Roberto Aleman y Alejandro Rey llevan adelante tareas de conservación en los límites de nuestro país
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Roberto Aleman, guadaparque del Parque Nacional Baritú
Roberto Aleman vive en la nuboselva del Parque Nacional Baritú. En el territorio más inexplorado del país. El es guardaparques en el único parque nacional al que se accede por carretera desde Bolivia. Su vida transcurre detrás de las huellas de los yaguaretés, en busca de armonía con una comunidad aborigen El Lipeo y Baritú, de origen kolla-criolla. Su tarea es cuidar la flora, la fauna y la armonía con los habitantes originarios del lugar.
Roberto vive lejos de los bancos, de las estaciones de servicio y de las estaciones de correos. Tiene poca internet y poca señal de teléfono. Vive en sintonía con la Pachamama.
El año pasado no salió por ocho meses del parque. Más tarde empezó a salir esporádicamente a buscar víveres y combustibles. “Los primeros meses fueron muy duros. No había salida para ningún lado. Nos faltaba todo. Tuvimos que traer algunas cosas más urgentes vía aérea. Luego entraban tres o cuatro camiones cada mes. Durante 2020 no recibimos turistas”, afirma.
Para salir desde el Parque Nacional Baritú por asfalto, hay que ir desde el pueblo más cercano Los Toldos hasta Orán: un recorrido de 180 kilómetros que requiere de un paso internacional. Primero hay que ir a la frontera en Condado La Mamora, de ahí recorrer 100 kilómetros por ruta boliviana —Panamericana N°1— y luego cruzar por el paso Fronterizo Bermejo-Aguas blancas. De ahí, trámite aduanero. Ingresar 50 kilómetros y llegar a San Ramón, en la nueva Orán.
“Los Toldos es un pueblo muy chiquito, que está aislado del resto del territorio nacional. No existe estación de servicio, bancos, ni correo, así que tenemos que ir a buscar provisiones y en tiempos de pandemia se complica —dice Roberto—. “Para todo hay que ir a San Ramón de la Nueva Orán”.
Desde que empezó la pandemia no fueron más que un par de motoqueros de visita a Baritú por un camino alternativa que abrió en pandemia vialidad de la provincia de Salta donde no se puede ingresar con lluvias. Hay un solo camino que comunica a Los Toldos con Santa Victoria, de allí a La Quiaca (Jujuy) y de allí a Salta. Pero es un camino que no está consolidado. No tiene puentes en algunos ríos. Y solo se transita con vehículos cuatro por cuatro o motocicletas, cuando lo permite el agua.
La vida de Roberto transcurre dentro del parque que tiene unas 72.000 hectáreas. Hace recorridas por la yunga en camioneta, cuatriciclos, moto o caminatas. Las patrullas para relevar yaguareté, son de hasta ocho días en carpa. “Cruzamos ríos, caminamos a pleno, a veces nos toca escalar o trepar cerros”, relata. “No tenemos teléfono ni señal para pedir auxilio. Siempre vamos en positivo y gracias a la Pachamama no tuvimos accidentes para recordar”, afirma.
El es uno de los cinco guardaparques de Baritú. Todo el parque cuenta con una plantilla de diez personas. Es una comunidad pequeña que convive con la de origen local El Lipeo que reúne a 18 a 20 familias de la etnia kolla-criolla.
Roberto es nacido y criado en una comunidad originaria en Salta: El Arazay. En esta provincia estudió hasta el nivel secundario. Luego comenzó a trabajar como voluntario en Parques Nacionales. Se capacitó en Embalse Río Tercero, Córdoba en el año 2005. Más tarde viajó y trabajó como voluntario en Parque Nacional El Rey (Salta) y el Parque Nacional Nahuel Huapi (Río Negro y Neuquén). También viajó para recibir algunas capacitaciones en el Parque Nacional San Guillermo (San Juan).
“Yo viví dos o tres años dentro del Parque Baritú, en la comunidad El Lipeo, donde vive la familia de mi mujer. Ahora estoy en Los Toldos. Distante al parque a 24 kilómetros. Hace muy poco hay internet en el pueblo. Funciona con dificultades pero nos podemos comunicar”, relata el hombre que tiene treinta y nueve años y tres hijos en edad escolar.
“Mis días de trabajo son variados: algunos nos toca recorrer las zonas de uso público, otros zonas más conflictivas del parque que limita con Bolivia. Hay que vigilar la entrada de pescadores furtivos. También acompañamos a los pobladores del lugar. Ellos estaban acá antes de la creación del Parque. Yo también soy originario de una comunidad local. Tenemos que convivir en armonía y nosotros cumplimos un rol importante para ello”, asegura antes de salir, una vez más de recorrida por la nuboselva.
Alejandro Rey, el guadaparque nacional en la Antártida
En noviembre de 2020, Alejandro “Pajarito” Rey partió desde el puerto de Buenos Aires rumbo a la Antártida a bordo del rompehielos ARA Almirante Irizar y así dio comienzo a uno de sus mayores anhelos profesionales: ser el guardaparque de la Antártida.
Alejandro soñó con eso gran parte de su vida, desde chico cuando jugaba a realizar gran parte de las actividades que después pudo desarrollar en su paso por diferentes parques: subirse a un helicóptero, andar a caballo, recorrer, acampar y hasta conocer la Antártida. Sin embargo, para materializar este último se tuvo que despedir de su familia y amigos por más de un año. “Si las fechas se respetan deberíamos volver a Buenos Aires a principios de marzo de 2022″, explica.
En total, son 17 los argentinos enviados al continente austral esta temporada. Cuatro del Ejército; una del Servicio Meteorológico Nacional; diez de la Armada y dos de la Dirección Nacional del Antártico (DNA): un biólogo y él.
La Argentina administra 13 bases en la Antártida, de las cuales solo seis son operativas todo el año: Carlini, Esperanza, Marambio, Belgrano II, Orcadas y San Martín. El resto, solo operan en verano. Orcadas, donde está Rey, se ubica en la isla Laurie y fue fundada en 1904. Es la base más antigua y la primera en contar con personal permanente en el continente austral. La Argentina es el único país que envía guardaparques a la Antártida gracias a un convenio realizado por la DNA y la Administración de Parques Nacionales.
“La base Belgrano II y la base Orcadas son las dos bases más aisladas del país. Durante el invierno dependemos de nosotros mismos y de los recursos que tenemos acá”, cuenta. Las provisiones como agua, combustible, alimentos, materiales y repuestos para el mantenimiento de la base llegaron con ellos en enero cuando el ARA Almirante Irizar llegó a destino y tienen que durar hasta el final de su estadía, ya que una vez que el barco zarpa, no regresa hasta la temporada siguiente y durante el invierno no puede acceder por la formación del pack de hielo alrededor de la isla. “Los víveres frescos no duran más de dos meses. Frutas y verduras hace ya un tiempo que no tenemos acá. Pero si nos quedan carne, pollo, legumbres, cebolla, papa, batata, harinas y otras cosas congeladas”, explica.
El trabajo de los guardaparques en la Antártida consiste en la investigación, el monitoreo y censo de poblaciones de mamíferos y aves. Entre algunos de ellos se encuentran petreles, cormoranes, focas de weddell y pingüinos adelia y de barbijo. También toman muestras de plancton que preparan y luego envían a Buenos Aires para su estudio.
Estas tareas las debe realizar junto al biólogo que lo acompaña, durante todo el año, incluso en invierno donde tienen que caminar 11km con temperaturas extremas que pueden llegar hasta los 50°C bajo cero. Por eso, pusieron como límite para sus expediciones los 20°C bajo cero. Si la temperatura está más baja la travesía queda suspendida por seguridad. Ante una accidente una evacuación de la base Orcadas en invierno sería sumamente riesgosa, según explica. “Una particularidad de la Antártida es que uno puede comenzar a presentar signos de congelamiento en muy poco tiempo”, cuenta Rey.
Rey tiene pareja, tres hijos y dos nietos con quienes se comunica a diario por mensajes y audios de WhatsApp, porque la señal no es suficiente para hacer videollamadas. “La distancia es un tema, pero venir a la Antártida fue una decisión familiar. Desde el momento en el que se hacía más real la posibilidad de venir toda mi familia coincidió en que le diera para adelante. Desde el principio tuve el apoyo de ellos y eso es lo que hace que este año acá se me haga más llevadero”.
Estos meses en el sur, lo transformaron. “Yo pensaba que sabía vivir, acá me di cuenta de que aprendí a vivir. El que regresa al continente no es el mismo”, relata.
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