Fadila Ismael está detrás del mostrador de este almacén de ramos generales bonaerense, que abrió su abuelo libanés a principios del siglo XX
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“Me he convertido en una leyenda, soy la última bolichera”, dice con orgullo Fadila Ismael, más conocida y venerada como “Mimí”. Está detrás del mostrador del almacén de ramos generales La Media Luna, abierto por su abuelo en 1914, un libanés que llegó al país buscando la América y la encontró en Las Marianas, un pequeño pueblo de Navarro, provincia de Buenos Aires. Todos los días abre el almacén y fieles clientes participan de la ceremonia más esperada. “Es verdad, preparo los mejores aperitivos de la provincia”, aclara Fadila.
¿Cuál es secreto? “Saber despachar el aperitivo y ser amable”, dice. “Tenés que escuchar y acompañar”, agrega. Tiene derecho de admisión: “Los maleducados no entran”, sentencia. No quiere decir su edad, pero tiene todas las noches de Las Marianas, tuvo siete hermanos y solo le queda su hermana de más de 90 años. Es conocida por su carácter. “Soy igual que los hombres, y si tengo que sacar a uno lo hago”, afirma. El almacén está en una esquina de Las Marianas, a 140 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Bucólico y arbolado, sus calles son los de un típico pueblo de la campiña.
“Más de un millón, mucho más”, refiere Mimí a la cantidad de aperitivos que ha servido en su vida. A pesar de que el almacén tiene una variedad infinita de artículos, de los que se nutre todo el pueblo, la especialidad de ella y la razón por la que la esquina es la más concurrida, son los aperitivos. Fadila no anda con vueltas. “Sirvo lo que yo quiero y cómo quiero”, dice.
“Gancia, Cinzano, Fernet, cerveza, caña Mariposa, whisky y ginebra”, enumera las botellas que tiene más a mano, aunque es famosa por una en particular. “Despacho el mejor Gancia”, afirma. Es visitada por eso.
“No quiero complicarme”, argumenta a la hora de mencionar su menú. Es simple: mortadela, queso y salame. “A veces también aceitunas”, agrega. Desde las 9 de la mañana está abierto. Sus estanterías no tienen espacio para una lata, botella o frasco más. Lo tiene impecable. La madera del mostrador tiene la suavidad que solo alcanza este elemento con más de un siglo de contacto con manos, sueños y miradas. “Tengo en oferta la lata de duraznos porque a una vecina le gusta, así que la dejo barata”, cuenta “Mimí”. Códigos de boliches de pueblo. Polémica y desafiante, tiene una propia opinión sobre la realidad del país.
“Soy peronista, pero oigo a quienes gobiernan y me enferman”, dice. El día después de las PASO tuvo un pico de presión, y tuvo su propia epifanía, se estoqueó de cuanta botella pudo conseguir entre los viajantes. “Sabía que iba a venirse todo lo que está pasando”, afirma Fadila.
La copa es la medida que maneja. El aperitivo tiene un costo de $500. “Crisis como esta no vi antes”, afirma Fadila, pero desde el lugar en el mundo que le toca estar, reflexiona. “En tiempos así, la gente necesita tomar más aperitivos, desahogarse, encontrar compañía”, cuenta Mimí.
La Media Luna abrió en 1914, hace 109 años. Pedro Ismael llegó desde un lejano pueblo de Líbano. Entonces Las Marianas tenía 3000 habitantes (hoy son 500) y mucho movimiento, el tren permitió ese presente. Vio una oportunidad y abrió el almacén. Con los años llegó Masmud Ismael, su hijo, con la idea de regresar a su padre a la madre tierra, pero ocurrió todo lo contrario, se quedó. Había una creciente comunidad árabe. No sabía español. “Mandaba a hacer almanaques con una media luna y una estrella, eso le hacía recordar la cultura árabe”, dice Fadila refiriéndose al nombre que le quedó al almacén.
En aquellos tiempos no se necesitaba hablar en criollo, si uno sabía trabajar, ya con eso bastaba, y don Masmud, una vez muerto su padre en 1939, se hizo cargo del boliche. Caprichos del destino, en Las Marianas conoció a una libanesa, se casaron y tuvieron ocho hijos. “Duermo en el mismo lugar en el que nací”, afirma Fadila.
Un hermano la acompañó en el mostrador hasta 1998. En el lecho de muerte, le dijo: “Cuidá el almacén”. Y eso está haciendo. “Estaré acá hasta el último día de mi vida, soy bien bolichera”, promete Fadila.
Mesas en la calle
A pesar de que el almacén está abierto desde temprano, la acción sucede al mediodía, y durante la tarde hacia la noche. La importancia social de esta esquina es crucial. Aún llegan clientes octogenarios, pero también doñas que hacen sus compras. Hay momentos en donde el salón está colmado, y Mimí debe agregar mesas en la calle. Todo lo hace sola, los fines de semana el lugar se desborda. “Vienen de Buenos Aires enloquecidos a buscar tranquilidad”, asegura. La fidelidad de los clientes del pueblo tiene un rango litúrgico.
“Mimí es del pueblo, la quieren mucho”, dice Javier Pintos, cliente y viajero. Hace años que frecuenta el pueblo y el lugar. Conocedor de las señales camperas, destaca las de Fadila. “Tiene una habilidad, la de poder atender a veces a 50 hombres a la vez, parece que tuviera patines en las piernas”, dice Pintos, que registra sus vivencias en su cuenta de Instagram @dpuebloenpueblo. Observa de ella que de todos los que están presentes, de cada uno conoce su temperamento. “Sabe cómo manejarlos a cada uno, ella está sola en el mostrador y se hace valer”, afirma Pintos.
Pone reglas, Fadila. En la era digital ella tiene un celular pero habla por el teléfono de línea. “Soy una mujer de teléfono fijo –sostiene, con orgullo–. Se habla mejor. Es común que el almacén reciba visitas citadinas y antes de hacer un pedido, o saludar, comiencen a sacar fotos. “No se los permito, me tienen que pedir permiso”, espeta.
Pintos presenta una anécdota, concurre con un amigo que tiene por afición silbar. Cuando Mimí lo oye es determinante: “Acá no se silba”, lo corta de cuajo al silbador. “Tampoco doy cartas”, advierte. Se produce mucho bochinche. Las leyes de Fadila parecen aplomar la leyenda y todos las aceptan.
Informada y controversial, su visión del uso que se le dan a los aperitivos en la ciudad los bartenders no la tienen a ella como defensora de la inclusión de esencias, frutas, flores u hojas. “Eso no son aperitivos”, sostiene Fadila. “Tampoco vendo gin, acá somos tradicionales”, manifiesta la bolichera señalando las marcas clásicas. Reflexiona sobre el cambio de los hábitos. “Ya no quedan hombres que tomen ginebra”, concluye.
Las Marianas es un pueblo que se ha convertido en un destino consolidado en la red de pueblos que están dentro del radar de aquellos que hacen escapadas gastronómicas, a pocas cuadras del almacén está el restaurante hotel “Doña Irma”. Con sus más de 80 años, Irma amasa ravioles que los sibaritas han convertido en elemento sagrado. Nadie, ni siquiera su hijo, conoce el secreto del relleno. Solo que cocina el estofado y a la pasta en una cocina a leña. “La secuencia es ir primero a La Media Luna, y después a Doña Irma, son dos mujeres únicas”, afirma Pintos.
El pueblo acaba de recuperar un viejo almacén, “El Nuevo Recreo”. Si de algo no adolece Las Marianas es de esquinas criollas.
La Media Luna funciona como un portal. Todo lo que está dentro de sus paredes tiene un siglo, lo anormal es lo actual. Un mundo con señales propias, el del almacén. Los parroquianos aceptan las reglas de una mujer que ha vivido toda su vida entre las estanterías, con gauchos y paisanos. Pintos hace referencia a una sana costumbre: “Tenes que ser rápido para invitar”, dice. Cuando el desprevenido pretende pagar, Mimí suele repetir: “Ya está pagada la copa”. En el bondadoso círculo rural, compartir la felicidad es una obligación. “Muchas veces te encontrás tomando una copa con un desconocido que te ha invitado”, señala Pintos.
Mientras tanto, como un personaje de las Mil y una noches, Fadila sueña con una vida sin final. Involucrada en la historia del pueblo que la vio nacer, se pregunta. “¿Quién cuidará del almacén cuando no esté?” La runfla de paisanos hace fuerza para que sea eterna su presencia en este templo con aires libaneses.
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