Miguel Hernández llegó a Las Bayas, un paraje aislado en el sudoeste de Río Negro, en 2012; es policía pero su principal trabajo es social
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El camino de la vieja ruta 40 no se ve a simple vista, se intuye, el viento patagónico arrastra polvo y somete a los dorados y resecos coirones a la necesidad de crecer inclinados. La flor del chacay, de un amarillo intenso, es el único color en la alfombra de tierra curtida. Apenas unas piedras y unas huellas señalan el rumbo en la inconmensurable estepa al sudoeste de Río Negro.
Las Bayas se ve a lo lejos: si el paisaje fuera una pintura, para representar al pueblo bastarían con hacer cinco o seis puntos con un pincel de pocas cerdas. Con apenas 15 habitantes, aislados del mundo se ve a un hombre galopar. “Salgo todos los días para proteger al pueblo de los cazadores, soy el sheriff de Las Bayas”, dice Miguel Hernández, policía.
Son muchas las cosas de las que carece el pueblo. La escuela cerró hace 35 años, no tienen señal telefónica, la única conexión de internet está en el destacamento policial, no hay capilla, ni sala sanitaria, ni siquiera un almacén o kiosco; cualquier cosa que necesiten tienen que buscarla en Pilcaniyeu, a 50 kilómetros por el errático camino. No se oyen niños, porque no los hay. “Me puse al frente de las necesidades del pueblo”, dice Hernández.
Trabajó en la cocina del Hotel Llao Llao, estudió magisterio, fue seminarista, es cantor, guitarrero, escribe poesías, y, desde 2012, es policía.
“Sin embargo, mi principal trabajo es social”, dice. Visita todos los días las casas de sus vecinos para conocer si necesitan algo, y si los nota mal, les toma la presión. Cuando llegó al puesto, sus colegas no habían aguantado vivir tan aislados. “Tenía dos caminos, fracasar o aceptar mi destino y progresar”, dice.
Hizo lo segundo. La usina de agua potable era de 1958 y no funcionaba. Fue a hablar con el intendente del Departamento de Ñorquincó y le dijo: “Hay dos caminos: o nos trae todas las semanas un camión cisterna o me compra todos los materiales y arreglo yo la instalación”, cuenta. El funcionario lo vio decidido y optó por lo segundo. “Puse el agua potable para el pueblo”, resume Hernández.
“Somos 15, pero queremos ser un pueblo limpio”, arremete. Su principal proyecto es liberar a Las Bayas de basura, y para tal fin reunió a todos los vecinos y realizó una jornada de limpieza: juntaron botellas, cartones, papeles y los llevaron a un pequeño basural que tienen a algunos kilómetros del pueblo.
Su sueño es sencillo: “Necesito que un ingeniero civil o un arquitecto me diseñe un pequeño edificio para hacer un centro de separación de residuos”, dice. Su plan incluye una pequeña revolución: “Voy a crear un puesto de trabajo, el encargado de llevar adelante esa labor”, cuenta esperanzado Hernández.
“Soy un agente de cambio”, confiesa el policía. Llegó a Las Bayas en 2012 y reconoce que lo que primero que hizo fue cambiar la imagen que los vecinos tenían de la autoridad, su primer desafío. Estepa adentro, la sociedad conserva un vicio patagónico histórico. “Siempre fueron amigos de los terratenientes y nunca estuvieron del lado del pequeño productor, yo soy nacido en el campo y los defiendo”, cuenta Hernández. “
La clave está en el caballo, cuando un paisano ve a un hombre montado, la imagen cambia”, devela algunas señales de la identidad en estos territorios solitarios. Así fue cómo ganó a la paisanada.
Siguió saliendo a caballo. Es el único policía en un radio inabarcable siquiera con la mirada. Uno de sus puntos de observación lo tiene en la cima del cerro Las Bayas, de 1000 metros de altura; es el techo de estas tierras indómitas. Los cazadores furtivos son su principal objetivo. “Existe un calendario delictivo”, reconoce. Cuando se acercan las fiestas de los pueblos más grandes y ciudades se acercan los cuatreros. “En modalidad con auto o con tropilla de caballos, vienen por nuestros corderos”, afirma Hernández. De $30.000 hasta $50.000 puede costar cada animal en el mercado ilegal.
“Usé estrategia disuasiva”, cuenta cuando tuvo que perseguir a caballo durante un día a un grupo de reos que se habían llevado unas vacas de un campo. “Soy bueno siguiendo rastros y los encontré”, cuenta. Los rodeó y los redujo a los tres. Pasó la noche en un puesto con los bandidos, mandó a un paisano a buscar señal y al otro día llegó apoyo. Desde su casa, un potente binocular está apoyado a la ventana. Cuando baja de su yegua, lo usa para seguir escudriñando el horizonte. Aunque a veces no son humanas las preocupaciones. Suelen verse luces en la estepa, de naturaleza inexplicable. Un misterio.
“Son bolas incandescentes que se elevan un metro y medio, dos metros del suelo y te persiguen”, cuenta Hernández. La última vez que tuvo un encuentro con ellas estaba patrullando en la búsqueda de unos caballos. “Venía hacia mí, y después se elevó y desapareció”, dice.
Un viaje al pueblo
La vieja escuela albergue que en la década del 70 tuvo a 60 alumnos es una naturaleza muerta sobre la calle principal del pueblo, que es la ex ruta 40, también dejada de lado, la nueva traza con asfalto pasa a 60 kilómetros más al este, montañas de por medio. Las ventanas y las puertas rotas del establecimiento escolar advierten que el olvido es una realidad que acecha y está cerca. “Nos quedamos sin niños, eso es triste”, dice Hernández.
Para unir fuerzas, trata de organizar a los vecinos. En su casa, que es el destacamento policial, tiene la única conexión a internet del pueblo. “Cuido todos los días que las gallinas no suban a la antena”, advierte.
“Si te olvidás de comprar sal, vas a tener que comer sin sal”, dice Hernández. Sin embargo, el policía en su casa tiene por si alguien necesita. Salir de Las Bayas es una tarea difícil y no es diaria. Hernández se maneja a caballo para hacer su recorrido, pero es el que más seguido va a Pilcaniyeu. Sabe que un viaje al pueblo es algo importante. Un día antes pasa casa por casa para avisar, si alguien tiene un encargue, lo anota y regresa con el pedido. “Tengo la única cuenta de Mercado Pago, nos ayuda mucho”, dice Hernández. Cuando alguien necesita comprar alguna herramienta u otro producto, hace la operación, va a buscarlo y luego le devuelven el dinero. “Mis padres me enseñaron a ayudar, es lo que hago”, afirma.
La señal telefónica más cercana está a 9 kilómetros. “En la tranquera amarilla”, señala Hernández. Hay que subirse y esperar que “aparezca” Una vez al mes llega un médico, si el camino está bien, cada veinte días. Si ocurre alguna urgencia Hernández se encarga de llevar a quien sea a Pilcaniyeu. Otro gran obstáculo es el combustible, y su escasez. En aquella localidad es común que no haya, y la única posibilidad es hacer 100 kilómetros hasta Bariloche. Es muy costoso salir Las Bayas.
“Llevamos una vida muy sencilla, no estamos contaminados por el consumismo”, aclara Hernández. En un lugar donde no existe chance de gastar dinero, un billete pierde valor en la escala de prioridades. La economía se basa en la venta de lana y corderos. “Cuidamos lo que tenemos y vivimos con poco, que es suficiente”, sostiene el policía, quien colecciona cuchillos y espadas, tiene una de la Conquista del Desierto.
“Se ha perdido la baquía”. Reconoce Hernández que pasa sus días escribiendo versos, tocando su guitarra y comunicándose por WhatsApp con su novia finlandesa, Satu. “Vive en un pueblo en la frontera con Rusia y está dentro de los reservistas”, cuenta. La baquía es el conocimiento empírico de las artes camperas que una persona arrastra de forma innata, la ejecución de ellas en el quehacer diario hace a un baqueano. “Necesitamos que en las escuelas se enseñen oficio”, sostiene y reconoce el trabajo de la Fundación Cruzada Patagónica.
“Promovemos los oficios rurales”, dice Mariana Bataglini, miembro de la ONG con una sólida presencia en toda la línea sur. Conocedora de los caminos perdidos que cruzan pueblos como Las Bayas, dedica su vida a asistir a los olvidados habitantes de estos territorios. La fundación creó en Pilcaniyeu Viejo una escuela agrotécnica gratuita y de gestión social que comenzó su primer ciclo lectivo en 2022, es un establecimiento albergue con una zona de influencia de 200 kilómetros. Los alumnos reciben educación clásica pero además, de oficios y vinculada al mundo rural, el agroturismo y el cooperativismo. “Este tipo de educación respeta la identidad del habitante de la estepa”, sostiene Bataglini.
La línea sur concentra los parajes rurales con menos recursos de la Patagonia. A través del CIFOR (Centro Itinerante de Oficios Rurales), la Fundación brinda talleres de manejo de operaciones en tractor, motosierra, esquila, carpintería rural, alambrado, riego y producción de gallinas y pollos parrilleros, entre otros. “Ponemos en valor la identidad rural”, afirma Bataglini. El proyecto llegó a 45 parajes de Río Negro, Chubut y Neuquén con 113 inscriptos en 2023, y 500 beneficiarios indirectos. El taller más exitoso fue el de motosierra.
“En lo simple hay felicidad”, agrega refiriéndose al estilo de vida de los pobladores de pueblos como Las Bayas. “Soy muy hábil para vivir en soledad”, dice Hernández. Reflexivo y contemplativo, está muy atento a la realidad social del hombre de campo, de las ciudades y sobre la propia. “En las dos últimas generaciones los políticos nos cargaron una mochila de odio que no es nuestro y no maduramos como sociedad. Los argentinos somos del linaje del trabajo, tenemos que regresar a él”, sostiene.
“Esta vida que llevo es un camino al autoconocimiento. Quiero conocer todas mis habilidades y para eso necesito de la soledad y el silencio”, confiesa. Reconoce que muchos ex habitantes quieren regresar al pueblo y otros ven como una posibilidad vivir en Las Bayas. “No es para cualquiera, pero vivimos bien”, comenta. Y remata: “Encontré la felicidad en este pueblo donde somos apenas 15 almas”.
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