La otra Paternal: artistas transforman galpones y exfábricas en talleres
Es difícil distinguir qué hay detrás de las fachadas de La Paternal. Descoloridas, con revoques deteriorados, con carteles de alquiler, algunas ciegas o con persianas bajas, ninguna permite figurar lo que se esconde en el interior. A todos los frentes los uniforma un aura gris. Es extraño imaginar que dentro de esas casas bajas, galpones y exfábricas crece un circuito donde prima el color. Pero es así.
Detrás de esas fachadas, en los últimos cuatro años se fueron sumando al menos 40 talleres de arte y, año a año, se multiplica la cantidad de pintores, escultores, fotógrafos y dibujantes que emigran desde otras partes de la ciudad hacia este barrio de perfil bajo para formar parte de esta comunidad artística.
Hernán Salamanco pinta manchas amarillas sobre un gran fondo de chapa negro de unos dos metros de ancho, mientras sintoniza música clásica en una vieja radio portátil. En su área de trabajo apila más cuadros de gran tamaño. Guarda pinceles, herramientas, latas de esmalte sintético y una numerosa cantidad de libros de arte. Una estantería metálica lo separa de Matías Quintana, fotógrafo, que se sienta en su escritorio, con auriculares, a trabajar en la computadora.
María Elisa Luna, vestida con remera fucsia y jeans sucios, se encierra en la sala de carpintería a lijar la escultura de un perro. "Acá es donde hacemos mugre", dice.
En el piso de arriba, la música surf reemplaza a Bach. Hernán Torres, de 43 años, monta una estructura de botellas de plástico con ayuda de su hija Amanda, de cuatro. Valentina Ansaldi pinta con acrílico color fucsia mientras se mueve al compás de la música. Sergio Bosco dibuja, en blanco y negro, sobre bolsas de arpillera. Más tarde llega Juan Sorrentino –reconocido artista sonoro– a experimentar la ruptura de un cubo de paja y madera a través de la vibración de un parlante.
Salamanco es quien administra el taller Yeruá, que funciona en la calle Yeruá 5071 (los talleres suelen llevar el nombre de la calle en la que se encuentran), y que cuenta con ocho espacios de trabajo y más de 15 artistas. "Después de compartir muchos talleres en Palermo, Villa Ortúzar y Villa Urquiza, necesitaba un lugar más grande para trabajar cómodo, dejar caer pintura al piso, desplegar energía. Así que me asocié con una amiga, arquitecta, para comprar esta antigua fábrica de zapatos, a fines de 2016", dice el pintor de 45 años, que tiene una amplia trayectoria en el medio artístico nacional.
En Yeruá se alquilan lugares individuales o compartidos de 15, 20, 30 o 40 metros cuadrados. El precio promedio de alquiler ronda los $6000 a $7000, más expensas comunes. En general, la mayoría de los talleres ofrecen tamaños y precios similares. Es una iniciativa "horizontal y de autogestión" –como definen la mayoría de los artistas–, en la que se dividen los gastos de la renta, los servicios, los arreglos y hasta el café.
El gran tamaño de las exfábricas y galpones de La Paternal junto con la relación precio-metraje son características que incentivan la radicación en el barrio. Según la artista Andrea Moccio, propietaria desde 2007 de un edificio que supo ser fábrica de cafeteras, "el bajo costo de las propiedades se debe a que, al construirse viviendas, se achicaron los frentes de los galpones. Ya no permiten ingresar maquinaria grande y, entonces, pierden valor como tales".
Además, muchas empresas se fundieron o trasladaron de lugar, y hoy los propietarios encuentran en los talleres artísticos una forma de reinventar el uso de los edificios. Salamanco suma la ventaja de la logística: "Los camiones están acostumbrados a circular por la zona. Hay espacio para las maniobras de carga y descarga y eso facilita el manejo de las producciones de gran tamaño".
Cada taller es una comunidad en sí misma, en donde se intercambian diálogos, opiniones, materiales y se comparten comidas y momentos de ocio. "La dinámica es muy nutritiva. El trabajo del artista es demasiado solitario para, encima, estar aislado físicamente", dice Elisa Insua, una artista porteña de renombre, que critica el consumo a través de collages hechos con materiales descartables, mientras escucha cantos chamánicos y pega ties de golf sobre una obra en proceso.
Insua vivió tres años en Madrid, donde también trabajaba en espacios compartidos. Hoy alquila 16 metros cuadrados en el taller Paz Soldán. Esta exmetalúrgica es uno de los talleres más grandes de La Paternal. Allí trabajan 25 artistas de disciplinas diversas: ceramistas, pintores, fotógrafos, artistas sonoros, collagistas. "Es un lujo asiático. Esta luz y esta amplitud no las encontré en ningún otro lado", afirma Insua.
Los intercambios entre artistas se extienden también puertas afuera de los talleres. En septiembre de 2017, el pintor Juan Giribaldi, del taller Bolivia Díaz, convocó a otros colegas a abrir las puertas de sus espacios y hacer "museos de uno mismo". La iniciativa, llamada La Gran Paternal, ya lleva cinco ediciones.
El descubrimiento inicial de los estudios fue fortuito. "Cuando surgió la idea de abrir los talleres al público, se hizo un rastrillaje y salieron artistas de abajo de las piedras", dice Ramiro Oller, artista que trabaja en la Argentina y Suiza, e integra el taller Maturín, antigua fábrica de muebles.
Sin embargo, desde que esta suerte de colectividad se dio a conocer, ha resultado un motor para la convocatoria de más artistas. En la primera edición de La Gran Paternal, participaron 20 talleres con 61 artistas; a la última, en septiembre de 2019, se sumaron 33 talleres y 190 artistas.
"La Gran Paternal genera pertenencia, que los artistas salgan de su círculo y formen parte de algo más grande que su propio taller –dice Salamanco–. Además, si bien no tiene fines comerciales, es una oportunidad para aquellos que aún no tienen visibilidad en el mercado".
La vinculación entre artistas es sinónimo de contención y cofradía. "Nos conocemos, nos ayudamos, nos juntamos, nos hacemos amigos. Hay mucha gente que, al enterarse de esta movida, está viniendo para acá", dice Moccio, una de las primeras en radicarse en La Paternal.
El barrio tiene algo más: tranquilidad. El carácter híbrido entre fabril y residencial, sumado a la dificultad de acceder en transporte público, en particular, a la zona de "la isla", comprendida entre las vías del tren, el cementerio de Chacarita, la facultad de Agronomía y la avenida Warnes, les permite a los artistas estar aislados del movimiento y conectarse con su trabajo.
La poca diversidad de actividades lleva a que hoy la zona cobre identidad como polo artístico. Por eso, los artistas también abren sus puertas para que los vecinos conozcan su trabajo. "Si no te miran como diciendo '¿qué hacés ahí adentro?'. Queremos que vean lo que pasa en su barrio, nuestro barrio", dice Salamanco.
En Chacarita, Parque Chas y Villa Ortúzar comenzó a gestarse un movimiento similar. Se Agrandó Chacarita (SACH) es un evento de estudios abiertos que lleva tres ediciones. En la última, de 2019, participaron 21 talleres, distribuidos en aquellos tres barrios.
A diferencia de La Boca, Retiro o Villa Crespo, barrios históricamente relacionados con galerías e instituciones de arte, estas zonas con talleres son exclusivas de trabajo y generación de contenido y se alejan de lo comercial. En La Paternal hay solo cuatro galerías chicas que se inauguraron en 2019.
Entre SACH y La Gran Paternal se han identificado alrededor de 50 espacios de arte y se estima que son más los talleres, que no participan en estas iniciativas, establecidos alrededor del cementerio de Chacarita y ocultos, en su mayoría, detrás de fachadas fabriles.
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