El viaje de Ulises es el de todos los chicos y chicas de los parajes salteños y de cualquier geografía olvidada de la Argentina.
Porque el viaje de Ulises no es solo la caminata de más de una hora entre cardones y piedras, debajo de un sol cortante, para poder estudiar. Es compartir la cama con tu madre y tu hermanita porque las paredes de la habitación cedieron, finalmente, a los embates del viento y la lluvia. Es acostarse, dormir, levantarse y cambiarse con frío porque no hay estufa. Es depender de que las cabras hayan dado leche para aferrarse a ese pedazo de queso en el desayuno. Y que por la acequia baje caudal suficiente como para abrir la canilla más cercana, al otro lado del camino, y que de la manguera asome agua. Es el camino, sí. Y también su entorno.
La génesis de esta historia es una nuble blanca que bajó del cerro. Un viento arremolinado que, en noviembre de 2016, surcó ese rincón de los Valles Calchaquíes, sobrevoló el río Blanco y se llevó las chapas y el cielo raso de la escuela 4575, en el paraje Cortaderas.
Apenas terminada aquella cobertura, ya arriba de la camioneta, mientras avanzaba por el camino de tierra que lo devolvería a Payogasta, y de ahí a Salta, el fotógrafo Javier Corbalán advirtió unas figuras deambulantes al borde de la ruta. Guardapolvos blancos, mochilas, zapatos con polvo. Hacían dedo. Querían evitarse, por una vez, esa larga caminata de regreso a casa. Uno de ellos –entrador, elocuente, curioso– se llamaba Ulises.
Este año, para el primer día de clases, Corbalán propuso narrar este viaje. Esos seis kilómetros que ese chico de siete años recorre todos los días desde su casa hasta llegar a la escuela.
Antes de encarar este texto, revisé mi libreta de anotaciones durante la cobertura. Entre mis garabatos, encontré dibujos con trazos de niño. Hay una casa, una serpiente, un hombre araña. Los dibujaron Ulises y su amigo Juan, mientras jugábamos al ahorcado y esperábamos la llegada del director y el inicio formal del ciclo lectivo.
Estos dibujos me trajeron un recuerdo. Como el director no logró llegar a tiempo –lo haría recién después del mediodía, luego de sortear cortes a lo largo de la ruta 33 por lluvias y aludes–, algunos alumnos decidieron emprender la vuelta a casa. Un grupito se subió a la camioneta que habíamos alquilado. Me tocó atrás, en la caja, con Juan, el amigo de Ulises. Un chiquito callado, con la cabeza recién rapada, que mientras los varones jugaban a la pelota en el patio de la escuela, él los miraba de reojo, concentrado en revisar y dibujar en mi libreta.
Arriba de la caja, Juan se me pegó. Todo lo que había callado en la escuela me lo contaba ahora. Y en pleno viaje, me dijo que tenía que contarme un secreto. Eso sí: solo me lo revelaría cuando se bajaran todos. Su casa –de adobe y sin energía eléctrica, como cualquier otra del paraje Punta del Agua– era la más alejada.
La camioneta frenó. Él agarró su mochila y, antes de bajarse, me hizo un gesto para que me acercara. Era el secreto. "Yo, en realidad –me dijo–, soy un superhéroe". Saltó al camino de tierra, y apuró el paso para alcanzar a su hermana mayor y entrar juntos a casa.
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