La valentía de enfrentar el dolor
Siempre están los que eligen ver otra cosa. Como en “It”. Como en el hospital.
Desde su estreno el 5 de septiembre en los Estados Unidos, “It” se convirtió en una de las películas más vistas del año. En la Argentina, donde se estrenó dos semanas más tarde, pasó el millón de espectadores en sólo 9 días. La historia es más o menos conocida: en la ciudad de Derry, en Maine, hay más desapariciones de niños que en cualquier otro lado; y un grupo de chicos, todos víctimas del bullying, descubre que detrás de cada uno de esos misterios está Pennywise, un payaso diabólico con un pasado perturbador que data de varios siglos. La película está basada en la novela epónima de Stephen King, y cuenta con las mismas materias primas de toda su obra: horror, fantasía y miedo. Pero siempre hay algo más.
Como dije, es posible ver “It” sólo con los ojos de un fanático de las películas de terror e irse feliz y satisfecho con los sustos, la sangre y el suspenso. Los hay, y a montones. Pero “It” también habla de otra cosa. Los protagonistas -que también se asustan y tienen miedo- comparten un sentimiento que los acerca aún cuando Pennywise no merodea: el dolor. En una ciudad en la que los adultos parecen estar ausentes y no tener la capacidad de cambiar las cosas, un grupo de chicos elige compartir su dolor y cuidarse unos a otros. Ellos eligen ser diferentes, ver otra cosa. Estar despiertos entre tanta oscuridad. Combatir aquello que los adultos -cansados, cegados, ocupados en otras cosas más urgentes o más importantes- no pueden o no quieren ver. King eligió que esas personas sean niños. No es casual.
Ir de visita a un hospital no supone un plan demasiado entusiasta para nadie. Sea cual sea el motivo -un estudio, una operación, una visita a algún pariente o conocido- el hospital ejerce una carga negativa, pesada. El deterioro se siente no sólo en el enfermo, también en su cama, en su habitación, y se extiende al pabellón, al hospital, a la cuadra y al barrio. Hay una sensación, una imagen y un olor propio de las deficiencias cotidianas que se ven en estas situaciones.
Algún motivo habrá tenido el arquitecto Juan Antonio Buschiazzo para diseñar al hospital San Roque con un patio interno. Fue inaugurado en 1883, ampliado en 1888 y 1892 y rebautizado como Hospital José María Ramos Mejía en 1914, en honor a quien fuera su director. Fue también remodelado en 1953, demolido parcialmente en 1977 y -dice su historia abreviada- saqueado durante la intendencia de Carlos Grosso.
Una postal argentina.
Pero siempre están los que eligen ver otra cosa. Hoy ahí, en medio del deterioro real y simbólico, hay un patio; y donde hay un patio hay chicos y hay juego. Es horario de visitas, y mientras los adultos escapan de la oscuridad tanto como les resulta posible, los chicos juegan. Un arbusto y una piedra ofician como postes para tres pibes que juegan con una pelota de goma pinchada. Otros más grandes dibujan sobre un banco. Una rampa y una escalera gastan las suelas y las rodillas de cuatro primitos que no paran de correr, subir y bajar. Y se suma otro, y otro, y otro más. Y ya corren muchos más. Como en “It”, los chicos se unen para combatir al dolor -que sin dudas tienen- con un beso al abuelo, un alfajor y otra tanda de vueltas por la rampa y la escalera. Aportan otra mirada, otra realidad. Saben ser distintos aún en la peor de las situaciones.
La historia de ellos también habla de otra cosa. Puede verse la del patio, los chicos y los juegos, pero también la de una valentía que resulta ser una hazaña.
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