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Misteriosa y por muchos años hermética, la isla Sistina es la única que está en el interior de la provincia de Buenos Aires, en el lejano oeste, en medio de la laguna del Monte, en Guaminí. Con una superficie de 450 hectáreas, hasta hace una década muy poca gente podía conocerla. Sólo se accede por agua y por aire, tiene una pista de aterrizaje. “Estar en una isla sin salir de Buenos Aires, es un lugar muy diferente a todo lo conocido”, afirma Juan Vitali, encargado de la extraña ínsula.
Por una década fue el hogar de una excéntrica condesa húngara. Hay hipótesis que sitúan a los jesuitas a fines del siglo XVIII y hasta la llegada del Ejército (1876) fue un lugar sagrado para los pueblos originarios. Hoy es un lodge exclusivo abierto al turismo con cientos de animales exóticos en completa libertad. “Sentís que estás realmente aislado con una sensación de gran privacidad”, agrega Vitali.
Las historias entorno a la isla son increíbles. “Siempre fue extraña y mágica para nosotros”, sostiene Eduardo Hiriart, encargado del museo local Coronel Freyre. Desde 1983 estudia la historia de su tierra. Separada del continente bonaerense por 3.200 metros de agua, se estima que tiene una antigüedad de dos millones de años. “En muchos periodos fue una península”, aclara. Se han encontrado fósiles de animales prehistóricos y restos humanos que podrían ser de tehuelches. Hay presencia humana de 3000 años de antigüedad. Dependiendo de la cota de la laguna, la isla aumenta o disminuye su tamaño. “Desde 2017 venimos en bajante”, aclara Vitali.
La isla se veía desde lejos, y atraía las miradas en tiempos de los caciques Calfucurá, Pincén y Catriel, una inmensa arboleda de chañares, algarrobos, caldenes y sombras de toro la volvían especial en una pampa desprovista de árboles. “Ese monte en la isla se llamó Guaminí”, afirma Hiriart. En voz mapuche significa “una isla adentro”.
Dos hechos la vuelven interesante. Según Alfredo Ebelot, quien acompañó al teniente coronel Marcelino Estanislao Freyre en la Campaña al Desierto, al tomar la zona de Laguna del Monte en 1876 (hoy Guaminí) hallaron la isla y su monte impenetrable. Entonces la laguna tenía un metro de profundidad (hoy tiene cuatro metros), navegaron e hicieron un reconocimiento, revelador. “Es muy alta y fértil. Nunca ha sido habitada por los indios, sólo se han encontrado rastros de la presencia de jesuitas. Debíamos haberlo esperado”, escribe en sus crónicas.
“En las partes más remotas e inexploradas del continente americano, han dejado sus rastros”, continúa Ebelot. ¿En qué fecha pudieron haber estado los jesuitas en la Isla Sistina?: “No lo sabemos, pero seguro antes de 1767, cuando fueron expulsados de América por el rey Carlos III”, asegura Hiriart. En la actualidad no hay rastros de aquella presencia.
Otro hecho suma misterio y atracción a esta original isla. Los pueblos originarios ofrecieron mucha resistencia. No la entregaron fácilmente y el Ejército permaneció todo un invierno. Había que buscar leña y los soldados encontraron un árbol muy grande, apartado del monte. Tenía pequeños huesos, cueros colgados y algunos metales. “Lo que era de valor, lo robaron”, afirma Hiriart. Algunos indios enfermos de viruela que estaban a la orilla de la costa gritaron “¡Gualicho, gualicho!”, cuando le describieron de dónde habían extraídos los objetos.
“Ese árbol era un Mapu Cumé, un árbol sagrado”, afirma Hiriart. En una ceremonia el Machi (chamán) chupaba la enfermedad o el mal de una persona y los escupía en un hueso o pedazo de cuero (Katis: cárcel para los males) que colgaba en el árbol. Los soldados no tuvieron mejor idea que talarlo. Para la religión mapuche, significaba liberar todos los males que tenía aprisionados. Días después de esto, comenzaron a morir soldados ahogados en la laguna. El Ministro de Guerra, Adolfo Alsina, consta esto en su informe de 1877.
“Había una condesa en la isla y todos se preguntaban qué estaba pasando”, recuerda Vitali. Después de pasar por varios propietarios desde 1879 cuando fueron expulsados los pueblos originarios, para aquel entonces la Isla Grande de la laguna del Monte tuvo un momento bisagra: en 1981 la compró la condesa húngara Ena Wenckheim. Excéntrica y millonaria, fue un personaje que atrajo la atención y modificó la natural tranquilidad de Guaminí. Le cambió la cara a la isla, con toques de glamour.
“La bautizó Sistina, en homenaje a la Via romana donde vivió”, cuenta Vitali. La enigmática condesa, que se resistía a hablar de su pasado, cambió la isla. “No existe, ya pasó”, declaró a LA NACION hace 20 años. Se había casado con el millonario norteamericano Edward Schirmer-Swinburn en 1928 y enviudó en 1958. “Me tuve que hacer cargo de su fortuna”, afirmó. Vivió en muchos países y se enamoró del nuestro. Compró tierras. A principios de los 80 sobrevoló la isla, camino a su estancia en Trenque Lauquen y decidió comprarla.
Construyó una mansión de 1458 metros cuadrados de superficie cubierta, con estilo colonial, 12 habitaciones y, sin fijarse en gastos, la equipó con los mejores materiales. Amplios ventanales laterales y frontales muestran una panorámica de la isla. Los barcos iban y venían con materiales y personas desconocidas. “La Condesa Rubia”, le decían en Guaminí, rememora Hiriart. Construyó casas para personal, su íntima y pequeña corte. Hasta entonces la parte productiva de la isla estaba destinada a la ganadería. La condesa comenzó a traer animales exóticos. La isla estaba cerrada, sólo entraban sus invitados.
La familia Wenckheim tiene una larga tradición nobiliaria en Hungría, uno de sus palacios es la actual Biblioteca de Budapest. “Mi familia me llama desde Europa y me pregunta qué hago acá, ven por televisión que hay manifestaciones con carteles del Che Guevara”, declaró. “Soy optimista, después de la guerra Europa la pasó peor y salió”, afirmó. En 1993 le vendió la isla al magnate holandés Minjder Pon, la segunda fortuna de los Países Bajos, dueño del Holding Salentein, aquí produjo vinos y le dio a la isla un perfil definido: trajo cientos de animales nativos y exóticos para convertirla en coto de caza. Así fue hasta el 2010, cuando se hizo cargo su actual propietario, el alemán Ulrich Sauer. Hace 40 años que está en manos extranjeras.
“Nos dedicamos exclusivamente al turismo recreativo”, afirma Vitali. La isla se abrió también para eventos, y muchos vecinos de Guaminí pudieron conocerla. El lodge ofrece postales increíbles. “Los animales están en completa libertad, es una experiencia única. Estás desayunando y ves un antílope de la India”, afirma Vitali. Ciervos, muflones, guanacos, perdices europeas, gaviotas, teros reales, cisnes de cuello negro y flamencos son algunos de los animales que viven en este paraíso, aislado ya de cazadores y amenazas. “A las maras sólo les falta ladrar, te acompañan en las caminatas”, afirma Vitali.
La isla produce su propia electricidad, tiene un generador con un tanque de combustible de 6.000 litros. Para llevar agua potable se tiene que hacer una compleja maniobra. Desde la costa de Guaminí extienden un caño de polipropileno que se dirige en línea recta hacia la isla, está contrapesado y boyado para dar aviso a las embarcaciones de los pescadores. Se debe llenar un tanque de 250.000 litros. La operación se hace cada tres meses. “No hay agua potable en la isla”, sostiene Vitali. La napa tiene agua hipersalina, similar al vecino lago Epecuén. La concentración de sal es diez veces mayor que la del mar. Un puestero es el único habitante estable.
¿Cómo se accede a la isla? Los visitantes dejan sus vehículos en un estacionamiento privado. Una lancha del lodge los transporta. El viaje dura alrededor de 15 minutos, las aguas de la Laguna del Monte son transparentes y verdosas. La embarcación fondea en un muelle en la isla Sistina. Aún preserva un halo de misticismo. “Es la joya mejor guardada de la provincia de Buenos Aires”, escribió un turista suizo en el libro de visitantes. “Es diferente a todo”, resume Vitali.
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