La Guerra Civil Española resuena en Belchite
Cerca de Zaragoza, un pueblo en ruinas permanece como un legado de la contienda y del franquismo. Luego de 80 años de abandono, buscan restaurarlo.
Dicen que la cruz de hierro está en el sitio exacto donde se colocaron los cadáveres de todos los caídos en la batalla de Belchite, que culminó el 6 de septiembre de 1937. Eran varios centenares de cuerpos agujereados por las balas y enflaquecidos por el hambre, uno encima del otro: Belchite, una pequeña ciudad en Aragón, no lejos de Zaragoza, fue el escenario de uno de los combates más cruentos de la Guerra Civil Española. Administrada por los franquistas desde el comienzo del conflicto, los republicanos la asediaron con un sitio de trece días y cayó con dos mil bajas. O quizás más. Luego, un año más tarde, los nacionales la reconquistaron. Y yo me imagino la pila de muertos al lado de la cruz como en las películas, porque no quiero imaginármela como en la realidad.
Para mostrar la barbarie, los republicanos tuvieron al Guernica de Picasso. Franco, en cambio, tuvo a Belchite, un pueblo destruido que él decidió no reconstruir, sino dejarlo en ruinas como testimonio de lo que sus enemigos habían hecho. Casi como un capricho, ordenó construir una nueva ciudad al lado. Los 80 años que siguieron hicieron el resto. En Belchite, todo se fue desmoronando en silencio.
Llegamos hasta la cruz caminando por estas calles muertas, tan muertas como las de Pompeya –la más famosa de las ciudades arrasadas– o las de Lidice –que Hitler devastó en venganza por Reinhard Heydrich–, y en el silencio se escuchaban nuestros pasos crujiendo en la tierra reseca. Algunos días más tarde, mientras escribo estas líneas, sólo recuerdo una paleta de colores ámbar, anaranjado, rojo: ladrillos desnudos de revoques en paredes erosionadas por el viento y la lluvia. Quizás había algo de gris y hasta algo de blanco, pero ya no lo recuerdo.
– La sangre que venía de una calle se mezclaba con la grasa que salía de los cuerpos apilados y quemados –dice nuestro guía, cuando llegamos a la cruz de hierro, enorme y sombría.
Él se llama Juan Galindo Simón, tiene 36 años, es alto, es atlético, es miope. Vive aquí, y tras él vamos con María Angulo y Silvia de Félix, dos amigas de Zaragoza que me acompañan mientras cae la tarde.
La batalla de Belchite fue parte de una ofensiva militar de gran envergadura que afectó a muchos otros pueblos del frente de Aragón. Los 70 mil soldados republicanos que participaron en la operación intentaban desviar la atención de Santander, que estaba a punto de caer en manos de los nacionales, y llegar hasta Zaragoza. Pero no lo consiguieron: Santander se rindió el 26 de agosto. Ya sin chances de entrar en Zaragoza, los republicanos decidieron tomar Belchite, donde aguardaban 2.500 soldados falangistas. Estos se habían hecho con la ciudad en el inicio de la guerra, cuando se sublevaron y detuvieron al alcalde, un socialista llamado Mariano Castillo que pocos días después, en prisión, se suicidó.
No muy lejos de la cruz hay una ruina más: una construcción cuya forma se perdió. Ahora sólo es ladrillo sobre ladrillo. Y junco. Nuestro guía nos dice que es la vieja cárcel, y que en la antigüedad pudo haber sido una mezquita porque tiene una torre que acaso fue un minarete. Ocho siglos antes de la Guerra Civil Española, en el año 1118, Belchite había sido reconquistada a los musulmanes. Un rey aragonés invitó entonces a los malhechores y a los delincuentes a poblarla, eximiéndolos de sus penas. Esta tierra fue varias veces el Far West.
Juan Galindo Simón, que trabaja en la oficina del municipio, nos guía por la ciudad porque quiere que Belchite aparezca en el diario, que sea más conocida, que reciba a más visitantes. Es hora de reconstruir un poco la ciudad, dice e insiste. Y no entiende que Franco haya abandonado la ciudad a su suerte durante tantas décadas. Luego de la Guerra, mil prisioneros republicanos levantaron al lado de estas ruinas el centro urbano que hoy se conoce como Belchite Nuevo. Comenzaron en 1941 y terminaron en 1964. Para entonces los nazis también habían sido derrotados, y los antiguos republicanos ya no alzaban la urbe como trabajo forzado, sino que percibían un salario. Los tiempos habían cambiado. Un poco.
Los últimos moradores de las ruinas vivieron hasta 1974 en esta Calle Mayor por la que caminamos. Siguieron 35 años de nada, salvo cine: entre los escombros se filmaron Las aventuras del barón Münchausen (de Terry Gilliam, en 1988); ¡Buen viaje, excelencia! (de Alberto Boadella, en 2003) y El laberinto del fauno (de Guillermo del Toro, en 2005). El año pasado, Arnold Schwarzenegger vino para actuar en el comercial de un videogame. Los productores aman Belchite por su escenografía dramática, pero también por su precio: 390 euros por día versus 400 euros por hora en otra locación. Luego, en 2009, el municipio comenzó a restaurar lo que aún quedaba en pie. Hoy acuden a las visitas guiadas unos diez mil turistas por año.
– De niño me gustaba venir por aquí; esto era como un laberinto. Ahora los niños, si no es con una visita guiada, ya no entran –sigue Galindo Simón–. Se puede caer un bloque o una casa. A mí me da pena por ellos, pero todo tiene un fin en esta vida.
En este suelo en el que ahora nos hemos detenido para escuchar a Galindo Simón, muy cerca de la antigua cárcel, se disparó frenéticamente en las noches finales de la batalla. Balas a mansalva, sin ver, en la oscuridad.
– Esto tuvo que ser un caos –dice–. Aquí, en este sitio, debió haber estado montada una ametralladora porque el pueblo se terminaba cerca y algunos de los sitiados querían escapar.
Fue en el día 5 de septiembre. Los republicanos conquistaron la iglesia y el hospital, donde había 200 enemigos heridos. En la noche, unos 300 nacionales intentaron cruzar las líneas enemigas, romper el cerco y escapar hacía Zaragoza. Sólo uno de cada tres lo logró.
Ahora el viento sopla fuerte; ya estamos a campo abierto. Nos asomamos a una acequia seca. En 1937 esta canaleta hundida en la tierra fue un obstáculo insalvable para los pequeños tanques rusos T-26 en los que avanzaban los republicanos.
Hay gente que aquí ha grabado psicofonías en las que se escucha el audio fantasmal de aviones bombarderos, explosiones y gritos. Hace poco, un turista dejó su teléfono, con el grabador encendido, en el arco de entrada del pueblo. Allí, en lo alto, hay una ventanita en la que, en 1937, se situó un francotirador republicano que disparaba a los falangistas que andaban por las calles interiores. En los últimos días, el combate era calle a calle. El turista escuchó su grabación luego de la visita guiada: todo normal, salvo un único, abrupto estallido: un disparo, quizás.
– Aquí debajo hay criptas y cadáveres –dice Galindo Simón, ahora caminando por los restos de una enorme iglesia que ya no tiene techo.– Yo he visto huesos en el piso... y aquí se ve un hueso… ¡Hostia! ¡Mirad, mirad! ¡Sobresale un hueso!
A un costado de la iglesia, sí, un hueso reluciente y blanco asoma en una ladera de tierra. Por el tamaño, y según mis insignificantes conocimientos de anatomía, parece un fémur. Pero ese muerto murió mucho tiempo antes que los demás.
A seis meses de la caída de Belchite, el 8 de marzo de 1938, Franco la recuperó. “Yo os juro que sobre estas ruinas de Belchite se edificará una ciudad hermosa y amplia como homenaje a su heroísmo sin par”, proclamó ante un puñado de hombres. No había mujeres ni niños. Sólo soldados falangistas que, luego de Belchite, seguirían hacia Cataluña. Franco venció, pero nunca cumplió su juramento.
Ahora la fantasmal Belchite está a oscuras. Se ha hecho de noche. Huele fuerte y ácido. No son los restos humanos, sino los chanchos en los criaderos cercanos, cuyo hedor se dispersa con el viento.