El carpincho que vive como una mascota más con una familia en Mar del Sur
Un pescador de la zona lo había encontrado cuando era un recién nacido y al lado de su madre, ya sin vida; una pareja lo cuidó hasta que se recuperó, pero cuando lo dejaron en su hábitat natural, Marlín, como fue bautizado, volvió con ellos
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MAR DEL SUR.— “¡Hola, Gordito!”, es el saludo de bienvenida apenas le abren la puerta que da al lote con amplio parque donde el carpincho pasa gran parte de cada jornada. Se acerca a tranco corto, hociquea la mano del dueño de casa y ante la primera caricia sobre el lomo, se desploma sobre el césped y rota para que las caricias vayan a la panza, allí donde más le gusta. Es un mimoso de aquellos.
No estaba en los planes de Alejandra Villarruel y Marcelo Santiago que se incorpore al staff familiar. La idea era salvar la emergencia, cuidarlo y atenderlo hasta que gane algunos kilos y recupere salud cuando era un recién nacido. Y cumplida la misión devolverlo a su hábitat natural. Y así fue: después de unos meses de buena alimentación y mucho cariño lo dejaron a la vera del arroyo La Tigra, donde un pescador conocido lo había encontrado cuando era un recién nacido y al lado de su madre, ya sin vida.
Pero algo falló. Se hizo mal. O demasiado bien. Quizá la comida asegurada sin mayor esfuerzo. Tal vez el calor de la estufa a leña donde cada tarde se asegura la posición más cercana. O el sillón mullido que intenta apropiarse cada atardecer, cuando tiene ese permitido de algunas horas puertas adentro. Marlín hizo lo suyo, ganó confianza y llegó para quedarse.
La convivencia con Tribilín, Mía y Sofi, los tres perros de la casa, no fue un problema. El carpincho adoptado como mascota hace dos años por esta pareja de Mar del Sur eligió esta vida semiurbana por sobre el escenario de humedales donde nació. Hasta allí lo llevaron, con ánimo de dejarlo ya sano y fuerte con otros de su especie. Pero corrió detrás de la camioneta que lo había llevado y no tuvieron más alternativa que cargarlo y regresarlo a casa.
Con pelaje duro, de cepillo de paja, orejas pequeñas y sensibles y dos enormes y filosos dientes que le asoman bajo la nariz, este animal que ya supera los 70 kilos sorprende con su adaptación al ambiente humano. “Tiene baño privado”, bromea Santiago sobre esos tres metros cuadrados a la sombra que Marlín eligió para hacer sus necesidades, siempre en el mismo lugar. También dispone su propia pileta, de no más de un metro de diámetro, donde se baña a diario, cada vez con menos espacio por su crecimiento. Se sumerge, juega y da decenas de vueltas en el agua frente al fotógrafo de LA NACION. “Ya le queda chica, necesita una de fibra de vidrio más grande”, advierte la pareja que cuida a este carpincho que ya aprobó todas las materias de domesticación.
Entre varios animales poco comunes que ellos rescataron heridos, casi siempre en la costa o cercanías, es el único que se quedaron. Santiago hace remolques en las playas de Mar del Sur, donde han encontrado pingüinos y animales de otras especies que recuperaron ellos mismos o derivaron a centros de rehabilitación de la zona especializados en fauna marina. La otra que se quedó con ellos fue Mía, la perrita a la que hace ocho años hallaron con una pata quebrada y hoy está ciega, pero anda a la par de todos como una más.
Marlín come trigo y maíz que le sirven en un recipiente plástico. O repasa el césped de punta a punta en busca de algunas hojas o tallos tiernos. Aunque se da algunos placeres, como algún pedazo de zapallo, aceptar trozos de la manzana que suele cenar Alejandra o algún choclo que se roba de la mesa del parque, ante el descuido de sus cuidadores.
La convivencia no fue fácil y hubo que tomar recaudos. Herbívoro y de buen comer, las plantas del patio las incorporó rápido a la carta de su menú de recién llegado. Por eso, tras las primeras pérdidas, las macetas lucen a más de un metro de altura, lejos de su alcance. Hay otras a nivel de piso, pero son cactus, a los que el carpincho no se le anima por las espinas.
Ante el menor descuido sabe aprovechar las oportunidades. Como si fuera un perro, abre la puerta de casa y busca alguna alfombra o sillón donde acostarse. O se sube al auto si se le presenta la oportunidad, aunque le cueste cada vez más por su contextura de adulto y cuartos traseros cargados, escasos de elasticidad para el salto.
Alejandra, que es asistente social y se desempeña en una escuela de Comandante Nicanor Otamendi, cuenta que, cual si fuera un pacto, la media tarde es el momento de permisos para Marlín. Es cuando lo dejan entrar a la vivienda. Y por eso, puntual, el carpincho está esperando en la puerta para que le habiliten el paso. Se acomoda cerca de los leños encendidos y allí duerme hasta casi medianoche. Los dueños de casa a la cama y el roedor, con los perros, al parque.
“Los carpinchos son animales muy buenos, asustadizos también, no entiendo por qué los han cuestionado en estos días”, remarca Santiago sobre el conflicto que se abrió en Nordelta, donde la especie ganó presencia, territorio y, a la par, las quejas de vecinos que los consideran una molestia y también un riesgo.
La pareja coincide en que esos animales tenían allí su hábitat natural en las lagunas que hoy son parte de este barrio privado, uno de los desarrollos urbanos más imponentes del país. “Las casas ya no las van a sacar, así que si los que se tienen que ir son los carpinchos los pueden traer a Laguna de los Padres”, sugirió Alejandra, con la idea de sumarlos a la nutrida colonia de esa especie que habita esa zona de humedales.
Marlín, que cada día se calza una nueva cucarda para calificar de mascota o animal doméstico, demuestra emociones que sus dueños aprendieron a identificar. “Avisa cuando hay movimientos extraños”, destacan sobre un sonido que emite y suena a una tos seca. Deja escapar un silbido que encuentra caja de resonancia entre su boca y fosas nasales y otro que los dueños de casa lo entienden como equivalente a llorar. “Lo hace cuando alguna visita se va de casa o cuando lo estamos dejando solo”, explica.
“Es un vago hermoso”, insiste Santiago, mientras le pone el dedo en la boca, cual si fuera un chupete. Aún a riesgo de retirar la mano con algún raspón, producto del filo de esos enormes dientes que ya dejaron su huella en mosquiteros de ventanas, algún marco de puerta, la manguera de una aspiradora y algún par de botas que por descuido quedó a nivel de piso. Travesuras perdonadas. Y que le garantizan a Marlín larga permanencia entre mimos. Como una mascota más.
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