Las escuelas y los chicos, otra vez los rehenes
Millones de padres se fueron a dormir anoche con un nudo en la garganta. Es el síntoma de una angustia colectiva que ha invadido a las familias tras el anuncio presidencial de un nuevo cierre de escuelas. Los padres creen, con razón, que el Gobierno les suelta la mano a sus hijos, se desentiende de ellos y los condena, una vez más, al aislamiento, a la pérdida de calidad educativa y, en muchos casos, al desamparo que implica la falta de escolaridad. Lo peor es que no pueden entender por qué.
El Presidente anunció que desde el lunes se cerrarán las escuelas del AMBA (el mayor núcleo urbano del país), sin explicar las razones de esa medida intempestiva. Fue una decisión a contramano de lo que el propio Gobierno había dicho unas horas antes. El ministro de Educación había subrayado, ayer mismo, algo que los padres saben por experiencia propia: las escuelas son lugares seguros, los protocolos funcionan y los índices de contagios son mínimos (casi insignificantes).
Entonces, ¿por qué se vuelven a cerrar? La falta de respuestas y argumentos refuerzan esa angustia social que anoche se reflejaba en las redes, en las conversaciones familiares y en algunas expresiones de protesta callejera. ¿Cómo explicarles a los chicos que desde ahora dejarán otra vez de ir al colegio, que se interrumpirá el reencuentro con sus maestros y sus compañeros y que, en lugar de avanzar hacia una “normalidad cuidada”, retrocedemos a la misma situación que nos condujo hasta acá?
Las escuelas vuelven a ser rehenes de una pasmosa improvisación oficial. Ya nadie entiende en base a qué datos y a qué opiniones se toman decisiones de este calibre. La chapucería ha quedado en evidencia: dicen una cosa a la mañana y otra distinta a la noche. Exhiben indicadores en una dirección y toman medidas en el sentido exactamente opuesto. Manejan cifras a la bartola y sin ninguna precisión. Se dilapida, así, el capital más importante para guiar a una sociedad en medio de la incertidumbre: el de la confianza y la coherencia. Con semejante falta de rigor se sacrifica nada menos que la educación y se condiciona el futuro de las nuevas generaciones.
El Gobierno no parece haber tomado nota de los gravísimos efectos que provocó la falta de presencialidad escolar durante todo el año pasado. Parece ignorar la terrible desigualdad que esa situación ha generado, así como los daños psicológicos, las secuelas físicas y los retrocesos madurativos que han sufrido millones de chicos y adolescentes por la falta de socialización, rutina y contención que solo puede proveer la escuela. Expertos de todo el mundo han reconocido que, para los alumnos, las consecuencias de no ir al colegio son más graves que las de la pandemia. Todas esas evidencias son miradas, por el Gobierno argentino, con una indiferencia que resulta indescifrable.
Al menos se debe una explicación: ¿A quiénes consultó el Presidente para adoptar esta medida?¿Quién recomendó cerrar otra vez los colegios? ¿En base a qué evidencia científica? Si vamos a declarar prescindible la educación en la Argentina, al menos deberíamos conocer los fundamentos. Al no estar claros los parámetros con los que se decide el cierre de los colegios por 15 días, es muy difícil imaginar su reapertura. Ya lo vimos en 2020: el Gobierno sabe cómo suspender las clases, pero no cómo reanudarlas. ¿De dónde nace la idea de que la educación no es esencial? Si tenemos claro que no se pueden cerrar los hospitales, ni las comisarías ni los supermercados ni las fábricas, ¿por qué suponemos que se pueden cerrar las escuelas? ¿Por qué se insiste en ver a la escuela como un foco de peligro y no como el espacio seguro y de contención que verdaderamente es?
La cuarentena del año pasado ya fue el resultado de una mezcla de apresuramiento, improvisación e incoherencia que ha mostrado, con dramáticas evidencias, su ineficacia para atenuar las curvas de contagios y de muertes. La cuarentena más larga y más estricta del mundo no ha salvado a la Argentina de la catástrofe sanitaria, pero sí ha profundizado la tragedia económico-social: más pobreza, más desempleo, más desigualdad. ¿Ha habido algún aprendizaje? ¿Se ha hecho una mínima autocrítica? ¿Se ha revisado la experiencia de este año con alguna dosis de honestidad intelectual? El último discurso presidencial no parece aportar, frente a estos interrogantes, respuestas alentadoras.
Hoy, el problema más grave es la falta de vacunas. Faltan en todo el mundo, pero acá faltan más que en Uruguay y más que en Chile, por mencionar a los vecinos. ¿Por qué no se acordó con el laboratorio Pfizer? Es otra pregunta que no tiene respuesta. Pero en medio de ese dramático paisaje, la ciudadanía ha asistido con estupor al impúdico espectáculo del vacunatorio VIP. ¿Cómo se explica la amable entrevista que el Presidente le concedió al emblema de la vacunación por acomodo? ¿Hay una prueba más contundente de la displicencia con la que el Gobierno ha asumido esta escandalosa desviación? No se puede prescindir de este contexto para comprender la angustia y la impotencia que hoy embargan a millones de familias.
Estamos atravesados por la incertidumbre y el temor. La pandemia ha sembrado un inmenso dolor y ha acentuado la vulnerabilidad de todos. Necesitamos liderazgos confiables, procedimientos transparentes, medidas razonables, argumentos y explicaciones serias. Necesitamos un Gobierno que aprenda de sus propios errores, que muestre humildad y capacidad de escucha, que apele al rigor técnico y no a la polarización, la improvisación y los slogans. Necesitamos un Estado eficiente y ético, no un Estado controlador, invasivo y vigilante. Necesitamos cuidar a nuestros hijos y vacunar a nuestros viejos. En medio de tantas necesidades, nuestros jóvenes se quedan sin el amparo de la escuela y la vacuna se administra con indolente opacidad. ¿Cómo no nos vamos a dormir con un nudo en la garganta?
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