La turbia historia del Riachuelo: de las aguas rojo sangre a los mil días de María Julia Alsogaray
Sus aguas no son consideradas sagradas como las del Ganges en India y Bangladesh. No conlleva el romanticismo del Sena ni tiene en sus orillas joyas como Notre Dame en París. El Támesis aspiraba a tener su mismo destino, pero fue salvado por una minuciosa tarea de descontaminación en la primera mitad del siglo XX. En la Argentina no pudo ser y el corrompido Riachuelo muestra el desinterés sobre el tema de las sucesivas administraciones que tienen injerencia sobre esta geografía putrefacta.
Hace exactamente 161 años, el 10 de febrero de 1860, el Gobierno Nacional emitió un decreto en el que se prohibía tirar basura a las aguas del Riachuelo, sobre todo los desperdicios de la faena de los saladeros y el vertido ilegal de las bascosidades de una incipiente y precaria manufactura. Se buscaba generar empatía “por la necesidad urgente de disminuir la putrefacción de sus aguas”, tal como consignaba aquel texto.
No fue el primer intento por frenar la ya perceptible tragedia ambiental. En 1811, la Primera Junta buscó limpiarlo, aunque el grado de contaminación no era de la magnitud que adquirió cien años después. En 1830, a veinte años de la Revolución de Mayo, se había intentado persuadir sobre los efectos de arrojar basura al río.
Tentativas
Los ensayos por limpiarlo resultaron poco convincentes y no controlados, con lo cual cada década implicó un mayor grado de contaminación. El Riachuelo, postal bucólica de Benito Quinquela Martín, es un símbolo de la desidia nacional, radiografía de un país que se ocupó poco de cuidar sus recursos naturales. De ciudadanos insensibles que montaron industrias que no procesaron sus desperdicios. Sigue sucediendo.
Las aguas pestilentes nacen en el partido de Cañuelas con el nombre de río Matanza y desembocan en el Río de la Plata, atravesando populosas barriadas y conformando la cuenca Matanza-Riachuelo, un foco de infección para los más de ocho millones de personas afectadas por el cauce renegrido, muchas de ellas viviendo en precarias casillas sobre las barrancas inclinadas que abrazan su curso.
“Anclas que ya nunca, nunca más han de elevar. Hordas de lanchones sin amarras que soltar”. En “Niebla del Riachuelo”, aquella historia de romanticismo puro y trunco de Cobián y Cadícamo, acaso se refleje con inmaculada belleza el destino mutilado de estas aguas que fueron camposanto de incontables naves abandonadas: “Sombras que se alargan en la noche del dolor, náufragos del mundo que han perdido el corazón”. El Riachuelo perdió mucho más que el corazón y a lo largo de sus 64 kilómetros es testigo de historias de supervivencia, cadáveres flotando ante el crimen o el suicidio, aquel tranvía que cayó a sus aguas en 1930 o fábricas ilegales que lo usan de cloaca. Pero también es protagonista de la postal más amena, cuando llegando a su fin, en La Boca, forma parte de una de las fotos turísticas que definen a la ciudad con el imponente transbordador y los viejos botes multicolores que aún cruzan al Dock Sud, en la Venecia del fin del mundo que contiene al río más contaminado de América del Sur.
Pestilencias
Aquel decreto de hace 161 años encendió la alerta sobre la irregularidad que ya venía aconteciendo. Si bien los niveles de contaminación no eran los que se observaban desde mediados del siglo XX, las aguas comenzaban a mutar su transparencia año tras año.
En 1868, el gobernador Alsina impulsó medidas restrictivas con respecto a los desechos que se arrojaban a las aguas, inducido por la epidemia de cólera que diezmaba a la población. Sin embargo, sus impulsos no obtuvieron mayor eco.
En 1870, una década después de aquel decreto ilusorio, sobre la costa de Barracas funcionaban cerca de 20 saladeros que sacrificaban más de 50.000 animales por año. Si bien algunos desperdicios se reutilizaban, lo cierto es que la mayoría de los desechos iban a parar a esas aguas de muy poca profundidad conformando un lecho sumamente nocivo y agresivo para el ecosistema. El escritor Guillermo Hudson la denominó como “la ciudad más pestilente del mundo”. Materias orgánicas y desperdicios invadían la cuenca que, por momentos, generaba correntadas de aguas rojas teñidas con la sangre de los animales y burbujas provocadas por los desechos de las fábricas de jabón.
Además de las pestilencias y de las consecuencias para la salud, debido a que las napas se contaminaron y el aire irradiaba ciertos efluvios, otro fenómeno comenzó a inquietar a los vecinos: las inundaciones. El cause saturado, los objetos atravesados en el curso, hacían que, si se producían lluvias copiosas en las cuencas alta y media, o en la propia ciudad de Buenos Aires, las aguas rápidamente se desbordasen hacia las zonas linderas. Sucedía a menudo y, en más de un temporal, se perdieron vidas humanas.
Paradójicamente, el río, que originalmente se llamó De la Matanza, fue el lugar escogido en las dos fundaciones de Buenos Aires para asentar el puerto. Tanto Pedro de Mendoza como Juan de Garay vieron el potencial de esas aguas transparentes y del reparo del viento que significaba la bahía que hoy se conoce como Vuelta de Rocha, en La Boca.
En 1883 llegó a esas costas el primer buque italiano, luego de que el ingeniero Huergo comandara las tareas de dragado que convirtieron al puerto en un destino para la navegación internacional. El Riachuelo parecía cobrar renovada vida, pero su contaminación seguía siendo acuciante.
Tiempos modernos
En el siglo XX hubo intentos por sanar las aguas y organizar las orillas atestadas de vecinos viviendo en la vulnerabilidad acosados por las enfermedades que provocan las aguas sucias y la invasión de roedores.
Aún se recuerda la faraónica y poco seria propuesta de María Julia Alsogaray, quien había propuesto limpiar las aguas en mil días, un lapso irrisorio para una obra hídrica de semejante envergadura que, sobre todo, debe contemplar prohibiciones estrictas y sanciones para quienes atentan con el recurso natural.
Corría 1993 cuando la entonces secretaria de Medio Ambiente impulsó su idea ampulosa que jamás se concretó, a pesar de haberse asignado a la cartera que ella lideraba un presupuesto que superaba los treinta millones de dólares.
En 2007, el Congreso Nacional sancionó la Ley que dio vida a ACUMAR (Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo). La nueva organización tendría influencia en varios municipios afectados directamente por el Riachuelo: Almirante Brown, Avellaneda, Cañuelas, Esteban Echeverría, Ezeiza, General Las Heras, La Matanza, Lanús, Lomas de Zamora, Marcos Paz, Merlo, Morón, Presidente Perón y San Vicente, además de la Ciudad de Buenos Aires.
Si bien ACUMAR tuvo importantes logros en el desarrollo de diversas acciones, aún resta mucho por hacer para que el Riachuelo deje de ser un río que atenta contra la vida humana y animal.
En la zona de La Boca ya no se observan barcos abandonados y semihundidos, mermó la cantidad de basura flotando y hasta se puede observar la presencia de aves que habían emigrado a otros sitios más amigables. Organizaciones como Greenpeace levantaron la voz alertando sobre la nociva pestilencia. Aquellas jornadas donde las aguas se tiñeron de verde simbolizaron el deseo de un cause libre de contaminación. Aún empresas clandestinas vierten sus desechos en el río, buscando evitar costosos procesos de saneamiento y sin importar la vida en comunidad. No son pocas las personas que han enfermado y muerto por vivir cerca de la cuenca fermentada.
Transcurrieron 161 años desde aquel 10 de febrero de 1860 en el que un decreto buscó frenar la incipiente contaminación. Aún es una asignatura pendiente. Allí reposa, desde 1914, el puente transbordador Nicolás Avellaneda que vincula Buenos Aires y Dock Sud, como testigo inequívoco de ese río víctima del desinterés, la corrupción y la desidia.
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