En la parte más alta de Iruya, pueblo fue fundado en 1753 al que solo se puede acceder por Jujuy, están las coloridas tumbas de quienes habitaron la zona
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IRUYA, Salta.— “Yo me llevo muy bien con las almas, les hablo y creo que me escuchan”, cuenta Claudio Lunda, el cuidador del cementerio de Iruya, un pueblo colgado de las montañas de Salta, que para entrar hay que atravesar Jujuy. Su trabajo es mantener limpio y cuidado un lugar sagrado para la comunidad de los cerros.
Todos los lunes los familiares de los muertos llegan con nuevas flores y realizan ofrendas y rezos. “No tengo preferencias, para mí, todos los muertos son iguales”, confiesa Lunda. Las tumbas, coloridas y festivas, resumen la relación estrecha que los habitantes de la altura tienen con sus seres queridos fallecidos. “Me piden que cuide a sus muertos”, agrega.
Iruya es un pueblo aislado del mundo y del tiempo. Llegar hasta allí es una travesía para aventureros. Dentro del mapa de Salta, solo se accede a través de Jujuy, cruzando la Quebrada de Humahuaca por ruta 9 hasta llegar al Abra del Cóndor, a 4000 metros de altura, y bajar 1200 metros por un camino de cornisas y precipicios que desafían los sentidos. En la ladera de la Sierra de la Santa Victoria, se asienta, caprichoso, el pueblo adoquinado a 2700 metros de altura. Una capilla amarilla con la cúpula celeste, sobresale del ocre fundante de las casas bajas y del tono del cerro.
Arriba del pueblo, en el lugar más elevado, como todos los cementerios del norte, se halla el de Iruya. Su ubicación responde a la creencia antiquísima de elevar los restos mortales lo más cerca del cielo, de Dios. El pueblo es bello y detenido en el tiempo, atravesando sus calles angostas con pisos de laja y casas de adobe, piedras y techos de paja y barro, detrás de un hotel y recostado sobre un precipicio, casi al borde de él, el cementerio es un cuadro vivo. Detrás de un portal, cruzando una puerta oxidada, se ven las tumbas adornadas con colores de tonos altos y complementarios. Se siente vivo, de esta manera, el cementerio de Iruya.
“Lo que primero hago cuando llego es hacerme la señal de la cruz —dice Lunda—. Acá hay almas que descansan, y primero, el respeto por ellas”. Hace tres años que está a cargo del mantenimiento del lugar, un ícono para el turismo que se acerca a diario para intentar desentrañar el modo de vida local y contemplar la espléndida panorámica que se tiene de todo el pueblo, los cerros y las quebradas. Claudio sufrió en 2020 la pérdida de su esposa, la enterró aquí y la relación sigue, aunque ella ya no esté en el mundo de los vivos.
“Después me acerco a la tumba de ella, le rezo y hablamos”, cuenta Lunda. Solo después de cumplir con esta ceremonia, comienza a trabajar. “Acá hay mucho viento y a veces barre las coronas”, dice.
Con la ladera a unos metros, en la pequeña terraza natural es donde se ubican las tumbas; más allá, la cornisa. “Veo que las flores frescas no estén secas”, señala Lunda y comprueba que no les falte agua. Así, una por una, va limpiando las tumbas. Cada una de ellas tiene una corona de flores de plástico, guirnaldas y elementos que le gustaban al muerto, alguna bebida, un juguete si es un niño o algún adorno.
“Las almas no hacen ruido, es un trabajo muy silencioso y tranquilo”, afirma Lunda, con voz pausada y con su bollo de coca que infla una de sus mejillas. Dice estar mal de la vista y extrañar a su esposa: “Era una gran cocinera”. ¿Su especialidad? Las empanadas, el locro, el picante de mondongo y las milanesas del mismo producto. Días antes de morir, hizo dos kilos y las frizó. “Todavía las tengo, no quiero comerlas para que no se me terminen”, confiesa Lunda.
“Yo ya tengo mi lugar”, asegura Lunda. Cansado y algo triste por la partida de su esposa, en la misma tumba, debajo de ella, cavó una fosa, y dejó unos ladrillos para que aquel que lo entierre, pueda sellar la tumba para siempre, y dejarlos solos. “Mucha gente asegura ver fantasmas y oír ruidos, todos me preguntan si he visto algo extraño. No: yo vivo con los muertos y no me dan miedo, soy el cuidador de las almas de Iruya”. Lo dice en voz baja, mirando las tumbas.
Aislado del mundo
Nació en San Isidro, hace 64 años, el pueblo que está a ocho kilómetros río arriba. Solo es posible llegar caminando y cuando no ha llovido. Si no, queda aislado, como gran parte de los parajes y comunidades, como San Juan, Rodeo Colorado o San Pedro. Dice que su padre fue muy riguroso con su crianza. En la actualidad, San Isidro es un caserío con menos de 400 habitantes: hace seis décadas atrás era apenas un villorrio sin contacto con el mundo. “Recién me dejó salir a los bailes a los 20 años, pero entonces la palabra de un padre y una madre eran sagradas”, recuerda.
“Vivo solo, y a veces viene la soledad”, reconoce. En su vida se dedicó al transporte, y tuvieron dos hijos con su esposa. Vive a metros de la plaza. “No es fácil vivir en un pueblo tan aislado”, cuenta Lunda. Iruya está a 310 kilómetros de Salta capital, pero el viaje se extiende de seis a ocho horas, gran parte del trayecto se hace a través de caminos de montaña. La localidad más cercana es Humahuaca, Jujuy.
“Salir cuesta mucho”, confiesa. En verano es época de lluvias y el camino de montaña hasta el Abra del Cóndor puede ser una trampa mortal. Es común que se queden una semana aislados. “Uno sabe cuándo entra a Iruya, no cuándo sale”, advierte.
En Iruya, una comunidad fuertemente arraigada a costumbres cristianas, aunque erosionadas con tradiciones que se originan en tiempos incaicos, cuando alguien muere lo velan en su casa. En una ceremonia a la que asisten amigos y familiares, al día siguiente se hace una misa de cuerpo presente en la capilla y recién allí, en procesión, lo llevan al cementerio. “Cuando viene un nuevo habitante, todo tiene que estar muy ordenado, es un momento muy especial”, cuenta Lunda. En un altar que se ubica en el medio del cementerio, se hacen los últimos rezos y luego el cuerpo es ubicado para siempre en su tumba.
“Cuando se van, me piden que lo cuide, al muerto”, confiesa Lunda. Lo hace, así como con todos. “Yo soy de hablarles mucho a las tumbas”, agrega.
Su trabajo, al aire libre, y rodeado de altas cumbres que suben hasta los 4000 metros, se adultera nada más con el viento y las nubes, que suelen bajar hasta esconder las cruces. “Tengo que cuidar que no entre algún burro”, advierte.
Iruya fue fundado en 1753, pero antes de la llegada de los españoles, hay registros de actividad a inicios del siglo XVII. Su capilla es del mismo año. El pueblo está rodeado por dos ríos, el Iruya y el Milmahuasi. De diciembre a marzo, es época de lluvias y baja “el volcán”, como llaman los lugareños a la llegada de agua al río, que llega en forma abrupta arrastrando barro y piedras. “Cuando baja el volcán tiembla todo”, dice Lunda. Desde lo alto del cementerio se ve la furia de la naturaleza, que contrasta con la tranquilidad que se sosiega entre las tumbas.
“Hay que buscar ocupaciones para no aburrirse”, cuenta Lunda. Una vez por año, en el día de todos los muertos, que es el 2 de noviembre, los cementerios del norte se llenan de gente. Cada familia visita a su muerto y decora la tumba. Esa decoración dura un año y uno de las ocupaciones que tiene el cuidador es lograr que se mantengan de la mejor manera. “Sé lo que tengo que hacer en cada tumba”, apunta. Aunque reconoce que no sabe cuántas hay, sí que existen algunas muy viejas, de principios de siglo XX. Algo lo preocupa: “Ya no queda más lugar para los muertos”, confirma. Ha quedado chico el cementerio de Iruya.
“La gente de los cerros tiene una particular relación con la muerte y con la otra vida. No es solo la creencia de una vida futura, sino que esa vida futura ya la sienten presente”, afirma Walter Medina, sacerdote de Alfarcito, un pueblo salteño que está en la Quebrada del Toro, también en la altura, con una misión que trasciende su trabajo evangelizador, asiste espiritualmente a veinticinco comunidades aisladas, perdidas entre las nubes.
“La muerte, la puerta a lo que no se ve, no la disimulan, la viven como un acontecimiento fundante. La muerte esta inseparable de la vida cotidiana”, cuenta Medina.
“La gente del cerro es humilde, no se pone en el centro, por eso es amiga de celebrar la muerte, porque es en ella que al perderlo todo, todo lo tienen”, consagra su testimonio Medina. En Iruya el cementerio abre todos los días, los vecinos sienten a sus muertos cerca. Están arriba del pueblo, de las casas. “Hasta cuando Dios diga”, se despide Lunda, perdiéndose entre tumbas de colores.
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