La historia del bar de un hotel bonaerense de 1914 que solo cierra una vez al año
El viejo hotel Molinari ocupa una esquina emblemática en Baigorrita, un pueblo de menos de 2000 habitantes en el partido de General Viamonte
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BAIGORRITA.– La cafetera del viejo hotel Molinari humea desde hace 80 años en Baigorrita, un pueblo de menos de 2000 habitantes en el partido de General Viamonte, a un costado de la desguarnecida ruta 65, frente a la estación ferroviaria. Allí, donde alguna vez pasaron tres trenes diarios, se produce una ceremonia que participa toda la comunidad: todos al menos una vez por día entran para tomar un café, el aperitivo o comprar mercadería. “Este lugar es sagrado”, dice Anahí Molinari.
“Por qué no trajiste una máquina para hacer vino”, recuerda Anahí que le dijeron a su padre Alberto cuando se le ocurrió invertir en la cafetera y no en algo que pudiera hacer aquella magia. “Siempre fue un pueblo muy vinero”, agrega Molinari, en tono de broma. Tiene 72 años y desde los 8 su padre necesitó su ayuda: comenzó a atender las mesas. En la década del 40 llegó de Bayauca (Partido de Lincoln) y encontró trabajo en este bar, a los pocos años lo pudo comprar. Era otra Argentina. El boliche tenía historia, había sido construido en 1914.
“Siempre fue una persona que trabajó mucho”, dice Molinari sobre su papá. También un hombre de visión, Baigorrita ebullía de gente. Del tren, por las calles del pueblo, por el camino real y por las huellas de tierra, llegaban y se desplazaban familias, comerciantes y trabajadores. “Todos venían acá”, recuerda Molinari.
El bar dio paso a un comedor. Francisca Muñoz, su madre, tenía un as en la manga: de Galicia trajo el encanto prometedor de los sabores puros que producen felicidad en mesas populares. “Irresistibles”. Así recuerda a sus platos.
Para la década del 60, el Bar y Comedor Molinari era un mundo de gente. Tuvieron que agrandar para tener más espacio para más mesas. Francisca amasaba pastas, tallarines, canelones, hacía pollo relleno, mayonesa de aves. La familia tenía (aún la mantiene) una quinta con vacas y cerdos. “Papá ordeñaba todos los días”, cuenta Molinari.
La leche se transformaba en crema, manteca y queso en las manos de la hábil gallega y Alberto “facturaba” bondiolas, salames, chorizos y jamón crudo. El resultado cambió a Baigorrita.
“No había máquina que hiciera café en el pueblo”, dice Molinari. Aunque reconoce que costó modificar el hábito. “No es común que la gente salga a tomar un café en un pueblo”, reconoce. La dinámica del pueblo establece la ceremonia del mate como única infusión. A la par de esto, la familia decide reacondicionar habitaciones y abrirlas como hospedaje, el único en el pueblo también. Pionero, don Molinari tuvo visión.
“Ya no vienen más, pero algunos me siguen llamando por teléfono”, cuenta Molinari sobre los hombres que se han convertido en una especie en extinción: los viajantes. Inquietos personajes que tenían una vida nómade y que en rutas que ellos mismos diseñaban se trasladaban grandes distancias para vender productos que no se conseguían en los pueblos, representaban al mundo y sus avances. El viajante se manejaba en su propio vehículo donde llevaba muestras y en muchos casos los artículos del rubro que vendía. En un viaje “levantaba” pedidos y en el siguiente los llevaba. “Todos paraban en el hotel”, recuerda Molinari.
Mercería, ferretería, electrodomésticos, comestibles, repuestos, cristalería y rubros de todo tipo. Fueron los clientes más leales. “El hotel siempre estaba ocupado”, dice Molinari.
Todas las semanas llegaban y durante décadas completaron los libros de pasajeros. “Me llamó para decirme que se retiraba”, dice Molinari, refiriéndose a un viajante que hacía 50 años que se hospedaba en el hotel. Los lazos son fuertes. “Te vas conociendo mucho”, dice. El desayuno, el almuerzo y la cena son momentos de confesiones y charlas.
“Nunca me gustó cocinar, para eso estaba mi mamá”, dice Molinari. Su padre falleció en 1960 y, su madre, en 2003. La esquina debió modificar su esquema. Uno de sus hijos la ayuda y su esposo Aníbal Magallanes es quien cocina. Amable y cariñosa, la clientela la integran los que buscan el café o el café con leche bien cremoso, y una notable guardia de representantes de la alta bohemia de Baigorrita. “Los personajes del pueblo”, declara Molinari.
Todos los días
Sobran las historias. Todos concurren todos los días, no faltan. “No me puedo tomar vacaciones”, dice Molinari. Cierra una vez al año, el 1° de mayo por el cumpleaños de una hija que vive en la vecina Junín, a solo 25 kilómetros. “No sé cómo lo hacen, pero me ven entrar al pueblo y me llaman. Se desesperan si cierro”, cuenta.
“Se quedan muchas horas, para muchos es el único lugar de encuentro”, afirma Molinari. Uno de ellos limpia y barre la vereda. Otro concurre todas las noches para tomar una medida de whisky y luego una de Campari, de esta manera logra luego conciliar el sueño. No se va sin antes pedir dos turrones. “Es para llevarle a su esposa”, dice Molinari.
Una tragedia golpeó a esta familia de solitarios. “Marcelo nos dejó”, lo nombra con dolor. Un cliente con el que compartió gran parte de su vida falleció.
“Nos da mucha pena”, dice Molinari. El hombre asistía todos los días con su perra, Pichucha, que lo sigue esperando después de un mes en la puerta del almacén. Anahí la adoptó y todas las noches la entra al salón para que duerma al lado de la estufa.
Otra historia tiene rango de capítulo de novela. Una mañana un curandero del pueblo, un tal Burgos, trajo a una clienta para que se hospedara en el hotel, una misteriosa mujer que se quedó encerrada en su habitación. Cuando fue a llevarle la toalla, tocó la puerta, y cuando se abrió desde adentro vio el cañón de un revólver que lo apuntaba a la cabeza. Rápida de reflejos, la obligó a bajar el arma y le cerró la puerta con llave. Salió de hotel y fue a ver al curandero: “¿Qué loca me trajiste?”, le cuestionó.
El rumor se expandió en el pueblo y la policía llegó al hotel, también algunos vecinos. La mujer se había escapado y un dato alarmó a todos: la entrada de un auto sospechoso con personas que estaban dando vueltas. En esto, se siente un grito desde el fondo de una casa cerca del hotel. “Acá está”, oyeron y se fueron a la casa de una vecina que gritaba desde la vereda. “Encontraron el cuerpo de la mujer”, recuerda Molinari. Su pasajera se había suicidado. “Menos mal que no se mató en el hotel porque me quedaba su fantasma”, confiesa.
“Estos lugares invitan a alejarse de las redes sociales virtuales para conectarse con las reales”, argumenta Matías Pierrad, uno de los creadores de Antigourmet, un proyecto gastronómico y literario que busca reivindicar los espacios con historias, alejados de modas y con propuestas culinarias apoyadas en sabores puros y con profunda vinculación con la identidad popular. Tienen un restaurante en el barrio de Palermo y Pierrad acaba de publicar La Biblia y el bodegón, una guía donde recomiendan bodegones y “lugares honestos”
Él fue al Hotel Molinari. “El sentimiento se puede traducir como ‘ya conozco este lugar’”, dice, y se refiere a la familiaridad de los muebles, el refugio para toda la gente del pueblo, la tranquilidad de sus vistas desde las ventanas, la atención cálida y heredada, el sentido de pertenencia. “Estoy convencido que en épocas de inteligencia artificial, cada vez más se valorarán los espacios y propuestas que nos anclen a la realidad”, determina.
La gastronomía del Hotel Molinari es de picadas, pastas, matambre y carnes. “Es una excusa para lo que sea: encuentro, charla, una idea –dice Pierrad–. Es un lugar detenido en el tiempo, una joya bodegonera”.
El salón está dividido en dos, un espacio con mesas que se encuadra en un gran mostrador donde descansa la icónica cafetera, una heladera Siam y una estantería con bebidas de todas las épocas. En una de las paredes dos grandes espejos son el portal al pasado. Uno tiene sublimada una publicidad de cigarrillos 43 y el otro de Hierro Quina Bisleri. La otra mitad es almacén de ramos generales. Todos los públicos conviven de una manera armónica.
Después de la pandemia, el hotel perdió su vigencia. Tienen cuatro habitaciones, pero Anahí se siente cansada para seguir con la actividad. Espera pacientemente que su hijo tome la posta. La estructura está sólida y se siente indestructible.
La esquina y sus historias, el olor esperanzador del café con leche, las medialunas de pueblo, la tabla queso y chorizo seca, y las copas generosas, atraen a viajeros. ¿Qué es lo que tienen estos lugares, dónde está su encanto? “La insoslayable desintoxicación digital que proponen –confiesa Pierrad–. Es 100% un destino Antigourmet, es obligatorio conocer el Hotel Molinari”, agrega.
El Partido de General Viamonte es un territorio conocido por sus quesos. Allí, inmigrantes holandeses trajeron la receta del gouda y lo desarrollaron con maestría. Muchas fábricas lo hacen y en su ciudad cabecera se realiza el Festival del Queso. Los Toldos es una localidad de casas bajas y veredas amplias y arboladas, la peculiaridad es que a pocas cuadras de su plaza vive la comunidad mapuche más numerosa de la provincia. También es el lugar de nacimiento de Eva Duarte.
“Demuestra que en otras épocas era posible hacer grandes cosas”, dice Alivia Severini, la directora de Turismo de General Viamonte. La esquina de 110 años de Baigorrita es visitada por turistas y exploradores de lugares con historias. “La mirada del viajero se amplía hacia el interior”, afirma Severini.
Con una sonrisa gardeliana, Anahí abre todos los días. Su esposo hace el café y ella se hace cargo del almacén. “Esta esquina es mi vida, no me iré nunca de acá”, confiesa.
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