En apariencia, el hospital Alberto Balestrini, en La Matanza, está desierto. Si bien ya casi no hay camas disponibles, los pasillos están despojados de la efervescencia habitual. No se conversa en los corredores, no hay familiares ansiosos sentados en las hileras de sillas atornilladas al suelo.
Todos los carteles que servían para señalizar los consultorios, ahora quedaron viejos, ahí ya no se atienden esas especialidades. Solo se ve circular al personal de salud y de limpieza, no hay una persona de más en este lugar. Por eso esta enorme estructura parece estar en calma, cuando en realidad lo que se percibe es una horrenda sensación de intimidad provocada por el aislamiento.
La sala de fonoaudiología
"Hola, qué tal, pasen", dice con entusiasmo Aldana Suárez, de 41 años, al abrir la puerta. Es enfermera y hoy está de guardia. Ella vive junto a su marido y sus dos hijos. Cumple turnos de seis horas de lunes a lunes con un franco semanal. Como todos, está cubierta de pies a cabeza: doble barbijo, doble guante, camisolín y botas. Lo usual es que los turnos sean de 12 horas, y en ese tiempo el personal se cambia los elementos de protección hasta unas 14 veces. El hospital usa 600 kits de protección, 1000 barbijos quirúrgicos, 50 camisolines y 60 barbijos N-95 por día.
Cinco meses atrás, el lugar donde hoy Suárez cumple con su guardia era un consultorio de fonoaudiología, sobre todo visitado por niños. Pero ahora hay cinco camas de terapia intensiva con pacientes con coronavirus. Cerraron una sala y la dividieron en dos, de un lado colocaron las camillas, en el medio una pared con grandes ventanales, y del otro lado, están las enfermeras. De este modo, ellas pueden chequear los signos vitales sin tener que entrar en contacto directo con el paciente.
Hoy hay cinco hombres acostados boca arriba, semidesnudos. Se les ve el pecho entre una maraña de cables que van del cuerpo hacia unas computadoras. Están inmóviles, excepto, claro, por el movimiento del tórax, que es mecánico. Se infla y desinfla con cada carga y descarga de oxígeno del respirador artificial. En todo el país hay 1832 personas en esta situación. Las cifras que se difunden a diario, acá se materializan frente a los ojos de Suárez que mira las pantallas, está atenta. Mientras tanto, las máquinas hacen lo suyo, los pacientes inhalan y exhalan.
En este momento, en el hospital hay 54 pacientes positivos y nueve sospechosos. Reciben, en promedio, 30 más a diario. En lo que va de la pandemia, en el Balestrini fallecieron 81 personas por coronavirus. Según Liliana Álvarez, de 55 años, directora ejecutiva del hospital, están "completos, pero no desbordados". Todos los días deben redistribuir o derivar pacientes para que el lugar esté operativo las 24 horas. "No nos puede pasar, no podemos permitir que venga un paciente y no lo podamos atender", dice Álvarez.
El camillero
De pie, justo en una intersección de pasillos, está Sergio Fariña, de 42 años, uno de los camilleros. "Yo no sé por qué no nos aplauden más, era lindo", se pregunta. Él se cambia entre 10 y 14 veces por día. Detrás de tantos elementos de protección, apenas se ven sus ojos verdes a través del acrílico empañado de la máscara facial. "Si en verano seguimos así, esto va a ser tremendo", dice mientras señala su rostro con el dedo índice.
Fariña está divorciado, es padre de un hijo que ve "poco y nada" por la pandemia y, además, vive con su madre, que tiene 63 años y tuvo problemas pulmonares. Cada día que se va del hospital a la casa sabe que siempre está el riesgo de llevarse consigo el virus. En este hospital ya hubo 87 trabajadores infectados, mientras que en toda la provincia de Buenos Aires ese número asciende a 2622 y seis fallecidos. Todos los contagiados estaban en condiciones similares a las de Fariña, trabajaban en lo que popularmente se suele llamar la primera línea de batalla.
"Mi vieja tiene terror, yo trato de tomar todos los recaudos. Por eso pedimos desde acá que la gente se cuide y no se agrupe. Y te lo digo porque nosotros acá vemos la cara más triste de todo lo que está pasando", asegura Fariña, que al lado suyo tiene una de las camillas para trasladar pacientes con Covid-19. Estas son camas con una estructura tubular cubierta de nylon, un invento del hospital.
La guardia de emergencias
A pocos metros de Fariña, está la guardia de emergencias y el shockroom. En este sector también se escucha el silbido de los tanques de oxígeno que usan los pacientes con coronavirus, pero la quietud que caracteriza a las salas repletas de personas infectadas, acá no existe.
"Este chico acaba de entrar con una herida de bala, ahora va al shockroom", dice Daniel Toledo, de 33 años, enfermero de la guardia, mientras apunta su mirada al cuerpo del joven que está desparramado en la camilla con un tiro en el muslo interno.
Gira la mirada y señala otro de los casos que llegó hace pocos minutos. "Este señor hace pasillo", dice, sobre un hombre que recibió un machetazo en la cabeza y ahora está acostado, rígido, con una sábana blanca que lo cubre hasta el cuello.
"Nosotros llamamos hacer pasillo a los pacientes que, como no hay lugar y pueden ser ambulatorios, aguardan en los corredores. A él le hicimos una tomografía, ahora saturamos la herida y se va a la casa".
Toledo vive con su familia. Un día de los primeros meses de pandemia, llegó a su casa luego de una guardia y en el ascensor vio un cartel que decía "estamos en peligro, hay un enfermero en el edificio". "Casi me muero de angustia", recuerda. "Uno está acá, luchando, nos duelen hasta las orejas por los dos barbijos que usamos, y ver eso fue angustiante", se lamenta. Hoy hay 18 pacientes en la guardia, aún tienen una larga jornada por delante.
El taller de duelo
En medio de las dificultades de la pandemia, María Eugenia Acosta, de 48 años, jefa del departamento de salud mental, le busca la vuelta para crear un vínculo con el paciente y su familia. "La voz", dice con tono sereno. Esa es casi la única herramienta con la que cuenta para que los pacientes la recuerden y se alegren al escucharla. "En los casos graves, tratamos de hablar mucho con la familia para que la muerte no sea algo repentino, sino una historia que concluye".
Como el coronavirus impide que la familia entre en contacto con el cadáver, el taller de duelo, a cargo de Daniela Maldonado, de 38 años, cumple un rol fundamental. Los muertos por Covid-19 se van en una bolsa negra, totalmente sellada. Los familiares nunca más ven el cuerpo. Esto les genera todo tipo de inconvenientes, como que la familia dude de si el cuerpo que está ahí adentro es realmente el de su familiar.
"Por eso, en espacial en los casos graves, para nosotros es vital generar un vínculo de confianza con la familia, sino sería muy difícil sobrellevar las situaciones a las que te expone esta enfermedad", dice Acosta.
Dar a luz en medio del caos
Las dos caras del ciclo de la vida no están muy lejos una de la otra en el Balestrini. Mario Dos Santos, de 50 años, es el jefe de ginecología y obstetricia. Tienen salas de parto para mujeres con y sin coronavirus.
Si la madre está infectada, el protocolo es estricto y del parto solo participarán tres personas. Cuando el bebé nace a la madre le enseñan a amamantar a su hijo sin contagiarlo. Algunos partos son complicados porque, por temor a ir a una guardia, muchas embarazadas durante meses no se hicieron los controles correspondientes.
Estos bebés nacen en medio de un caos controlado. Algún día sabrán del contexto en el que llegaron al mundo. Alguien les hablará de esta pandemia y del heroico trabajo del personal de salud. Tal vez esa persona también le cuente que su llanto era casi el único sonido que recorría los pasillos desérticos de este enrome hospital.
Fotos: Hernán Zenteno
Edición Fotográfica: Enrique Villegas
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