La incomodidad premeditada
Hace pocos días elegí hacer un regalo, pero elegí mal el lugar. Era un negocio de ropa femenina no importa hoy si era en un shopping o a la calle. La marca tiene varios locales destinados a sus clientas de rango etario amplio y de nivel de ingresos variable. Es decir, casi cualquier mujer puede ir y encontrar allí algo que le guste; aunque hay que decirlo, no es una marca ABC1 sino más bien popular. Y allí -entre percheros que ordenaban la ropa por color, estilo, colección y temporada- me alegré por encontrar el regalo apropiado; pero más me alegré porque finalmente me podría ir de ese lugar.
Nadie parece necesitar una identidad de marca limpia ni tener una atención personalizada si los números cierran. O quizás parte de la identidad de algunas marcas es querer que sus clientes compren, paguen y se vayan, para dejarle espacio a otros consumidores. El cliente que mira sin comprar no es un cliente. El concepto y el objetivo por detrás de las estrategias de algunos negocios es que el público permanezca ahí el menor tiempo posible. Piense -por ejemplo, si lo visitó- en H&M. Algo parecido sucede con las sillas incómodas de las cadenas de comida rápida, que invitan a todo menos a la sobremesa. La música puesta a un volumen tan alto resulta, cuanto menos, incómodo. Tanto como para que la cajera no pueda escuchar en cuántas cuotas quería hacer yo el pago.
- Perdón, ¿pero no te resulta insoportable estar todo el día así? - quise saber
- Después de dos semanas te acostumbrás - respondió gritando
- ¿Y no pueden bajar el volumen? Es incómodo para todos.
- No, nos piden que esté siempre así.
Pagué y me fui. El contraste, aún con el ruido propio de un centro comercial, fue notorio. Por algún motivo recordé la historia de Robert Moses, el gran constructor de caminos, parques, playas, puentes y otras obras públicas de Nueva York entre los años veinte y setenta. Moses definió el aspecto y las características principales de la Gran Manzana, pero también la impregnó con su ideología. Promovió la construcción de autopistas, y para ello expropió manzanas enteras y destruyó barrios completos, principalmente del Bronx y de Queens. Tuvo la libertad para hacer y deshacer a su antojo, y en esa línea favoreció la circulación de vehículos particulares por sobre el transporte público. “Una ciudad sin tráfico es una ciudad fantasma”, dijo Moses.
Mientras se trazaban las futuras autopistas, Moses proyectó docenas de puentes y túneles que la cruzaran. Un detalle para nada menor era que casi todos ellos tenían una altura menor a los tres metros. Lo puentes de Wantagh Parkway, por ejemplo, medían 2,7 metros. El transporte público era usado en aquel tiempo por personas humildes y negros en su mayoría, y el Black Power recién empezaría a gestarse en la década del sesenta. ¿Para qué permitirles llegar hasta las zonas ricas de Long Island? Las estructuras de acero y hormigón ideadas por Moses cumplían un objetivo específico aunque no explícito: impedir que los autobuses (de 3,5 mts de altura) pudieran cruzarlos. Era mejor que sólo llegaran los propietarios de autos, los más pudientes. Las ideas de Moses encontraron un freno en Jane Jacobs, una periodista y activista que tenía otro tipo de ciudad en mente; pero eso ya es otra historia.
Los puentes de Moses -al igual que las sillas duras y la música que molesta- son parte de una incomodidad premeditada, de esa que invita a irse o a no volver, o directamente a no ir. Los números cierran, es cierto, pero quizás no estaría mal que una Jane Jacobs los ayude a contemplar otras opciones. Un cliente feliz siempre va, y siempre vuelve.
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