las salas eran tan grandes que llegaban hasta el corazón de la manzana y tenían una altura similar a unos seis o siete pisos de un edificio convencional.
Con empeño, el cine se revela. No quiere ser lo que es. A pesar de su presente cachivache deja intuir su imponente garbo, como esas señoras paquetas venidas a menos que aún lucen sus viejos tapados con olor a naftalina y alguna mordedura de polilla. “Aquel tapado de armiño, todo forrado en lamé”, entonaba Carlitos Gardel, que nunca vio la peatonalización de Lavalle, invento de los setenta que la identificó para siempre. Cuando estuvo habilitada para el tránsito vehicular, también los tranvías utilizaban una de sus márgenes para circular pegados al cordón.
“Después de la función, pruebe la pizza de Roma”, se leía en los programas de los cines impresos en papel y entregados en mano por los acomodadores, cuando el código QR no estaba en los planes de nadie. La emblemática pizzería sigue abierta, desafiando al tiempo y sus crisis. En neón bien grande aún se lee su nombre. El plan perfecto era ir al cine y después pasar por la Roma para saborear una grande de muzzarella con fainá. Aún es posible.
En el Trocadero entraban 1700 personas y la capacidad del Sarmiento era de 1500 butacas. Los viernes, sábados y domingos, las localidades se agotaban. Pegado al Atlas y enfrentado a la pizzería Roma, una sala de gran altura mantiene sus persianas cerradas. Espiando a contraluz, se puede observar el hall más o menos igual a como fue diseñado. En lo alto, bien arriba, mirando con soberbia a los transeúntes que no le dan corte se lee Normandie, otro clásico de esta calle que albergaba los estrenos que luego pasaban a los cines de barrio que en las publicidades eran mencionados con el genérico ñoño “y simultáneos”.
El caso Atlas
A la altura del 869 estaba el Metropol, luego convertido en el Atlas. Allí, el 24 de mayo de 1973 se estrenó Juan Moreira, la maravilla dirigida por Leonardo Favio y protagonizada por Rodolfo Bebán. A la primera función asistió el presidente electo Héctor Cámpora. En esa misma sala se dio Camila, otro clásico argentino dirigido por María Luisa Bemberg.
El cine Atlas, nacido en 1966, es una pieza arquitectónica admirable, fruto del talento del arquitecto Alberto Prebisch, también responsable del Gran Rex y del Obelisco. Fiel al estilo de su ideólogo, el Atlas es racionalista, con economía de elementos de ornamentación.
Aún se puede percibir la imponencia del Atlas ya que su edificio se encuentra perfectamente conservado por la Iglesia Internacional de la gracia de Dios. Ante el pedido de LA NACION, amablemente un muchacho con acento brasilero permite ingresar para vivenciar de cerca la majestuosidad de la sala.
El hall inmenso como la sala cuenta con una instalación para poder orar. Sobre las puertas ya no se lee Atlas en la marquesina, pero se anticipa el tono con el que los feligreses podrán dialogar con Dios: “Show de la fe”.
Si bien las butacas fueron renovadas, se conservan los telones que cubrían la pantalla curva de 23 metros de ancho, la más grande de Lavalle. Esta sala es una verdadera joya. En el escenario está instalado el púlpito sin cruces, santos ni vírgenes que lo secunden. La puesta en escena es más cercana a una conferencia que a un rito religioso.
Camino al Bajo
Al 700, Lavalle se engalanaba con las salas del Ambassador, París, Rose Marie, Ocean, Arizona (como el buque hundido en Pearl Harbor) y con el indestructible Monumental, el único cine que aún funciona y que está dividido en seis salas, bajo la administración de la conocida cadena Multiplex. A los dueños habría que homenajearlos con alguna placa que refleje el riesgo y el amor por el cine.
Oscar Martínez (émulo del actor) se encarga del mantenimiento del Monumental. Debutó en el mundo cinematográfico como proyectorista del cine Armonía, que estaba ubicado en Rivadavia y Misiones en el barrio de Once y que ya tampoco existe. “Ahí me dieron el carnet de operador”. Martínez no puede evitar quebrarse ante el dolor de ver a la calle de los cines en el ocaso: “Camino por Lavalle desde que era un niño, porque mi padre fue acomodador del Electric y mi tío del Hindú. Para los que conocimos aquella época dorada, el panorama actual es deprimente, es muy feo a lo que hemos llegado”.
Martínez explica que la sala 1 del Monumental ocupa la vieja platea y que aún conserva el escenario intacto. En el hall hay puestos de golosinas y panchos. La vieja elegancia del cine se contrapone a un foyer multicolor que busca atraer al público. “Esta gente hace mucho esfuerzo por mantener el cine abierto”, reconoce el proyectorista refiriéndose a los actuales dueños del Monumental, sala que alguna vez también funcionó como teatro.
El Monumental cuenta con una sala 4D y butacas de última generación. Una osadía en medio de la aridez. Este cine, inaugurado en 1937, fue bautizado como la “catedral del cine argentino”. Acá se estrenaban los clásicos de la producción nacional. Ante el silencio de la mañana, basta cerrar los ojos e imaginar entrando por allí a Mirtha Legrand, Luis Sandrini, Zully Moreno, Juan Carlos Thorry o Mecha Ortiz.
Enfrente, el Ambassador tuvo peor suerte que el Monumental. Sus persianas están bajas y aún puede identificarse el esqueleto de la estructura que sostenía el letrero vertical con su nombre que era visto desde la 9 de Julio. Una página web lo ofrece en alquiler acompañado por imágenes que muestran su interior desmantelado. Según dice el aviso, el predio es de 2900 metros cuadrados y la renta asciende a diez mil dólares. ¡Cambio, cambio!
En el Ambassador ya funcionó un gran comercio que arrasó con butacas y elementos de ornamentación. Sobreviven las dos escaleras de peldaños de mármol que ascendían al pullman en un hall que ya no tiene puertas y del que penden unas banderas argentinas. A pesar que la “catedral” estaba enfrente, acá también se dieron producciones de factoría nacional. Acá se estrenaron Una novia en apuros (10 de marzo de 1942) o La guerra gaucha (20 de noviembre de 1942), de Lucas Demare y protagonizada por Enrique Muiño, Francisco Petrone, Ángel Magaña y Amelia Bence, aquella actriz que se decía que tenía “los ojos más lindos del mundo”. La sala, que contaba con 1500 butacas, cerró en 1998, la producción extranjera Mulán fue el último título exhibido.
“Caramelos, chocolates, maníes”. Solo basta apoyarse en las persianas bajas y grisáceas de alguna sala para sentir el cantito acompasado de los vendedores de moñito y bandeja en mano. Que tiempo aquel en el que las localidades eran numeradas y había que elegirlas del tablero que colgaba en la boletería. Si el letrero de “localidades agotadas” buscaba truncar la salida, con una propina, viveza criolla mediante, el boletero sacaba de debajo de la manga unos tickets reservados para la ocasión.
Para ver las de Isabel Sarli había que haber cumplido los 18. “Prohibido para menores”. La leyenda despertaba todo tipo de ratones. Otra vez la trampa ingenua de corruptela doméstica. Unas moneditas de más al boletero y a disfrutar de los senos turgentes de la Coca y experimentar los primeros cosquilleos del sexo. “¡Cambio, cambio!”.
En 1960, en pleno apogeo de Lavalle, se estrenó Sábado a la noche, cine, film de Fernando Ayala que fue todo un homenaje al fenómeno popular.
Más allá de Lavalle
Caprichos del destino, la avenida Corrientes, calle paralela prima hermana de Lavalle, pero dedicada al teatro, vive un presente mejor. El Astros está sin programar, pero de pie. Carlos Rottemberg mantiene lustroso al Multitabarís de tres salas con una marquesina que anuncia éxitos como Brujas y ART. El Opera y Gran Rex imponentes reciben los conciertos de música. Y, pegado al Obelisco, El Nacional hoy alberga a la comedia Inmaduros, uno de los sucesos de la temporada, aunque enfrente están los vestigios arquitectónicos de los coquetos cines Plaza y Adam, también desaparecidos.
A diferencia de Corrientes, las calles transversales a Lavalle no se privaron del mismo ocaso. Por Esmeralda, ya sin el Odeón en esquina con Corrientes y el Real a mitad de cuadra, brilla el Maipo, otrora “catedral de la revista porteña”, pero por Suipacha el panorama no es el mejor. Del Cinema Uno no hay vestigios, una obra en construcción anuló sus raíces, el Biarritz fue transformado en un gran depósito y del Gran Suipacha quedan las ruinas visibles del Complejo Tita Merello, que pertenecía al Instituto de Cine y Artes Cinematográficas. Frenarse frente a los vidrios de sus puertas tamizados por el polvo es toparse con la decadencia del fracaso. “Descuento a jubilados”, aún se lee impregnado sobre los cristales. La foto de Mirtha Legrand, que le daba nombre a una de las salas, cuelga enclenque pidiendo piedad. A lo lejos, haciendo visera con las manos, se puede observar la platea de la sala de planta baja. Intacta. Butacones rojos que ruegan no desaparecer y volver a sentir el murmullo de un hall lleno de gente que pugna por entrar. Hoy una escena digna de la mejor ficción esperanzada.
En todas las salas de Lavalle y las calles transversales se estrenaban las películas de la época de oro del cine nacional y aquellos tanques de la industria pochoclera de Estados Unidos. El cine arte estaba reservado para los cines de Corrientes cuyos nombres comenzaban con la letra L: Losuar, Lorena, Lorraine y Lorca (el único abierto), donde se podía ver emblemas como El acorazado Potemkim o La Strada.
Si bien hubo salas más allá de Florida camino a Leandro N. Alem, lo cierto es que el Luxor, de estilo racionalista, era la última sala grande de Lavalle. Ubicada en Lavalle 663, entre Maipú y Florida, tenía reminiscencias egipcias y ornamentaciones de animales africanos.
Lavalle ya no es Lavalle. Los oficinistas no abundan. Tiempo de home office y hasta de take away, como anuncia la pizzería Roma. De noche, no hay neones y algún raterito amarga el paseo. “No me quiero morir sin ver a Lavalle llena de gente y con los cines funcionando”, se ilusiona Roque, un jubilado de ochenta y largos que fue lustrador de zapatos y cada tanto se acerca a tomar un café con los “muchachos”.
Aún en algunas esquinas hay coquetos bares y hasta alguna tradicional casa de camisas se niega a desaparecer. La iluminación led ovalada se empeña en darle oxígeno a una arteria moribunda. Tiempos de resistencia y acaso de esperanzarse con un utópico renacimiento.
Caminar por Lavalle es toparse con el crepúsculo de una calle que merece volver a amanecer. Los esqueléticos edificios de los cines añoran su resurrección. A veces, el devenir de los tiempos no es sinónimo de progreso. Se sabe, todo se modifica y no siempre para bien. “¡Cambio, cambio!”.
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