La vida útil, por Sergio Berensztein
El analista político reflexiona, en primera persona, acerca de la vitalidad masculina
Pronto comprendí que la única forma por la cual podría ser competitivo jugando a la pelota era logrando un estado físico muy superior al promedio. Carente de talento pero no de perseverancia y convicciones, el tiempo fue mi mejor aliado: una alimentación muy sana, un programa de ejercicios regulares (incluyendo una rutina en el gimnasio) e incontables partidos en las latitudes más diversas me transformaron de un mediocre, aunque voluntarioso, marcador de punta, en un metedor volante primero (peón de brega, diría Muñoz), y hasta en este punzante y criterioso media punta que todavía se sorprende a sí mismo cuando le piden patear los tiros libres.
En el ínterin, cuando cursaba mi doctorado en Ciencias Políticas, advertí que para amortizar tanta inversión en capital humano debía alargar mi vida útil todo lo posible. Y que eso, a su vez, implicaba reforzar mi ya obsesiva tendencia a cuidarme en las comidas y a entrenar regularmente. Más aún, tanta tarea intelectual, tantas horas de lectura, me obligaron a encontrar alguna válvula de escape. El deporte fue también mi salvación: mens sana in corpore sano.
Finalmente, ahora que tengo múltiples exigencias laborales, viajo al exterior con frecuencia y llevo una vida social y familiar tan intensa, me cuido más que nunca. Es cierto que ya lo tengo internalizado, es un hábito. Pero lo hago también para darles un ejemplo a mis hijos: estar y sentirse bien, pleno y con infinita energía es en gran medida una decisión personal. Una construcción cotidiana. Una forma de vida.
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