La historia de La casa de las piedras: horrorizó a Belgrano, no les gustaba ni a sus dueños y era tildada de “new rich”
En el número 66 de la avenida Cabildo existió por décadas una vivienda cuya fachada parecía hecha de rocas; se trató de una corriente estilística que ya no existe en la ciudad y que también se expresaba con enormes grutas instaladas en parques y paseos
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En el número 66 de la avenida Cabildo, donde ahora se alza un edificio de varios pisos, hubo por décadas una vivienda mucho más pequeña que tenía una particularidad: su fachada parecía estar hecha con rocas. De hecho, popularmente a la residencia se la conocía como “La casa de las piedras”.
Demolida a comienzos de los ‘90, esta particular construcción era una de las últimas muestras que quedaban en Buenos Aires de una corriente arquitectónica denominada tapera revival, neovernácula o estilo de grutescos y rocallas, que consistía en construir, siempre en cemento, ornamentaciones relacionadas con el mundo natural. Así, rocas, troncos, ramas, cascadas, y otros elementos eran reproducidos e imitados hasta el detalle más mínimo para generar, en el paisaje urbano, una remembranza de la naturaleza que, merced al progreso, cada vez se alejaba más de la ciudad.
Esta corriente arquitectónica proveniente de Europa –especialmente de Francia-, se dejó ver en el paisaje porteño sobre todo a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Además de algunas casas, como la de avenida Cabildo, cuyas fachadas y patios internos se configuraron según los criterios de este estilo grutesco, esta manera de construir rindiendo culto a lo natural también se utilizó para la edificación de enormes grutas en paseos de la ciudad, como, por ejemplo, en la Plaza Constitución o Recoleta. Estas obras, de las que hoy no quedan restos, fueron pensadas para brindar esparcimiento y diversión a grandes y chicos.
Se sabe que la mencionada Casa de las piedras fue demolida en 1990 pero, en 2023, fue rescatada del fondo de la memoria por una cuenta de Instagram dedicada a la historia porteña llamada Buenos Aires perdida. Allí pueden observarse impresionantes fotografías de esa residencia de rocallas y un par de referencias muy útiles para conocer un poco más sobre su historia.
La singular vivienda era, en sus orígenes, una casa sin ninguna particularidad arquitectónica. Tenía una sola planta con dos ambientes, cocina, y un terreno de 59 metros en su fondo. Pero en 1914, el dueño de esa casa, José Lagomarsino, que se dedicaba a la fabricación y venta de sombreros, decidió hacer unas cuantas modificaciones en la propiedad original. Y allí fue donde introdujo la impronta grutesca al lugar.
Según describe el libro El árbol de cemento; arquitectura de rocallas en Argentina y Sudamérica, del arquitecto y director del Centro de Arqueología Urbana de la UBA, Daniel Schávelzon, el señor Lagomarsino mantuvo la antigua vivienda, pero le agregó un galpón y le sumó un nuevo piso, donde construyó ocho dormitorios, que seguramente serían para alquilar.
Una fachada al natural
Pero más allá de las ampliaciones interiores, lo que quedó a la vista tras estos cambios, a nivel artístico y arquitectónico, fue su fachada, con innumerables elementos que reproducían, con cemento, la naturaleza. En principio, todo el frente parecía estar hecho de piedras para hacer honor al nombre que los vecinos le pusieron al lugar. Había tanto rocas integradas a las paredes, como también apiladas para formar columnas, o en forma de lajas de gran tamaño sobre las ventanas de la planta alta.
Otros detalles de esta construcción se dejaban ver alrededor de los balcones del primer piso, realizados también en el mismo estilo grutesco. Allí, el cemento reproducía a la perfección ramas, troncos de árboles con todas los pormenores de su corteza, trozos de madera con sus respectivos nudos y también raíces de cemento que entraban y salían de la piedra. Además, podían observarse relieves de vides y racimos de uva.
Como otro símbolo de la necesidad de esta corriente arquitectónica de reconstruir el paisaje natural en un ambiente urbano, de algunas rocas de la fachada y de la parte inferior de los balcones colgaban estalactitas o carámbanos de hielo.
Una reja de barrotes de hierro y columnas hechas de piedra rematadas con maceteros en la parte superior separaba la vereda de Cabildo del frondoso jardín que estaba antes del ingreso a la vivienda, donde árboles y plantas reales convivían en armonía con sus reproducciones de material. Según las imágenes de archivo, allí había plantadas dos palmeras que todavía pueden verse en el frente del edificio que ocupa hoy ese predio.
En ese jardín delantero había una sombrilla de cemento, con mesas y sillas y además otros elementos del mismo estilo de la fachada: bancos hechos de troncos, tocones para macetas y más sillas por todo el terreno, con reproducciones de almohadones realizados, como todo lo demás, en cemento.
Si bien se desconoce la autoría de la creativa fachada, que tenía unos 21 metros de ancho, los descendientes de Lagomarsino consultados por el arquitecto Schavelzon lo atribuyeron a un fabricante de macetas italiano, o bien a un “experto en grutas” del mismo origen. Lo cierto es que, quienes realizaron esa obra, al igual que otras viviendas del mismo estilo que existieron en Buenos Aires, eran verdaderos artesanos, obreros de la construcción que hacían compatibles la albañilería y el sentido de la estética.
¿Una expresión del ‘medio pelo’ porteño?
Pero la estructura no solamente despertaba asombro y fascinación por su aspecto, sino que recibía también algunas críticas. Para muchos, especialmente para las clases altas porteñas, poner grutas en los parques y paseos con estilo de rocallas era aceptable, pero ornamentar del mismo modo las fachadas no era ya tan bien considerado. “Los parques estaban bien vistos para la diversión, pero hacerte en ese estilo la casa, eso sí era medio pelo, era de nuevo rico, algo que Lagomarsino era, precisamente. No era estanciero, era sombrerero”, dice a LA NACION el arquitecto Shávelzon, autor del mencionado libro sobre grutesco.
El especialista en estilo de grutescos y rocallas añade un dato más para dar cuenta de las aspiraciones del dueño de la casa de las piedras: “Él pone en la fachada dos escudos de armas, que andá a saber dónde los inventó, pero era para darse una estirpe aristocrática”.
Además de las críticas que recibía el neovernáculo por una parte de la sociedad, llegó un momento en que los mismos descendientes de José Lagomarsino también cuestionaron el estilo de la vivienda. Es el caso de Lilian Lagomarsino Guardo, quien fuera secretaria privada de Eva Perón y que, en su autobiografía Y ahora hablo yo, publicada en 1996, escribió sobre La casa de las piedras, donde ella mismo había vivido: “Era tan espantosa que a mis primos les daba vergüenza. Se bajaban del tranvía una cuadra antes al volver del colegio para que sus compañeros no vieran el lugar en que vivían”.
Lo cierto es que, gustara o no, este fenómeno arquitectónico pudo apreciarse por un tiempo en distintas viviendas de la ciudad de Buenos Aires, entre las que se destacaban las ubicadas en la calle Warnes al 100, en Jean Jaures al 600, Ramos Mejía al 1000 y Castro, al 900. Pero ninguna de esas construcciones sigue en pie el día de hoy. Tan solo quedan los testimonios ofrecidos por las fotografías y por los que estudiaron ese fenómeno arquitectónico, verdaderos arqueólogos de lo urbano, para salvarlo del olvido.
Pero no todo se ha perdido. El propio Schávelzon da la pista de que, en la calle Ravignani al 2300, a un par de cuadras de Cabildo 66, hay una casa en estado de abandono que exhibe en la parte lateral de su jardín delantero el relieve de troncos hechos de cemento, rastros del casi extinto estilo de rocallas.
La gruta de Plaza Constitución
Antes que a las viviendas, el estilo neovernáculo llegó a los paseos y parques porteños. Especialmente, con la construcción de grutas. Así, hubo espacios verdes con estas edificaciones en lo que hoy es Plaza Francia, en los parques de Palermo, en la Plaza Garay, entre otros lugares. Pero sin dudas, la más importante de todas fue la construida en la Plaza Constitución.
El hombre detrás de todos estos paseos grutescos fue el intendente porteño de entonces, Torcuato de Alvear, que mandó a construir la gruta de Constitución en 1885, bajo la dirección del arquitecto Ulrico Courtois. Se trató de una enorme mole que tardó un par de años en construirse y que también llevaba la intención de mejorar y urbanizar esa zona próxima a la estación de trenes, tradicionalmente utilizada para carga y descarga de carretas.
La gruta de Constitución tenía un aspecto algo fantasmagórico. Una parte parecía un macizo rocoso en falsa escuadra mientras que la otra representaba un castillo semidestruido. La particular obra tenía en su interior pasadizos, un túnel, pasarelas colgantes y muchos vericuetos, todo pensado para la diversión de los paseantes y para llenar los momentos de ocio de una población porteña que encontraba en los espacios verdes un lugar para el descanso y la distensión.
Pero con la llegada del nuevo intendente porteño, Francisco Seeber, en 1889, se impulsó un cambio en la perspectiva con la que se concebía a la mole de Constitución. Básicamente, en palabras de este alcalde, se consideró a la obra una “ofensa del buen gusto” y comenzaron las intenciones de demolerla porque, según decían, tenía serias posibilidades de derrumbarse.
La gruta, que era castigada desde la prensa al tratársela de “cosa inútil”, “espléndido mamarracho” o “valiente derroche de la renta municipal”, dejó de funcionar como lugar de divertimento pocos años después. Por mucho tiempo se convirtió en un sitio conocido popularmente como “la cueva de los gatos”, por la cantidad de felinos vagabundos que tomaron esa construcción como su confortable residencia.
Finalmente, el macizo rocoso que ya era un clásico de Constitución fue demolido en 1914. Lo hizo la compañía Anglo Argentina, por la necesidad de construir bajo ese terreno la línea del subterráneo que uniría Retiro con Constitución.
El fin del estilo de grutescos y rocallas
Así también, con el paso de los años, como ocurría con las fachadas de las viviendas, las grutas y otros ornamentos del estilo grutesco fueron considerados fuera de moda o, en palabras de Shcávelzon, “kitsch”. Los encargados de la tarea de diseñar y realizar parques y plazas sintieron que el estilo de grutescos y rocallas “no cuadraba” con lo que exigía urbanísticamente la ciudad y, poco a poco, fueron haciéndololo desaparecer. La moda en el paisajismo ya era otra. A comienzos de la década del 20, en los espacios públicos porteños, las grutas y otros elementos del estilo neovernáculo se habían esfumado y era como si nunca hubieran existido.
“El mismo (Carlos) Thays -autor de muchos paseos con grutescos- destruyó los parques que había hecho y él y su familia se olvidaron de eso y empezaron con los parques estilo francés, con florcitas y canteritos”, explica Schavélzon, que indica que apenas sobrevivieron en Buenos Aires restos de ese pasado de grutalismo en algún lugar del parque Lezama, en el cementerio de Recoleta y en pocas construcciones dentro del exzoológico porteño, actualmente llamado Ecoparque.
Como escribe Shávelzon en su libro El árbol de cemento, el estilo de grutescos y rocallas fue, en la ciudad de Buenos Aires, “una arquitectura y un arte que se construyó, se disfrutó y dejó de existir”. Y que, más tarde, sentencia el arquitecto, “se hizo invisible”.
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