Lapierre vuelve a cautivar con los contrastes de una India diferente
En su último libro, el periodista francés retoma su amor con la ahora potencia asiática
"Todo lo que no se da, se pierde", escribe, como si se tratara de una confesión de principios, el escritor y periodista francés Dominique Lapierre al comienzo de su último libro, recientemente llegado a la Argentina, India mon amour (Planeta).
Allí, con el intacto pulso narrativo de los grandes reporteros que saben cómo captar la atención, cuenta su gran historia de amor con la India: las aventuras extraordinarias a bordo de un Rolls-Royce, junto con su socio literario, Larry Collins, la primera vez que la recorrieron para contar su emancipación en Esta noche, la libertad; sus intercambios en el sur de Inglaterra con lord Mountbatten, el último virrey, y su cruzada humanitaria ejemplar en un país que lo subleva, pero que nunca deja de maravillarlo. Es en esa tierra de fuertes contrastes, donde lo sublime se funde con lo atroz, pero donde también, afirma, la belleza y la alegría se imponen a la miseria y la desigualdad.
Junto con su mujer, Lapierre destina desde hace 35 años la mitad de sus ingresos por derechos de autor para solventar una obra filantrópica a gran escala: Action Pour Les Enfants des Lépreux de Calcuta. Esa ONG ha curado a más de 2 millones de enfermos de tuberculosis y a 50.000 niños de lepra. Excavó 656 pozos de agua potable, cimentó escuelas, refugios y hospitales, y mantiene en funcionamiento cuatro barcos-dispensarios que socorren a los habitantes de las 50 islas del delta del Ganges.
Lapierre llegó incluso a desprenderse de su residencia en las afueras de Saint Tropez, y mudarse a una casa contigua de huéspedes para no cesar en su compromiso.
Con casi una veintena de títulos publicados, sólo con Collins vendieron unos 50 millones de ejemplares. Al suceso de ¿Arde París?, aquella pregunta trágica con la que Hitler esperó ver a la Ciudad Luz diezmada, lo sucedieron Oh, Jerusalem, sobre la creación del estado de Israel, O llevarás luto por mí, sobre la Guerra Civil española, y El quinto jinete, un retrato de Khadafy y el terrorismo nuclear, entre otros.
Pero fue con La ciudad de la alegría, llevada al cine, con la que Lapierre llevó su mensaje de solidaridad al mundo. Ahora, a los 80 años, tras sobreponerse a un cáncer, dice librar otra lucha "tanto o más ardua": la crisis europea le cortó drásticamente el flujo de donaciones y hoy enfrenta un déficit de un millón de euros, dentro de un presupuesto de 3 millones para poder continuar su ayuda humanitaria en la India.
–¿Qué empuja a un escritor consagrado a convertirse en un abanderado de la solidaridad?
–Después de radicarme dos años en Calcuta para escribir La ciudad de la alegría, mi encuentro con la madre Teresa me convenció de que podía ser tanto un autor de best sellers como un actor para cambiar las injusticias que denunciaba en mis libros y mis artículos. Y llevar también un poco de amor. Ella me mostró que la pobreza no es una fatalidad y que todos podemos contribuir para hacer de este mundo algo más justo.
–¿Cómo maneja la frustración de que su ayuda no pueda ser suficiente?
–Es que sin esa gota, el océano no es el océano. Salvar a un sólo niño ya es una victoria. En la fatalidad de la pobreza, hay siempre una ocasión de ser más grande que la adversidad. Y allí la adversidad es grande. Pero el hombre es más grande que la adversidad, como dijo Tagore. El problema ahora es que hay dos India: una emergente, rica, con un crecimiento anual del 8%. Y otra, con 200 millones de personas sin acceso al agua potable, con millones de niños que nunca van a entrar a una escuela. Y el problema es que la India rica no se interesa por la pobre.
–¿El periodismo lo sensibilizó?
–Seguro. Mi oficio en Paris Match me mostró la realidad del mundo tal cual es. Es un regalo de Dios poder conocer gente en situaciones muy difíciles y ser un instrumento para poder cambiarles la vida. Me pasó de reencontrarme hace poco con un joven a quien siendo niño ayudé a curar de lepra. Corrió hacia mí con entusiasmo, gritando mi nombre, con una hoja en la mano. Era su diploma de ingeniero mecánico. Eso es una experiencia única.
–¿Hubo en usted una necesidad de trascendencia, luego de su consagración profesional?
–No, sin darme cuenta encontré un éxito más integral. Yo, por ejemplo, en vez de un celular, hace años llevo siempre en mi bolsillo el cascabel de vaca que un hombre-caballo, el que tira a pie de un carrito y que trabaja como taxi-humano, me regaló en Calcuta. Lo hizo antes de morir a los 40 años de tuberculosis. Cuando lo agito, puedo escuchar las voces de los que no tienen nada, pero que parecen tenerlo todo, porque jamás se entregan.
–¿Convivir con el sufrimiento afectó su escritura?
–La simplificó, la empapó de imágenes y le dio porosidad hacia los cinco sentidos. Siempre quiero describir situaciones y gente como son verdaderamente. Y la India es ideal, ya que es un mundo en tres dimensiones: una de colores; otra de ruidos, todos muy diferentes, y otra, de olores fuertes.
–¿Su escritura en colaboración con Javier Moro revive los viejos tiempos con Collins?
–No. Mi colaboración con Collins fue muy especial. Javier Moro es mi sobrino. El quería ser escritor, y yo he contribuido a enseñarle el camino. Pero la de Collins es una ausencia enorme. Eramos como hermanos. A pesar de nuestras grandes diferencias: él, americano; yo, francés. Nos conocimos en la Segunda Guerra. Pero teníamos los mismos ojos sobre los grandes temas. Dirimíamos nuestros desacuerdos sobre cómo debía escribirse algo con una disputa al tenis. Ahí se descargaban las broncas. Nuestro nivel era tan parejo, que a veces los partidos duraban cuatro horas. El que salía en ambulancia perdía el argumento. Y el ganador imponía su criterio.
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