La inteligencia artificial y los robots están hoy presentes en casi todas nuestras actividades. Desde los asistentes por voz hasta los automóviles autónomos y los telemarketers son hoy controlados por esta fascinante disciplina digital. Pero las máquinas pensantes no son lo que esperábamos y plantean un desafío inédito. ¿Van a quedarse con todos nuestros trabajos?
¿Qué es la inteligencia artificial? Es aplicar el enorme poder de cómputo de las computadoras para la resolución de problemas.
Por poder de cómputo se entiende la capacidad bruta de una computadora para realizar operaciones aritméticas. En poco más de 30 años, el costo de esa capacidad se redujo 200 millones de veces. A esa escala, un auto de alta gama costaría hoy unas cuatro diezmilésimas de dólar. Pero, aunque esto impresiona, hay un dato más revelador. En 1984, la supercomputadora Cray-2, una de las más célebres de la historia, pesaba dos toneladas y media y se vendía a 18 millones de dólares.
Hoy, una PlayStation 4, que cuesta unos 400 dólares en Estados Unidos, es alrededor de 2000 veces más potente. Así que nuestro auto de alta gama no solo tendría un precio de casi cero (cuatro diezmilésimas de dólar), sino que podría llegar a la Luna en un segundo. Dato no menor: una PlayStation acusa en la balanza alrededor de dos kilos. En consecuencia, además, nuestro coche pesaría menos de un gramo.
A decir verdad, hay muchos aspectos técnicos que vuelven la comparación de arriba algo injusta para la Cray-2, la más hermosa e icónica de las supercomputadoras de su época. Pero el hecho es que hoy estamos en condiciones de poner una capacidad de cómputo inmensa en un dispositivo del tamaño de una caja de zapatos. ¿Cuán inmensa? Una PlayStation 4 realiza 1,84 billones de operaciones de coma flotante en un segundo. Grosso modo, a una persona le llevaría 60.000 años hacer esa cantidad de aritmética. Somos mejores, eso sí, en otras áreas.
El hecho es que un auto con una computadora de 2,5 toneladas sería inviable. Pero si pesa 2 kilos, es una posibilidad cierta y por eso los vehículos autónomos hoy recorren sus primeros kilómetros en calles y rutas reales. La preocupación por la aparición de Uber no toma en consideración un dato elocuente: en agosto de 2016, la polémica compañía adquirió Otto, una empresa estadounidense que fabrica camiones autónomos.
Que la inteligencia artificial (IA) resuelva problemas no es algo nuevo. Como disciplina, una de sus ramas más activas en la actualidad, la neurocomputación, nació en 1943, con la publicación de un trabajo sobre redes neuronales de Warren Sturgis McCulloch y Walter Pitts. En la práctica, las fábricas se han ido automatizando cada vez más desde la década del 70. La diferencia es que ahora una supercomputadora puede instalarse en un automóvil. O en un celular. O en la nube de internet. Y hay todavía otra cuestión, tanto o más disruptiva.
A las redes neuronales y el aprendizaje automático (más sobre esto enseguida) se ha venido a sumar otro asunto, del que se suele hablar poco, pero que está alterando muy rápidamente todo el escenario: los sensores.
Un smartphone es capaz de saber, con precisión de GPS, en qué parte del mundo se encuentra. Puede, además, ver su entorno mediante sus cámaras; ciertos modelos poseen visión térmica. Con el micrófono oye los sonidos del ambiente y también es capaz de detectar campos magnéticos, la presión atmosférica, la temperatura y humedad ambientes, los movimientos a los que se lo somete y si algo se le aproxima. Así que, además de pensar más rápido, las máquinas han alcanzado un rasgo que hasta hace poco era exclusivo de la mayoría de los seres vivos: la percepción.
Dos miradas al futuro
Dicho más simple, la IA es ahora capaz de salir de las fábricas y empezar a ocuparse de casi todas las tareas nacidas de la Revolución Industrial, e incluso muchas de las que practicamos desde los inicios de la civilización, como la agricultura.
"El software está impactando mucho en los trabajos de la clase media, pero la robótica va a causar un cambio social mucho mayor -decía en 2016 a LA NACION Matt Barrie, fundador del sitio Freelancer.com-. Basta mencionar el software para conducir vehículos, que va a afectar a todos los trabajadores involucrados en la industria del transporte: colectiveros, taxistas, camioneros. Lo mismo puede decirse de la mayoría de los trabajos manuales".
Es más: las cosechadoras autónomas, aunque todavía en etapa experimental, ya no son una fantasía de películas como Interstellar. John Deere, Case IH y New Holland, entre otras, ya están probando sus prototipos. Con todo, Barrie es optimista y sostiene que las nuevas tecnologías crean más y mejores empleos que los que destruyen.
Pero en esta oportunidad las cosas podrían ser diferentes. "El avance de las máquinas sobre el empleo se está discutiendo desde la época de la Revolución Industrial -explica Hugo Scolnik, matemático, fundador del Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA y experto en IA-. Pero creo que esta vez no alcanza con cambiar los perfiles de lo que la gente tiene que estudiar, sino que va a llevar inexorablemente a un cambio del modelo económico capitalista tradicional. Porque, supongamos, llevándolo al extremo, si automatizás el 90% de la producción de bienes y servicios, ¿a quiénes se los vas a vender?"
La respuesta es evidente. Si el desempleo se va de escala, no habrá clientes. Sabemos desde hace mucho que es imposible establecer un techo para los avances técnicos. El progreso tecnológico está en nuestro ADN. Así que, si la IA y la robótica plantean un serio conflicto social, la solución va a ser, indefectiblemente, política y económica.
Durante mucho tiempo recluida en el claustro académico, hoy llevamos la inteligencia artificial, literalmente, en nuestros bolsillos. Los asistentes por voz (como Siri, de Apple); los avisos que Google coloca en los sitios de sus clientes; lo que vemos (o no vemos) en Facebook; el cálculo de riesgo crediticio, y los pronósticos bursátiles operan con alguna de las numerosas técnicas de IA. Tiene sentido, porque estas tareas requieren una escala fabulosa, imposible de realizar por trabajadores humanos.
"En nuestra plataforma se venden un millón de productos por día -observa Daniel Rabinovich, director de tecnología de MercadoLibre.com-, ¿cómo podríamos evaluar el costo del flete de todos esos objetos de forma manual? En lugar de eso, empleamos redes neuronales que miran la foto del producto por despachar, estiman su peso y tamaño y, así, calculan el costo del envío".
Los robots también están saliendo de las fábricas. De hecho, ya han llegado a muchos hogares, aunque sin la pompa de la ciencia ficción. En 1990, surgida del Instituto de Tecnología de Massachusetts, nació iRobot. La compañía ya ha vendido 20 millones de sus aspiradoras autónomas, las Roomba, lanzadas en 2002. Cuestan unos 500 dólares en Estados Unidos. Usan IA y sensores para hacer un trabajo impecable, literalmente.
En rigor, vivimos en un mundo en el que la inteligencia artificial controla cada vez más procesos; en general, de manera totalmente transparente. A veces, no obstante, conduce a resultados catastróficos. En marzo, Elaine Herzberg fue atropellada por un coche autónomo de Uber. Se convirtió así en la primera víctima fatal de un auto robótico. Su nombre se asocia ahora con el de Robert Williams, un trabajador de Ford que en 1979 fue aplastado por un autómata industrial.
Existen varias técnicas para que una computadora pueda resolver un problema, que es la noción más básica detrás de la IA. Desde jugar a las damas (fue el primer proyecto concreto, en 1956) hasta el reconocimiento de imágenes. Se publican 100 millones de fotos por día en Instagram, ¿de qué otro modo podría Facebook (dueña de Instagram) fiscalizar que todo ese contenido respeta las normas de uso si no mediante IA?
La suerte de la inteligencia artificial ha sido un subibaja. A las etapas de euforia siguieron caídas estrepitosas, como la que precipitó el paper que publicaron Marvin Minsky y Seymour Papert en 1969. Aseguraban allí que las redes neuronales nunca podrían sintetizar el operador lógico XOR (O exclusivo), cuya función es central en la electrónica; por lo tanto, había que descartarlas. Luego se descubrió una forma sencilla de sintetizar el operador XOR y la investigación sobre redes neuronales (hoy, una de las técnicas más empleadas) volvió a recibir financiamiento.
La otra técnica muy usada hoy es el aprendizaje automático (machine learning, en inglés). Watson, un sistema desarrollado por IBM, es capaz no solo de comprender el lenguaje humano, incluyendo sus sutilezas e ironías, sino que puede leer un millón de libros por segundo. Derrotó así, en 2011, a dos de los campeones del popular concurso televisivo de preguntas y respuestas Jeopardy! y se llevó el botín de un millón de dólares. En 2017, AlphaGo, un sistema de aprendizaje automático que hoy está en manos de Alphabet (Google), venció al campeón mundial de go, un juego cuya complejidad, se presumía, lo colocaba más allá de la capacidad de las computadoras actuales.
"Pero hay algo todavía más interesante -observa Scolnik-. Al primer AlphaGo se le habían enseñado, mediante aprendizaje automático, miles de partidas jugadas por humanos. A la nueva versión, en cambio, se le impartieron directamente las reglas del go. Le ganó a la primera versión por 100 a 0. El problema es que no tenemos idea de cómo lo logró. Alphabet tiene ahora un equipo de expertos estudiando lo que hizo la nueva máquina, porque, simplemente, no lo entendemos".
Con todo, la forma en que aprenden las máquinas es, de momento, muy diferente de la humana. "Los sistemas de aprendizaje automático más avanzados requieren miles de ejemplos para adquirir nuevos conceptos -explicaba en 2016 a LA NACION Greg Corrado, neurocientífico de Stanford y director de inteligencia aumentada de Google-, mientras que los humanos somos capaces de generalizar a partir de unos pocos ejemplos. Muchos animales pueden aprender de un número reducido de experiencias, pero los humanos parecemos particularmente buenos para generalizar a partir de una cantidad pequeña de experiencias. Las computadoras son enormemente ineficientes para aprender y solo reconocen patrones luego de ver algo un número abrumador de veces".
Pero hay todavía otras diferencias, aún más perturbadoras, entre la inteligencia humana y la artificial. Uno de esos fenómenos es lo que se conoce como comportamiento emergente. Scolnik participó con un grupo de la Facultad de Exactas de la UBA en el Mundial de Fútbol Robótico de 2002. Su equipo le ganó 8 a 1 al surcoreano. "Cada robot tenía una serie de leyes adentro -explica-. Por ejemplo, 'si no puedo patear al arco, entonces tengo que buscar un compañero que esté en mejores condiciones', y así. Dado un cierto número de axiomas, lo que surgía es lo que se llama comportamiento emergente. Es decir, un grupo de máquinas que empezaban a comportarse de una manera que resultaba inesperada. Y lo fascinante es que ese comportamiento además era, en términos futbolísticos, creativo".
Como es lógico, tendemos a humanizar la inteligencia artificial. La literatura y el cine no ayudan. Pero en la práctica, el desafío de los años por venir podría ser muy diferente de lo que venimos anticipando. Es verdad que las máquinas todavía no tienen algo equivalente a la conciencia; entre otros motivos, como explican todos los expertos consultados por LA NACION, porque ni siquiera tenemos una definición de qué es la conciencia. Pero dentro de las redes neuronales y los sistemas de aprendizaje podría estar formulándose no solo la capacidad para resolver problemas, sino también funciones psíquicas artificiales que nos resultarán por completo ajenas.
"¿Puede una máquina que juega al go salirse de ahí y empezar a preguntarse por el origen del juego y luego saltar al origen de la civilización y de sí misma? La máquina está restringida a la arquitectura que le dieron -razona Scolnik-. La cuestión es si aprenden a cambiar sus arquitecturas. Uno puede imaginar redes neuronales que creen nuevas redes neuronales en función de un objetivo que les planteamos. Ahora, el asunto es: ¿se van a crear sus propios objetivos? La verdad es que no lo sabemos".
Es un hecho que la IA tendrá un impacto colosal sobre el empleo (ver aparte), pero los dos futuros posibles que nos hemos planteado -uno en el que las máquinas son amistosas y otro en el que nos quieren exterminar- quizá no se parezcan en nada a lo que va a ocurrir. Tal vez nos encontremos con entidades inteligentes y, a la vez, incomprensibles. Todo indica que el camino más adecuado (lo hacemos a diario) es el de la cooperación máquina-humano. Ellas ponen la fuerza bruta del cómputo. Nosotros, la intuición, la creatividad y la empatía. Pero en el mediano y largo plazo es imposible saber adónde nos conducirá ese camino.
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