La llegada de la gripe de 1918 a la Argentina, acciones de gobierno y reacciones de la población
El vapor Demerara partió de Liverpool el 13 de agosto de 1918, durante los tres meses finales de la Primera Guerra Mundial. Como era habitual en aquel tiempo, los barcos de pasajeros viajaban en convoy, es decir que se agrupaban para hacer los primeros días de la travesía protegidos por barcos de guerra –en este caso, de bandera estadounidense– que los escoltaban.
Cuando la flota navegaba por la costas de Irlanda, el Demerara, fue sorprendido por dos submarinos alemanes que le dispararon sus torpedos. Con mucha habilidad el vapor inglés logró sortear las bombas enemigas. Reaccionaron los barcos norteamericanos y no sólo pusieron en fuga a los submarinos, sino que lograron hundir uno. De esta manera, el Demerara se salvó de naufragar.
Siguiendo su camino, en las cercanías de la costa de Vizcaya divisaron un bote con seis hombres. Pertenecían a la armada británica y su barco había sido hundido por los alemanes. Llevaban cuarenta horas a la deriva haciendo esfuerzos inhumanos para sortear el hambre, el frío y las temibles olas. Rescataron a los hombres, les ofrecieron todos los cuidados a bordo y los depositaron en el puerto de Lisboa, última escala en el continente europeo antes de atravesar el Atlántico.
El Demerara transportaba noventa y nueve pasajeros más la tripulación. Durante el trayecto por los puertos brasileños detectaron seis casos de gripe a bordo: cinco pasajeros de tercera clase y un tripulante murieron durante la travesía y fueron arrojados al mar.
Arribaron el 25 de septiembre a Buenos Aires y allí tomó intervención el equipo médico local que aisló a uno de sus tripulantes por encontrarle síntomas de la gripe: fiebre alta, dolor muscular, tos, fatiga, falta de apetito y postración por el cansancio y abatimiento general. El enfermo fue derivado al Hospital Muñiz, donde lo atendió el doctor José Penna, epidemiólogo de renombre. Poco pudo hacer, ya que murió esa noche. El virus que había atravesado las trincheras enemigas en Europa, ya se encontraba en el Río de la Plata.
La gripe que había azotado a los dos bandos enfrentados en la Guerra Mundial recibió el nombre de Gripe Española porque se conoció a partir de la información que ese país brindaba. Fue el único que sinceró sus estadísticas. Esto se debió a su neutralidad en la guerra. Las naciones beligerantes prefirieron esconder las verdaderas causas de la bajas de sus soldados porque evitaban revelar que había muertes sin el halo del "valiente caído en combate"; además de que la noticia podía producir una desmoralización de sus tropas.
A medida que la peste fue alcanzando a cada poblado europeo era inevitable que, por el tráfico intenso de los barcos a vapor, se extendiera a los otros continentes. De todas maneras, en Buenos Aires, esos primeros días se pensaba que la situación estaba bajo control. Los casos serios eran puestos en aislamiento para no generar contagios. Era una época en que a la medicina todavía le faltaba comprender con más claridad cómo se movía el virus.
La confianza inicial tuvo una alarma el 14 de octubre con la muerte de un residente porteño: José Pérez, 32 años, de nacionalidad española. En los doce días posteriores a la muerte de Pérez se produjeron 138 defunciones por gripe. Ya había dejado de ser una situación bajo control.
El 25 de octubre, el presidente Hipólito Yrigoyen convocó a una reunión de emergencia de la que participaron Ramón Gómez –ministro del Interior–, José O. Casás –jefe de Policía–, Horacio González del Solar –director de la Asistencia Pública– y el intendente municipal, además de médico, Joaquín Llambías.
Ese día, se resolvieron las siguientes medidas:
- - Cerrar las escuelas por diez días.
- - Limpiar el Riachuelo.
- - Acondicionar el lazareto de la isla Martín García para mantener en cuarentena a los viajeros que llegaran de Europa.
- - Desinfectar a los visitantes chilenos que ingresaran por Las Cuevas, departamento de Las Heras, Mendoza.
- - Cerrar las salas de espectáculos.
- - Desalentar las aglomeraciones en cementerios, circos, cafés y confiterías.
- - Desinfectar templos, oficinas, tranvías, teatros, escuelas, comisarías, casas de remate y prostíbulos.
- - Solicitar a los dueños de fábricas que informen a la autoridad cuando el ausentismo supere el 20% (no lo hacían para que nos les cerraran la fábrica).
- - Encargar al Cuerpo de Bomberos la limpieza de las calles céntricas (tarea que –aclaramos– hicieron con gran efectividad, poniendo muy en evidencia a los servicios municipales que no eran tan efectivos).
Se acordó con el gobierno de Uruguay que el Vapor de la Carrera fuera desinfectado en ambos puertos, Buenos Aires y Montevideo. Asimismo, se instruyó a un guarda para que, durante la travesía, tomara nota de cada uno de los domicilios que iban a tener los pasajeros. Así podían ser ubicados en forma inmediata.
A pesar de las previsiones, la pandemia proseguía su avance, sin respetar fronteras. Esto se debió a un factor multiplicador fundamental: la correspondencia. Los vapores traían cartas cuya manipulación esparció el virus no solo por Buenos Aires, sino por las principales ciudades de la república. De esa manera, toda medida iba a ser insuficiente para controlar la propagación.
En un principio se había pensado una suspensión de clases de diez días. Pero, ante la situación compleja, se resolvió que fuera por tiempo indeterminado. Ese era apenas un paso. Hacían falta nuevas medidas. El jueves 31 de octubre, luego de la reunión matinal con el presidente Yrigoyen y funcionarios, el intendente Llambías firmó el siguiente decreto:
Consciente esta intendencia en su propósito de adoptar toda medida de emergencia que responda a los fines de profilaxis que se persiguen con objeto de combatir lo más eficazmente posible la epidemia reinante, cuyo carácter se mantiene hasta ahora en los términos públicamente conocidos; y que, como ocurre invariablemente en casos análogos, presente complicaciones pulmonares que la intendencia tiene el deber de precaver dictaminando las providencias que el caso aconseja, el intendente municipal decreta:
Artículo 1o. Queda prohibida la entrada a los cementerios existentes en la capital de toda concurrencia extraordinaria a la habitual.
Artículo 2o. Desde la fecha y hasta nueva disposición ciérranse después de las 11 pm., los cafés, bares, confiterías y hoteles y restaurantes.
Artículo 3o. Declárase obligatoria la desinfección inmediata de todas las iglesias y templos de cualquier culto que ellos sean.
Artículo 4o. Permítese solamente hasta las 11pm., desde la hora que están autorizadas a abrir sus puertas, el funcionamiento de las casas de lenocinio [burdeles].
Artículo 5o. Permítese el funcionamiento de espectáculos públicos cuando ellos se realicen al aire libre y hasta las 11pm. únicamente.
Dos días después se incorporaron las lecherías y las fiambrerías a la lista de negocios que debían cerrar a las 23:00. Eran lugares donde la gente compraba y consumía en el mismo lugar sin retirarse, lo que podía general aglomeraciones.
También se pidió a los parientes y relaciones de los enfermos hospitalizados que no los visitaran. Otras de las medidas que se tomó fue sugerir que la gente no se diera la mano al saludarse. Incluso en muchos establecimientos públicos, un cartel imploraba: "Se ruega no dar la mano".
Un médico, identificado con las iniciales E.B., ofreció al diario La Nación una serie de consejos. Entre ellos figuraban los siguientes:
- - No respirar por la boca sino por la nariz.
- - Limpiar bien nariz y boca antes de acostarse.
- - No comer en exceso.
- - Bañarse diariamente.
- - Suprimir el beso.
- - Toser tapándose con un pañuelo.
- - En caso de ser de tener fiebre, no salir de la casa.
Asimismo, planteó que más que nunca había que acatar la ordenanza municipal de 1902 que establecía la prohibición de escupir en el suelo.
¿Cómo reaccionó la población frente a esta pandemia?
No estaba de acuerdo con estas medidas que había tomado el gobierno. Pero, a la vez, buscaba atenuar las posibilidades de contagio con el consumo de remedios cuya efectividad nadie podía sostener. Se corrió la voz de que los buches con agua oxigenada, aceite y mentol podían atacar el problema. También se multiplicó el uso de naftalina en la ropa y la ingesta de alcanfor, planta medicinal que terminó agotándose en las boticas o farmacias.
Por otra parte, los dueños de casas de espectáculos reclamaban la reapertura de las salas. Alegaban que cumplían con todas las condiciones de higiene, que apenas unos pocos empleados y artistas habían contraído la gripe y que asistir al teatro o al cine era mucho más saludable que ir a bares.
En cuanto al púbico en general, también estaba disconforme. El cierre de negocios a las 11 de la noche generó rechazos. Algunos se atrincheraban en las mesas obligando a los mozos a realizar esfuerzos para sacarlos del local. Los ánimos fueron caldeándose y el 31 de octubre hubo una manifestación. Aunados por el mismo reclamo, los clientes de teatros, restaurantes, bares y burdeles realizaron una marcha con velas por la angosta calle Corrientes, con silbidos y cánticos en contra de las medidas adoptadas.
Al día siguiente, 1 de noviembre, Día de Todos los Muertos, los habitantes de Buenos Aires colmaron las entradas a los cementerios. Querían ir a visitar las tumbas de sus seres queridos. Por lo tanto, la aglomeración se producía de todas maneras.
Los viajeros tampoco querían respetar la cuarentena. Desde la isla Martín García, los pasajeros del Infanta Isabel enviaron un telegrama a la Departamento Nacional de Higiene para pedirles ir a sus casas, ya que todos estaban sanos. La respuesta fue que no había excepciones y que debían esperar que se cumpliera el plazo.
Los diarios de las principales ciudades del país comenzaron a publicar en las noticias sociales los nombres de los vecinos distinguidos que guardaban cama por motivo de la gripe. De esta manera pretendían advertir a los conocidos que no fueran a hacer la visita al enfermo.
Llamó la atención la situación extraordinaria que se vivió en el asilo de mendigos de la Recoleta (hoy Centro Cultural) porque los novecientos abuelos no padecieron la gripe, a diferencia del personal que los atendía. Esto se debió a que el virus no atacaba a los mayores, sino a personas de entre veinticinco y cuarenta años.
No faltó un tango dedicado a la enfermedad. "La Grippe", con letra de Antonio Viergol y música de Alfredo Mazzucchi, decía:
No me hablés más de la gripe.
No me hablés más de la gripe
porque soy muy aprensivo
y ya siento un tip tip tipi tipi tipi tip
en el tubo digestivo.
La limonada Rogé,
la limonada Rogé,
rápido corro a comprar
porque me quiero purgar
y me voy luego a acostar para sudar.
No te acerqués a mi lado, mi china.
No te acerqués que he tomado quinina.
Y cada vez, china, que te acercás
sube el termómetro diez grados más.
Antes de que se terminara el año, la gripe se esfumó dejando un saldo de 2.237 muertos en la Argentina. El mundo volvió a girar. Pero lo peor no había pasado. La segunda oleada, en el invierno de 1919, fue seis veces más letal en nuestra tierra que su antecesora. Aunque el índice es considerado bajo si se tienen en cuenta los números de la mortandad mundial. Solo la isla Santa Elena y otras menores no tuvieron casos de gripe durante aquella pandemia.
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