Aunque el padre del psicoanálisis no fue el primero en referirse al concepto, le dio tal impulso a la idea que esta tomó vuelo propio
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Ego. Egocéntrico. Egoísta. La palabra es parte de nuestra conversación cotidiana. Eso es gracias en gran parte a Sigmund Freud, quien le dio alas a la idea hace 100 años con su libro “Das Ich und das Es”, en español “El yo y el ello” o “El ego y el id”.
“El ego representa lo que puede llamarse razón y sentido común, en contraste con el id, que contiene las pasiones”.
Freud había estado practicando lo que él llamó psicoanálisis durante casi un cuarto de siglo, y “El ego y el id” fue su intento de exponer lo que había podido entrever del funcionamiento interno de la mente. Además de estar dividida entre lo consciente y lo inconsciente, el médico vienés dijo que la mente estaba impulsada por fuerzas en conflicto.
Describió un sistema tripartito en el que el id exige satisfacción para nuestros impulsos naturales, el súper ego reacciona y juzga cómo comportarse de acuerdo a nuestra moralidad y el ego. “Una forma de concebir el ego es como el lugar de negociación, que hace ajustes, cálculos psicológicos para encontrar una manera de vivir con nosotros mismos y en el mundo”, explica la escritora y psicoanalista Susie Orbach.
En el siglo que ha pasado desde que se publicó el libro, el ego se fue convirtiendo en una idea clave para entender quiénes somos y qué es ese algo que nos hace nosotros y no otros.
¿Gran farsa?
Freud no fue la primera persona en proponer la idea. El filósofo Friedrich Nietzsche había hablado de que teníamos un ego 50 años antes. Pero lo que Freud hizo fue animar el ego, casi darle vida propia.
“Elaboró el concepto a través del entendimiento de que una relación de terapia podía proporcionar alivio. Y en ese proceso fue capaz de extraer ideas sobre la mente que eran totalmente revolucionarias”, afirma Orbach.
No todos concuerdan. Muchos han considerado que toda su idea del ego y el id y el superego era basura. Uno de sus más fuertes críticos, el filósofo Frank Cioffi, por ejemplo, llamaba a Freud pseudocientífico “porque hizo afirmaciones para las cuales no tenía pruebas”.
Si se cuestiona qué motivos tenía para hacer sus formulaciones, le dijo a la BBC en 2000, “son tan radicalmente inadecuados que no podemos decir que es sólo un error; es tentador describirlo como la estafa intelectual más grande del siglo XX”.
“Cioffi tiene razón: no es una ciencia”, concedió el psicoanalista Adam Phillips en un programa de la BBC dedicado a Sigmund Freud. “La ciencia depende de ser capaz de replicar experimentos, y un psicoanálisis no se puede replicar. Cada uno es diferente porque nunca hay un tercero presente, y cada persona tiene una historia distinta (...). “El único criterio que tenemos es que la persona juzgue si el tratamiento fue una pérdida total de tiempo, o si en realidad le fue muy útil”.
Pero, independiente de la controversia sobre el psicoanálisis y su creador, la idea del ego tomó vuelo propio.
El centro del centro de todo
Fuera de su entorno académico, el ego se popularizó y, como suele ocurrir, su significado se tornó un poco más vago y ambiguo. Pero también fue labrándose un rol protagónico. “Hemos visto un enfoque creciente en el yo, como el foco de la experiencia, como el lugar de los derechos políticos, como realmente el centro del centro de todo”, le dice a la BBC Julian Baggini, filósofo y autor del libro “La trampa del ego”.
“La forma en que el pensamiento se ha desarrollado en Occidente es tal que el yo es la unidad básica de la sociedad, es lo fundamental de lo que brota todo lo demás”. Eso, dijo, contribuyó a que el ego se separara de su lugar dentro del modelo de la mente de Freud para transformarse en otra cosa.
“¿Qué se supone que es? Mucho es sentido común, que dentro de cada uno de nosotros hay un ego, un yo singular, algo que tiene todas nuestras diferentes experiencias y recuerdos, planes, proyectos, relaciones... “No es un alma inmaterial, ni una región del cerebro. Más bien, como tanto en el mundo, es una colección de partes, todas esas cosas diferentes trabajando juntas”.
Y la música, según el compositor y escritor Steven Johnson, nos ayuda a entender la forma en que nuestros egos pueden dividirse en múltiples formas al tratar de negociar la confusa realidad del mundo.
El ego en el escenario
Johnson, quien ha estudiado el sentido del ego dentro de la música durante muchos años, destaca la obra del compositor alemán del siglo XIX Richard Wagner en la que juega con la idea del ego, especialmente su relación con ese misterioso inconsciente que según Freud siempre está al acecho.
Wagner llegó a la conclusión, mucho antes de Freud, de que teníamos una mente consciente e inconsciente, y que puede engañarnos al tomar las decisiones básicas en la vida. En sus óperas, “hay una relación extraordinaria entre lo que está sucediendo en el escenario y lo que está sucediendo en el foso orquestal”, le explicó Johnson a la BBC. “El escenario es la dimensión del ego: los actores -lo que dicen y sus acciones- están todos en la arena de la mente consciente, racional, pensante, cotidiana. “Pero la música representa las ideas y sentimientos inconscientes... los impulsos. “Así que los personajes pueden decir que están haciendo algo por alguna razón, o que sienten algo, pero la música puede decirnos algo muy diferente”.
Y esa idea de que la música resalte algo que los egos desconocen fue recogida por Hollywood en la década de 1930. “Max Steiner, a menudo descrito como el padre de la música de cine de Hollywood, era vienés y ciertamente estaba familiarizado con las ideas de Freud, y las tenía en mente cuando se dedicó a la cuestión de qué podía hacer una banda sonora de una película”, señala Johnson.
“Desde muy temprano ves una relación entre la partitura y lo que está pasando en la pantalla muy similar a la que Wagner concibió entre la orquesta y el escenario. “Hay un ejemplo muy famoso: el increíble sonido creado por Bernard Herrmann para la escena de apuñalamiento de la película de Hitchcock ‘Psicosis’.
“Esa es una imagen de sonido increíblemente deslumbrante, que de hecho nos cuenta lo que no podemos ver en la pantalla: a la mujer siendo horriblemente apuñalada hasta la muerte. “Pero si te vas atrás en la película, escuchas cómo Hermann la establece desde antes.
“Cuando Janet Leigh está, por ejemplo, conduciendo para irse de la ciudad, no hay razón para sentir que está en peligro, pero la música ya está haciendo el mismo tipo de figuras en el fondo que cuando más tarde la apuñalan”.
Esa técnica, que se basa en el desconocimiento del ego de lo que está sucediendo bajo la superficie, se puede encontrar en todas partes ahora, no solo en el cine sino también en la publicidad y en la música popular.
Terapia y política
La respuesta a esa comprensión de que el ego es inseguro, autoengañoso, ciego a lo que realmente está sucediendo es, por supuesto, terapia, esa investigación profunda y a menudo costosa en nuestras propias mentes. O su más barata y accesible versión, la autoayuda, uno de los sectores más lucrativos en medios y publicaciones en el mundo.
La idea de Freud de que podemos escudriñar y cuidar el funcionamiento de nuestra mente resultó ser progenitora de millones de libros, aplicaciones y canales de YouTube dedicados a ayudarnos a sentirnos mejor con nosotros mismos.
Para Julian Baggini, ese énfasis en cuidar nuestros egos tal vez nos ha alejado de otras personas. La autoayuda originalmente, dice, tenía un objetivo espiritual o religioso: cultivar nuestros egos para un propósito superior. Pero en los últimos 50 años más o menos, eso ha cambiado.
“La autoayuda parece haberse vuelto mucho más ahora sobre simplemente mejorar mi vida como individuo en una especie de sentido de recompensa hedonista. No hay muchos libros de autoayuda que traten sobre cómo ser una mejor persona en el sentido moral. Se trata de ser más fuerte, más saludable, más productivo. “E incluso si se tocan aspectos de la ética, vienen justificados por los beneficios propios: abrazar a la gente y ser amable te hará sentir mejor a ti, por eso debes hacerlo”.
Esa idea de alimentar nuestro ego armoniza con lo que, en la década de 1980, políticos como Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en EE.UU. promovieron: la idea de que nuestra verdadera atención debería estar dirigida a nuestras necesidades individuales.
Los evangelistas del neoliberalismo y el libre mercado, aunque nunca lo hubieran dicho de esta manera, alentaron a fortalecer los egos para poder actuar sobre los deseos hambrientos de ese inconsciente furioso del modelo tripartito de Freud.
“Hacia finales del siglo XX, la idea del yo como lo más importante se volvió más poderosa y exagerada, y fue llevada a un nuevo extremo”, señala Baggini. “Creemos que todos debemos ser individuos. Pero todos desiguales”, declaró Thatcher. “Nadie, gracias a Dios, es como cualquier otra persona, por mucho que los socialistas pretendan lo contrario. Creemos que todo el mundo tiene derecho a ser desigual. Pero para nosotros, cada ser humano es igualmente importante”, añadió la premier.
“Algo cambió en ese momento, algo se invirtió. La balanza se inclinó más hacia el individuo y lejos de la comunidad”, dice el filósofo. Ese alejamiento de la comunidad hacia una especie de egoísmo autorizado sigue muy presente hoy en día.
Pero, ¿dónde está?
La pregunta suena absurda, y lo es: el ego es una idea, no una cosa. Pero así no lo podamos ver, señala Sophie Scott, directora del Instituto de Neurociencia Cognitiva del University College de Londres, hay una parte clave de la actividad cerebral que se ocupa de ayudarnos a entender qué somos nosotros y qué es el mundo exterior.
“Una de las propiedades básicas del cerebro es que sabe cuándo estás haciendo algo. Entonces, si tocas tu mano, obtienes una respuesta cerebral diferente que si otra persona te toca la mano. Tu cerebro descuenta cosas cuando vienen de ti, así que tienes un buen sentido del yo y del otro. Y lo hace con todo: tu cerebro responde de manera diferente a tu propia voz cuando estás hablando. Suprime áreas del cerebro que usarías para escuchar a otras personas, porque ya sabes lo que estás a punto de decir”.
Esa idea del ego como una especie de proceso de pensamiento, del producto de muchos mensajes diferentes que viajan entre las neuronas del cerebro, hace pensar en la tecnología y en el complicado asunto de cómo nuestros egos ahora tienen que subsistir en línea. “Piensa que hace varios cientos de años, los espejos eran raros. La gente en realidad no tenía una imagen clara de sí misma”, le dice a la BBC Bill Thompson, periodista y comentarista tecnológico. “Ahora vemos nuestra imagen en los espejos rotos de nuestras publicaciones en las redes sociales, nuestro correo electrónico, nuestros filtros de Snapchat, en todas partes”.
Eso no solo afecta la forma en que el mundo nos ve, dice, sino que cambia la forma en que nos vemos a nosotros mismos. “En el pasado era posible vivir tu vida sin que a diario se cuestionara tu imagen de ti mismo. Pero ahora hay desafíos. Son pequeños pero son constantes. Y cuando se trata en particular de las redes sociales, se da lo que se llama ‘colapso de contexto’, donde publicas algo para la que crees es una audiencia que te entiende, y obtienes una audiencia muy diferente que responde muy mal; eso es una amenaza real para tu sentido de identidad. De repente, otras personas te ven como algo muy diferente de cómo te percibes a ti mismo. Eso tiene un gran impacto cuando tratamos de construir un yo unificado a partir de esta cacofonía de formas, imágenes, ruidos y puntos de vista sobre nosotros mismos”.
Ese es un reto actual para el estado de nuestro ego, un siglo después de que Freud tratara de localizarlo en nuestras cabezas, lidiando con todas las fuerzas e ideas contradictorias que se arremolinan en nuestras mentes. Desde entonces entendimos que era algo mucho más fascinante: ese intangible que somos nosotros mismos.
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