Esa noche Érica Fernández no pudo dormir. Las sirenas de los bomberos que sonaban a lo lejos interrumpían su descanso. Mientras daba vueltas en la cama, pensaba en esa escena que se le había aparecido en sueños toda la semana: su hermano Juan Carlos, el Chirola, el que hacía catorce meses que estaba preso, llegaba corriendo desde la calle con los brazos abiertos, como buscando un abrazo. "¡Pelada, soy libre!", le decía. Era un sueño feliz salvo por un detalle: detrás de él se acercaba una tormenta.
A las 6 Érica salió de la cama. Tomó unos mates y volvió a acostarse. No alcanzó a dormir mucho. Unos minutos después la despertó su marido.
–No le digas nada a tu vieja –le advirtió.
Érica leyó la noticia en el celular de su esposo. Esa madrugada había habido un incendio en la comisaría 3ª de Transradio, en el partido de Esteban Echeverría, donde estaba detenido el Chirola. Ya despierta, recordó las sirenas.
–Ahí está –dice ahora, ocho meses después de esa mañana, mientras prepara el almuerzo para sus hijas y sus sobrinos–. Esa era la tormenta.
***
La del 14 de noviembre de 2018 fue una tarde alegre y melancólica. Esa tarde, como todos los miércoles, el pasillo y las dos celdas de la comisaría 3° de Transradio estaban llenos de mujeres: las madres, hermanas, novias y esposas que una vez por semana visitaban a los detenidos. Antes de entrar las habían revisado en un cuarto, desnudas y con la puerta abierta. Con las manos enguantadas en látex, un guardia había desmenuzado la comida que habían llevado a sus familiares presos.
Fue una tarde parecida a otras: tomaron mate, charlaron y escucharon música. Durante cuatro horas la monotonía del encierro estuvo en pausa.
Con la caída del sol, las visitas se fueron y todo volvió a ser como siempre: 26 hombres encerrados en dos celdas de nueve metros cuadrados y en un buzón de castigo. Otro hombre, que había sido aprehendido esa tarde, estaba esposado en la cocina.
La tarde-noche de los días de visita es el peor momento en la vida de un preso. Es ahí cuando la alegría del reencuentro se convierte en melancolía. Esa noche, los hombres de la celda 1 la combatieron con jugo y pastillas que no habían sido detectadas en el control policial. Algunos se acomodaron para dormir, amontonados en colchones de gomaespuma o en cuclillas en los rincones. Cuatro se quedaron despiertos. Los acordes de cumbia retumbaban en toda la zona de calabozos y escapaban por una pequeña ventana horizontal que apuntaba a Camino de Cintura.
A la madrugada, la tristeza ya se había convertido en agite. Los guardias se pusieron furiosos.
–¿Qué pasa? –gritó uno–. ¡Bajen la música!
–¿Qué te pensás, que acá somos todos giles? –le contestaron.
Unos minutos antes de las 3, la música se apagó y la celda quedó a oscuras. Con el corte de luz, la situación se puso todavía más tensa.
–No somos giles, manga de putos, ahora vas a ver cómo te prendemos fuego todo –amenazó uno.
Los detenidos apilaron un colchón y unas mantas sobre la reja y uno de ellos arrimó la llama de un encendedor.
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"Empezó a arder todo. Las paredes se empezaron a calentar como si estuvieras adentro de un horno y nos empezamos a cocinar de a poco. Estaba todo negro, no se veía nada y el humo te quemaba la garganta. Quemaba todo lo que tocabas, el aire te quemaba. Todos gritando, pidiendo auxilio, pidiéndole a los encargados que abran las rejas. Nadie tiró agua en los 20 minutos que estuvimos ahí".
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Elías Soto tenía 4 años cuando empezó a jugar al fútbol en el Club Atlético Malvinas Infantiles, a unas cuadras de la casa de Monte Grande en la que se crio. A los 9 Matilde, su mamá, empezó a llevarlo a Temperley. Dos o tres veces por semana tomaban un tren y un colectivo hasta el campo de deportes. Al año siguiente ya jugaba en las inferiores de AFA.
A principio de los 2000, los Soto todavía vivían en lo de los padres de Matilde. Ella, sus padres y hermanos, el marido y los cuatro hijos. Martina, que ahora tiene 5, nació unos años después, cuando se mudaron al Barrio Federal que construyó el Estado.
Elías heredó el fanatismo por River de su papá. Al cumplir los 15 empezó a escaparse con los amigos para ir a la cancha. En esa época ya había dejado de entrenar. La Técnica Nº 4 de Llavallol, donde se graduó en la orientación de electromecánica, le demandaba gran parte de su tiempo.
Su mamá lo recuerda como un chico serio y silencioso.
–Hablaba muy poco, lo justo y necesario –dice Matilde, una mujer de unos 40 años, pelo lacio y oscuro cortado un poco más abajo de los hombros. Mientras ella repasa la historia familiar, entran a la casa dos de sus hijos. Ella tiene 15 y él, 18 años. Cada uno a su momento, la escuchan en silencio, esperan su turno para el mate, y después desaparecen hacia las habitaciones.
Al terminar la escuela, Elías empezó a trabajar. Colocaba y arreglaba aparatos de aire acondicionado. Primero con un amigo y después con el papá. Ese fue su trabajo hasta el 15 de julio de 2018.
Al relato de Matilde le faltan piezas. Cuesta entender cómo, una tarde de invierno, ese chico callado, estudioso y trabajador se calzó un arma en la cintura y se subió a la moto de un amigo. La policía los cruzó cuando salían de robar un supermercado chino en el centro de Monte Grande. El amigo logró escapar. Él intentó huir a pie; al verse rodeado, se entregó.
Cuando un chico es detenido es como si cayera presa toda la familia. Elías pasó los primeros dos meses en el destacamento de Las Colinas, en Monte Grande, donde estuvo en una celda con otros 18 hombres. Todas las tardes Matilde preparaba para su hijo un paquete con fideos, puré de tomate, milanesas o carne cortada sin hueso. Las madres y las esposas de los presos se turnaban para llevar dos veces por día la comida que compartían entre todos. Los días que le tocaba a ella, Matilde preparaba un bolso con remeras, pantalones, medias y calzoncillos que a la vuelta traía cargado de ropa sucia.
Matilde y Melany, la novia de Elías, se turnaban para visitarlo una vez por semana. El papá, los hermanos y las hermanas nunca pudieron verlo. En las comisarías y destacamentos solo permiten las visitas de mujeres mayores de edad.
A Elías se le había empezado a caer el pelo. Algunas mañanas despertaba con hormigueos en las piernas: en la celda había menos colchones que personas y por las noches compartían las camas o se acurrucaban en los rincones. De todos modos, Matilde recuerda esos dos meses en Colinas como los más tranquilos.
–Siempre hay una persona que maneja todo. El que estaba ahí era un señor mayor, que trataba que todos se llevaran bien –dice.
Ese hombre también gestionaba la relación siempre tirante y desigual con la policía.
Elías firmó un juicio abreviado en el que lo condenaron a poco más de tres años. Esperaba el traslado a un penal. Antes de eso, lo llevaron a Transradio. Y ahí todo era distinto.
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Desde una ventana enrejada de unos cuatro metros de ancho y 20 centímetros de alto, en Transradio los detenidos podían ver y oír un pequeño fragmento de la vida en libertad. Por esa abertura –casi a la altura del techo– se filtraba el ruido de los autos, colectivos y camiones que iban y venían por Camino de Cintura. Si se trepaban a los camastros o se hacían piecito entre ellos, incluso podían llegar a ver las veredas anchas de baldosas flojas, tierra y pasto, los vendedores ambulantes y el puente peatonal que atraviesa la avenida. Una típica postal del segundo cordón del conurbano bonaerense.
En noviembre de 2018, 116 de las 423 comisarías de la provincia tenían prohibido alojar presos por orden judicial. La de Transradio era una de ellas: entre 2011 y 2018, diferentes juzgados y tribunales emitieron seis órdenes de clausura que el Ministerio de Seguridad ignoró completamente.
Antes de la clausura, el cupo fijado por la policía en la comisaría de Transradio era de diez personas. La noche del 15 de noviembre de 2018 había 27 presos: doce en la celda 1, nueve en la celda 2, cinco en el buzón de castigo y uno más en la cocina que había sido aprehendido esa tarde. Algunos de ellos llevaban más de cuatro meses ahí.
La celda era un campamento permanente: bolsos colgados en las paredes, ropa tendida en una cuerda, mantas, platos, vasos y cubiertos, la comida que les llevaban sus familiares. El televisor y el reproductor de DVD estaban conectados a una zapatilla enchufada a un alargue que atravesaba la reja hasta la cocina.
En Transradio, como en la mayoría de las comisarías bonaerenses, faltaban colchones. Tampoco tenían ducha. Para bañarse usaban la canilla del baño de la que –cuando no se cortaba– salía agua fría y amarillenta, no apta para beber. En un anafe conectado al mismo enchufe que el televisor y el DVD cocinaban lo que les llevaban sus familiares.
La comisaría no cumplía con las medidas básicas de seguridad contra incendios. Los colchones, que por ley deberían ser ignífugos, eran de gomaespuma. Los únicos dos matafuegos que había en la seccional tenían las cargas vencidas y no había salida de emergencia. Por eso, el 15 de noviembre de 2018, cuando un detenido encendió un colchón para exigir que les devolvieran la luz, la celda se convirtió en una trampa mortal.
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"Les pedimos que abrieran la llave que prende la bomba porque no había agua, teníamos un bidón nomás que nos había traído la visita, y tiramos el bidón de agua pero no llegó a apagar. El colchón se cayó y ahí empezó a agarrar las sábanas, las cosas que teníamos colgadas, todos los bolsos colgados en la pared porque no había lugar".
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En la última visita, Jorge Ramírez estaba contento: unos días antes un juez había firmado su libertad. Al día siguiente volvería a la calle. Su familia lo esperaba en Entre Ríos. Unas horas antes de recuperar la libertad murió asfixiado en la comisaría. Junto a su cuerpo quedó tendido el de Eduardo Ocampo. Con 60 años, Eduardo era el más viejo de los detenidos.
Jeremías Rodríguez tenía 19 años y estaba preso por robo. Juan Bautista, de 59, esperaba el traslado a un penal hasta que lo juzgaran por estafas reiteradas. Los dos murieron unas horas después del incendio en el hospital Santamarina de Esteban Echeverría.
Al día siguiente murieron Elías Soto y Miguel Ángel Sánchez, de 31, procesado por tenencia simple de estupefacientes. Walter Barrios, de 21 años, padre de un hijo, agonizó cinco días en el hospital Eurnekian de Ezeiza. Llevaba dos meses en Transradio acusado de encubrimiento. Sus compañeros de celda le decían el Choco.
Juan Carlos "Chirola" Fernández falleció el 18 de noviembre en el hospital Evita de Lanús, acompañado por su familia. Tenía tres hijos y estaba detenido por robo calificado.
Carlos Corvera murió el 27 de noviembre como un hombre libre: el Tribunal Oral en lo Criminal 10 de Lomas de Zamora le concedió la excarcelación mientras estaba internado.
Martín Arguello, de 33, estuvo 26 días en el hospital Evita de Lanús. El 11 de diciembre se convirtió en el décimo muerto por el incendio. Blas Vera Martínez y Rodrigo Ozuna sobrevivieron y obtuvieron la libertad mientras estaban internados.
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"Se escuchaba un griterío realmente desgarrador. Yo nunca había escuchado un grito así. Y no había salida. No había dónde meterse, no había dónde correr. Los colchones prendieron muy rápido. Fue un tiempo corto pero muy desgarrador. Y de repente todo quedó en silencio".
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La Navidad de 2018, la familia Soto viajó a Misiones. Eran las primeras fiestas sin Elías y preferían estar lejos de casa. Al volver descubrieron que los amigos de su hijo habían pintado un mural en la esquina. En la pared dejaron estampada la imagen del chico con la camiseta de River junto a una frase, "Nadie es capaz de borrar mis recuerdos, nadie es capaz de matarte en mi alma", dos versos de "Pabellón séptimo (relato de Horacio)", la canción que el Indio Solari escribió sobre otro incendio carcelario, el del 14 de marzo de 1978.
Esa noche, una discusión con guardiacárceles por un televisor en el que los detenidos miraban una película derivó en una requisa violenta que terminó con un incendio que arrasó el pabellón 7° del penal de Devoto, en la ciudad de Buenos Aires. Aunque nunca hubo un recuento oficial, se calcula que al menos 64 hombres murieron calcinados, asfixiados o fusilados por los guardias. El gobierno militar habló del "motín de los colchones" y clausuró la investigación. En 2014 la justicia federal declaró los crímenes como delitos de lesa humanidad y ordenó reabrir la causa.
Doce años después de la masacre del pabellón séptimo, 35 personas murieron en la cárcel de Olmos. La Corte Suprema de Justicia de la Nación condenó a la provincia de Buenos Aires por las muertes: el fallo confirmó que en el penal había 3.000 detenidos cuando la capacidad era de mil. Las instalaciones eléctricas eran precarias, no había matafuegos y los presos tenían que usar calentadores para cocinar "ante la falta de suministro adecuado de alimentos".
La noche del 15 de octubre de 2005, en la víspera del Día de la Madre, los internos del penal de Magdalena, a 48 kilómetros de La Plata, empezaron a acondicionar el pabellón para los festejos. Prepararon comidas especiales y regalos. Casi al filo de la medianoche, dos detenidos se pelearon sobre cómo acomodar las mesas. Unos minutos después los penitenciarios entraron con perros y escopetas. Los presos prendieron un colchón para que dejaran de tirar. Los guardiacárceles retrocedieron y los dejaron encerrados: esa noche, 33 hombres murieron asfixiados.
La tarde del 2 de marzo de 2017 en Pergamino, una ciudad de casi 100.000 habitantes en el norte de la provincia de Buenos Aires, la temperatura rozaba los 30 grados. Los detenidos de la comisaría 1ª llevaban 19 horas castigados. No los dejaban salir a la matera, como llamaban al pequeño patio central, ni les entregaban la comida que les habían llevado sus familiares. A las 18:15 uno de los ellos encendió un pedazo de gomaespuma que había arrancado de un colchón. Los policías del Grupo de Apoyo Departamental entraron con cascos, escudos y palos. "Mamá vení rápido que nos mata la policía", escribió en un mensaje de texto uno de los presos. "Ana venite ya pa la comisaría que me van a matar se armó quilombo", avisó otro a su novia.
En Pergamino –como en Esteban Echeverría un año y medio después– los familiares se agolparon en la puerta de la comisaría. No entendían bien qué pasaba ni alcanzaban a ver la columna de humo que salía de la zona de calabozos, al fondo de la seccional.
Los policías demoraron 25 minutos en llamar a los bomberos. Cuando llegaron a la comisaría tuvieron que lanzar el agua a través de las rejas porque los guardias no encontraban las llaves de la celda. Después de apagar el fuego encontraron los cuerpos de los siete detenidos apilados en el baño. Las pericias demostraron que habían estado expuestos a temperaturas mayores a 500 grados.
Margarita Jarque coordina el equipo de abogados de la Comisión Provincial de la Memoria (CPM). Junto con Pedro Auzmendi, integrante del equipo jurídico que representa a varios de los familiares de las víctimas de Pergamino y Transradio, llegan a las oficinas de la CPM en La Plata con una pila de libros que parecen ladrillos. Son los informes que cada año elabora la CPM sobre la situación en las cárceles bonaerenses. Llevan años investigando el sistema de crueldad en las comisarías, alcaidías y penales de la provincia de Buenos Aires.
–Las comisarías no están preparadas para alojar personas más de 48 horas –explica Jarque.
En teoría, en esos dos días el Poder Judicial debe determinar si una persona es liberada o trasladada a una alcaidía o un penal.
En noviembre de 2018, cuando se incendió la comisaría de Transradio, había 1.021 camastros disponibles en comisarías de toda la provincia. El hacinamiento era –y sigue siendo– brutal: por cada camastro disponible había cuatro detenidos. En esos espacios reducidos con poca ventilación y luz natural, los presos pasan las 24 horas del día. Ahí cocinan, comen, duermen, van al baño y reciben a sus familiares. No tienen acceso a la salud, espacios de recreación ni posibilidades de trabajar o estudiar. En muchos casos ni siquiera cuentan con agua potable.
Las muertes en Magdalena y Pergamino no fueron suficientes para transformar las condiciones de detención en la provincia. Cuando en mayo de 2018, seis meses antes del incendio en Transradio, al ministro bonaerense de Seguridad Cristian Ritondo le preguntaron por el hacinamiento en las comisarías, contestó:
—Prefiero que los delincuentes estén adentro, aunque estén apretados.
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A Carlos Corvera lo detuvieron a 25 metros de su casa una noche que andaba borracho. Su hermana cuenta que se apoyó en la reja de la casa de un vecino y se cayó. Desde arriba, al dueño de casa le pareció que estaba intentando robarle la cortadora de césped y llamó a la policía. Un rato más tarde, Carlos estaba en la comisaría acusado de robo por efracción (rotura). Como ya tenía antecedentes, un juez le dictó la prisión preventiva.
Los primeros meses los pasó en el destacamento Nuestras Malvinas. En Monte Grande nadie lo llama por ese nombre. Le dicen "las manitos", por una escultura religiosa –dos manos en posición de rezo– que está en la esquina.
Los Corvera vivieron toda la vida cerca de la comisaría de Transradio. Carlos nació en 1993 y creció con sus cuatro hermanos en el fondo de la casa de su abuela.
–Mi viejo siempre se las rebuscó, nunca estuvo sin trabajo –cuenta Mariel, su hermana mayor–. Agarraba el carro y se iba con mi hermano al Mercado Central o a Capital. Traían verduras, juguetes, lo que la gente les daba en la calle.
Carlos cursó hasta séptimo grado. Varios años después se anotó en una nocturna para terminar el secundario. Ahí conoció a Daniela; se pusieron de novios y tuvieron a Ámbar, que hoy tiene 7 años.
Cuando cayó detenido, Mariel iba todas las semanas a verlo. Era la única que lo visitaba.
–Mi mamá no estaba preparada y mis hermanas estaban enojadas, pero después se fueron ablandando –recuerda.
El papá no podía entrar a verlo –solo una vez logró que uno de los jefes de calle de "las manitos" lo dejara charlar con su hijo reja de por medio– pero todos los días le llevaba pan y facturas de la panadería en la que hacía repartos.
En las tardes de visita, Mariel y Carlos se dijeron muchas cosas por primera vez.
–Creo que compartí más tiempo con él ahí que cuando estaba en mi casa –dice ahora, sentada a la mesa de la casa de Matilde, la mamá de Elías Soto–. Porque ahí adentro tenés como cuatro horas para hablar, confesarte cosas.
Después de dos meses lo trasladaron a Transradio. Ahí la tensión era constante: los detenidos se quejaban de que les robaban la comida, la ropa y los cigarrillos que les traían sus familiares, que los guardias los verdugueaban y que se ponían bravos cada vez que alguien los desafiaba. Cuando entraban los paleros, ellos sabían lo que tenían que hacer: ponerse la mayor cantidad de ropa posible para amortiguar los palazos.
Hasta el 15 de noviembre de 2018, Matilde y Mariel nunca habían hablado. Ninguna recuerda haber visto a la otra en las visitas de los miércoles. Matilde pasaba las tardes tomando mate con Elías en la celda, sentados en uno de los camastros de cemento.
Mariel y su hermano Carlos se quedaban en el pasillo que comunica la entrada a la zona de calabozos con las celdas. Las dos puertas –la de la celda y el chapón de ingreso al pasillo– estaban siempre cerradas con llave.
Esta tarde, Matilde y Mariel visten remeras estampadas con las fotos de Elías y Carlos y la palabra Justicia. A sus espaldas, junto a un portarretratos con fotos familiares, cuelga un almanaque detenido en el 15 de noviembre de 2018, el día en que sus vidas cambiaron para siempre.
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"Los compañeros de la celda 1 gritaban ‘¡por favor, ayuda, abran la puerta que nos estamos prendiendo fuego’. Y no podíamos hacer nada, se estaban prendiendo fuego y no pudimos hacer nada".
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Desde 2012, la tasa de encarcelamiento en la provincia se mantiene en constante aumento. En seis años creció un 56%, y la cantidad de detenidos en comisarías pasó de 894 a 4.052. En 2014, el gobierno de Daniel Scioli dictó la emergencia en materia de seguridad y una resolución que rehabilitó los calabozos que habían sido clausurados tres años antes. La consecuencia fue el aumento de la tasa de encarcelamiento y el agravamiento de las condiciones de detención.
En 2015, el gobierno de María Eugenia Vidal consolidó esa política y dictó una nueva emergencia en seguridad. El agravamiento en las condiciones de detención tuvo consecuencias brutales: entre 2012 y diciembre de 2018, 119 personas murieron en comisarías bonaerenses. La principal causa de muerte fueron los incendios: esta lista incluye a los diez muertos de Transradio.
Durante los primeros meses de investigación, el fiscal Fernando Semisa apuntó a las responsabilidades inmediatas del incendio. Tomó declaraciones a sobrevivientes, policías y bomberos y confirmó que quienes iniciaron el fuego fueron los detenidos de la celda 1. La causa parecía cerrarse.
Desde la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) insistieron para que se investigaran las responsabilidades funcionales y políticas. Es decir, a los responsables de que hubiera 26 detenidos en una comisaría clausurada que solo tenía espacio para diez. También a aquellos que –contra lo que dice la ley– permitieron que los detenidos durmieran en colchones de gomaespuma y que los matafuegos tuvieran la carga vencida.
En mayo de 2019, a seis meses del incendio, la CPM recusó al fiscal Semisa por "falta de imparcialidad, objetividad y equilibrio en la investigación". El planteo fue rechazado por el juez de la causa y la Cámara de Apelaciones, pero tuvo sus efectos: en el último mes, el fiscal reactivó la investigación y citó a una veintena de policías –varios de alto rango– para conocer cómo funciona el sistema a partir del cual se asignan los cupos en las comisarías y la compra de colchones. Hasta ahora solo declararon los responsables de las áreas administrativas. Quienes están en la línea de toma de decisiones faltaron sin justificación.
–A partir de las declaraciones quedó en claro que no hay una política para pensar la problemática de las detenciones en comisarías en esas condiciones –explicó Jarque.
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"Empezaron a sacar a los detenidos de la celda 1 arrastrándolos. Inconscientes, desmayados. Sacaron a uno de los chicos quemados en carne viva y lo esposaron. No sé para qué, el pibe no iba a ir a ningún lado. Lo dejaron en el patio y se murió ahí esposado".
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El último miércoles Matilde no fue a ver a su hijo. Ese día le tocaba a Melany. A la mañana siguiente un llamado de su hermana la despertó. Angustiada, le contó que había ido al hospital y no la dejaron pasar porque estaban atendiendo a un grupo de presos de Transradio con quemaduras. La tía de Elías intentó saber más, pero nadie le dio información.
Matilde fue la primera en llegar a la comisaría. Desde la puerta vio cómo se llevaban a un grupo de detenidos y pensó que podrían estar trasladando a su hijo a otra comisaría. Todavía no lo sabía, pero Elías ya estaba en el hospital.
–Lo sacaron de la celda inconsciente y lo tiraron en la cocina –dice y busca una foto en su celular.
En la imagen se ve a dos chicos sobre un piso de baldosas amarillas. Uno de ellos tiene un pantalón negro, el buzo arremangado hasta el pecho y las manos enrojecidas, como en carne viva. El otro chico viste un jogging gris y una remera roja de manga corta, las manos unidas por las esposas, que brillan metálicas. Los dos están irreconocibles por las marcas del fuego y el humo, pero la mujer sabe que el de remera roja es su hijo. Señala el tatuaje en el antebrazo. En letras mayúsculas se lee su nombre: "Matilde".
La mujer interrumpe su relato para pedirle a Martina, su hija más chica, que baje el volumen del televisor. La nena mira los dibujitos sin prestar atención a lo que cuenta su mamá.
El último cumpleaños que Martina pasó junto a su hermano Elías quedó registrado en una foto. Él viste un buzo Adidas de River y una gorra de la selección argentina. Con su brazo derecho –el mismo del tatuaje– abraza a la hermanita que acaba de soplar las velitas. Los dos miran a la cámara: se los ve felices sentados frente a una torta decorada con confites de colores. Debajo del portarretratos que enmarca esa imagen, una carta escrita con letra infantil dice: "Yo tengo un ángel en el cielo que extraño demasiado".
La foto y la carta son solo dos piezas del altar de recuerdos y restos de una vida que duró 20 años. Lo armó Matilde en el living de la casa en la que vivió con su hijo hasta el día que lo atrapó la policía. Sobre una tela amarilla junto al televisor se amontonan los recuerdos: fotos de su primera comunión, en el cumple del papá, con la novia o tirado junto a los bombos de River; el pañuelo a cuadros que llevaba al jardín con su nombre bordado en rojo, una gorra con los colores de su club, nueve pines que reclaman justicia por los muertos de las comisarías de Pergamino y Esteban Echeverría, y una rosa roja de plástico.
Detrás de los objetos, como telón de fondo, un banner de un metro y medio de alto cubre parte de la pared. Es un collage con más fotos de Elías en distintos momentos de su vida: de bebé, en el primer día de jardín, con el buzo verde del club donde aprendió a jugar al fútbol, con los abuelos. En la imagen central Elías sonríe a espaldas del mar, recuerdo de sus últimas vacaciones con amigos en Bombas y Bombinhas. La línea de tiempo en imágenes se corta con una foto con la mamá en la comisaría. El altar es la memoria viva de Elías y la promesa de Matilde de exigir justicia por la muerte violenta de su hijo.
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Érica pica ajo y perejil en la cocina de su casa de Monte Grande. Al costado de la tabla, una docena de pechugas de pollo están a punto de convertirse en milanesas. De pie frente a la mesada de la cocina hace un repaso por la vida de su hermano Juan Carlos, el tercero de una familia de diez hermanos.
–El Chirola era la oveja negra de la familia –dice–. Mi mamá lo mandaba en remís al colegio para que no tuviera malas juntas.
El método no funcionó. Al chico no le gustaba ir a la escuela. Llegaba hasta la puerta y se iba a dar vueltas por el barrio. A los 15 quedó libre y abandonó el colegio.
–Empezó a conocer la calle y la droga –dice Érica mientras acomoda el pan rallado en una fuente.
Una bombita de 60 watts ilumina el living y la cocina. Es de día pero afuera el cielo está cubierto de nubes cargadas de una lluvia que recién caerá a la tarde.
Celina, la mamá de Érica y del Chirola, camina por la casa con el celular en una mano y un cigarrillo en la otra. Está nerviosa: en una hora debe viajar para participar en una reunión de familiares con la Comisión Provincial por la Memoria.
La mujer se sienta a la mesa mientras espera que se cargue la batería del celular.
–Estoy furiosa –dice–. Estoy perturbada. Fueron 20 minutos.
Veinte minutos: ese tiempo duró el incendio en la comisaría. Celina fuma, toma un mate, llora y vuelve a fumar.
–La gente piensa que porque tenés diez hijos... –interrumpe la frase–. Uno no reemplaza al otro.
Érica pasa las pechugas por el huevo y el pan rallado y reconstruye las primeras horas después del incendio.
–Mi hermano estuvo tirado al lado de la puerta con los pies para el lado de adentro y la cabeza para afuera hasta las 6 de la mañana.
Desde la muerte de Chirola, la casa se llenó de chicos: las dos hijas de Érica ahora comparten habitación con los tres hijos de su hermano –dos nenas de 11 y 8 años y un nene de 6– que acaban de llegar de la escuela. En silencio, y después de dejar su mochila en el cuarto, la hija más grande de Chirola vuelve al living y se sienta en el futón. Tiene la campera puesta y se mueve suave, como intentando pasar desapercibida. Mientras simula ver televisión intenta escuchar la historia de su papá.
En 2017, ella y sus hermanos vivieron un tiempo en un hogar. A Chirola eso lo destruyó anímicamente, y sus hermanas creen que por eso "cayó de nuevo en la droga" y terminó detenido. Mientras estuvo en otra comisaría ganó peso, y cuando sus hijos salieron del hogar, aunque nunca pudo verlos, recuperó el ánimo. Pero cuando lo trasladaron a Transradio todo volvió a empezar: en cada visita, sus hermanas lo notaban más delgado y ojeroso. Para ellas era obvio que ahí había vuelto a consumir.
–Andá al cuarto con tus primos –le dice Érica a su sobrina cuando la ve, muda y atenta–. Acá estamos hablando los grandes.
La nena se levanta y se va a la habitación. Recién sale media hora después para ir a una excursión de la escuela con sus primos. En ese momento, Érica busca su billetera y saca media docena de documentos. Los revisa como un mazo de cartas. Mientras guarda los DNI de sus hijos y sus sobrinos, corta la tristeza con un chiste, como siempre hacía su hermano:
–¿Viste? –dice levantando la vista–. ¡Ahora soy mamá corazón!
Emilia Erbetta y Sebastián Ortega
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