La palabra y la carne
Los límites de la literatura erótica son acaso más vastos e imprecisos que los del propio erotismo, lo que ya constituye de por sí un logro. El cubano Guillermo Cabrera Infante contó en una ocasión que había descubierto la sexualidad con el Satiricón . El de Petronio, como varios de los cuentos de Las mil y una noches , es de esos libros que, como definía Jean-Jacques Rousseau, se leen con una sola mano.
La vieja idea filosófica según la cual la belleza en general (y, en este caso, lo bello en el arte) se definía también por el desinterés no suele cumplirse en los libros que trafican con el erotismo. Hay excepciones. Las 120 jornadas de Sodoma , del Marqués de Sade, es, por ejemplo, un libro que prolifera sexualmente de manera tan inmoderada que el efecto se anula por sobreabundancia, aunque quizá no persiguiera sino eso. La filosofía en el tocador, en cambio, alterna las discusiones de filosofía con los cuadros eróticos lo que da un relato más pausado (o por lo menos la posibilidad de tomar aire). En el otro extremo, La Venus de las pieles , de Leopold von Sacher-Masoch es una floración tardía del romanticismo, y aun del amor cortés medieval, en el que, más que la trama, lo erótico es ante todo un color; color que, en la música popular, Lou Reed tradujo con justicia en el tema "Venus in Furs" con el grupo Velvet Underground. En el medio, se abre un arco amplísimo que va de las novelitas anónimas a El amante de Lady Chatterly, de D.H. Lawrence, best-seller en su momento y formidable malentendido de la llamada literatura erótica.
En términos de mera estimulación, es difícil que la literatura consiga actualmente derrotar al cine; pero a diferencia de éste, en el que el lenguaje verbal desaparece (las bandas sonoras del porno son pudorosas: constan solamente de lenguaje inarticulado), tiene que escalar de la inmaterialidad de las palabras a la materialidad del cuerpo. A veces lo logra admirablemente. He ahí el utópico lugar del placer carnal en la literatura.
Envío al lector a un maravilloso párrafo de la novela El asombro, en el que el belga Hugo Claus narra cierta escena sin rodeos, sin atenuantes, pero también sin llegar a decir nunca qué está contando exactamente y sin que, paradójicamente, nadie dude de qué se trata. Una elusión casi oriental, digna de lo mejor de Junichiro Tanizaki.