La tragedia de Once: pesadilla en la vigilia
En la mañana del 22 de febrero de 2013, justo un año después de que el tren chapa 16 de la línea Sarmiento repleto de pasajeros chocara contra la estación de Once, prendí la televisión: entrevistaban a la hija de una víctima de la tragedia. Recién ahí me acordé de lo que había soñado a la noche.
Una estación subterránea en penumbras. Una formación llegaba con personas que colgaban de ventanas y puertas abiertas. Algunos de ellos caían a las vías, pero los vagones no frenaban y les pasaban por arriba.
Silencio. Solo se oían leves quejidos. Empecé a tomar consciencia de lo que había pasado, pero no me moví.
Un muchacho que esperaba sobre el andén junto a mí se tiró a las vías y se trajo los cuerpos de dos chicos. Otro más fue a buscar a otro que estaba más allá, mutilado.
Yo no rescaté a nadie. Solo pensaba si volvería a pasar otra formación cuando estos improvisados rescatistas estaban en las vías.
Recién reaccioné cuando nos dimos cuenta de que los empleados de la estación seguían trabajando como si nada. Entonces les gritamos, les pedimos que llamaran a emergencias, que suspendieran el servicio. Los agarramos de sus trajes naranjas, los zamarreamos. Pero no nos respondían.
Una pesadilla. Nada más.
A la verdadera tragedia no la presencié. Aquel 22 de febrero de 2012 llegué a Once a media mañana. Me encontré con la estación cercada y aprendí lo que significaba un triage: la mayoría de los casos rojos habían sido trasladados, aunque todavía quedaban pasajeros atrapados entre los hierros, como ese muchacho con la camiseta de Boca que tenía medio torso afuera de la ventana y esperaba con una paciencia sobrenatural a que los bomberos pudieran sacarlo.
Deambulé por los alrededores de la estación. Conversé con heridos leves ―al menos en cuanto a lo físico―, con pasajeros ilesos que no salían del shock, con rescatistas y con madres y padres que buscaban desesperados a sus hijos en hospitales.
Ellos y otros protagonistas tuvieron la generosidad de compartir su historia, su dolor y las distintas caras de sus problemas: las heridas físicas, las psicológicas, las penurias económicas, la fragilidad de tener trabajos informales sin obra social ni ART, el anhelo de justicia, el Estado ausente.
Mi rol fue parecido al del sueño: de un espectador que cuenta lo que ve, que reconstruye en base a relatos y que amplifica el reclamo a esos “empleados indiferentes” del sueño, que en la vigilia se resignifican como aquellos funcionarios públicos y empresarios responsables de que el tren circulara en esas condiciones.
Siempre lo pensé: si yo había soñado eso, era inimaginable lo que debían experimentar quienes lo vivieron en carne propia.
Ayer se lo pude preguntar al muchacho de la camiseta de Boca: Leonardo Sarmiento. Nos reencontramos en el andén 2 de Once, diez años después.
A Leonardo lo conocí en marzo de 2012. Se cumplía un mes de la tragedia, y mi editor me había propuesto ir a buscar a las tres personas que todavía quedaban internadas según el parte oficial (después supimos que había más). Uno de ellos estaba en el Hospital Santojanni y lo habían pasado a una habitación común. Hasta allá me fui: hice la fila en informes y solo pregunté por el área de traumatología. Recorrí pasillos sin que me descubrieran y, con la ayuda de una enfermera, llegué a su habitación. Son momentos en que no pensás demasiado en lo que estás haciendo porque, si no, no lo harías.
Y ahí estaba él, acostado en la cama, acompañado de familiares y amigos que lo hacían reír. Me presenté esperando a que me echaran. Pero no: me invitaron a pasar. Leonardo habló poco: estaba tranquilo, se estaba recuperando. Me pareció increíble verlo así, sonriente y rodeado de amor.
Ahora, en una pizzería sobre la avenida Rivadavia, le pregunto si estar en el andén le removió recuerdos. “Siempre siento como si hubiera sido hace una semana”, dice. A la tragedia la lleva en las cicatrices de las operaciones, en el dolor de cintura, en el cansancio de las piernas.
Pero también lleva en el cuerpo marcas que lo sostienen: en su brazo derecho, tiene tatuado el nombre de su hijo, Leonel, de 5 años, del que me muestra varias fotos; en el izquierdo, la mitad de un león, tatuaje que comparte con Nancy, la mamá de su hijo y actual pareja.
Le pregunto por los sueños. Sí, hubo uno recurrente: “Estoy sentando en el tren. Está vacío. Pero a mi alrededor hay unas sombras negras que me miran. Después lo entendí: esas sombras eran los que fallecieron. Cuando empecé a acompañar a las familias en el reclamo, esos sueños se fueron”.
“¿Te acordás de ese día en que me metí en tu habitación? ¿Te molestó? Uno se queda con eso dando vueltas”, le digo.
Se acordaba sí, pero no de quién era el periodista. De hecho, nunca había leído la nota que se publicó después. Y no, no le molestó. “Yo puedo hablar de lo que nos sucedió y sé que lo que digo vale. Es importante que se siga recordando lo que nos pasó para que no vuelva a pasar”.
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