La generación del lúpulo: los Leibrech, la familia que en la Patagonia es una pieza clave para la cerveza artesanal
Desde 1982, producen en una chacra en un paraje rural a 50 kilómetros de El Bolsón
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SAN CARLOS DE BARILOCHE.– La recorrida por el campo de Lúpulos Patagónicos resulta una experiencia lúdica. Las plantas tienen unos cinco metros de alto y avanzamos por esos pasillos interminables siguiendo los pasos de Klaus Leibrecht, que se detiene cada tanto para sacar un cono de cada variedad (Cascade, Nugget, Bullion, Victoria, Patagonia Red y Willamette), abrirlo y compartir los diversos aromas: cítrico, vainilla, dulce, y especiado.
La historia de la familia Leibrecht en Mallín Ahogado, un paraje rural a 15 km de El Bolsón, comenzó en 1982, cuando Alfredo, el padre de Klaus, compró allí una chacra. Alfredo se había mudado en 1977 de Buenos Aires a Bariloche y viajaba bastante a esa localidad rionegrina para comprar madera. Uno de los productores originales de lúpulo de la zona, Alush Rizza, lo entusiasmó para que se dedicara a ese cultivo.
“Ya en 1985 había lúpulo en la chacra y en 1986 compramos una máquina cosechadora. Y teníamos un secadero provisorio que duró hasta 1997″, se ríe Klaus. Al terminar el secundario, se incorporó al emprendimiento familiar en 1989: “Aprendimos juntos con mi viejo. Él hacía la parte administrativa y yo, el trabajo en la chacra”.
Como muchos otros cultivos en el país, la producción de lúpulo experimentó varias fluctuaciones. En el valle de Mallín Ahogado llegaron a haber 400 productores (hoy son cinco), que fueron desapareciendo a fines de la década de 1970, cuando la industria cervecera elegía importar todos los insumos.
Klaus recuerda que entre 1988 y 1993 se promovió el régimen de “Compre nacional”, por lo que empezaron a aparecer nuevos productores de lúpulo por aquellos años. Pero ya en 1994 volvieron a ser menos de 15 las chacras en pie. “Pasamos los 90 como pudimos. No había plata, así que aprendimos a hacer de todo. Se empezó a perder calidad porque no había forma de invertir. Las chacras estaban obsoletas, no podíamos ni cambiar los postes para las falderas. A mi viejo lo llegué a ver dos veces arrodillado, llorando, pidiendo por favor que le compraran la cosecha”, cuenta Klaus.
Poco a poco, fue involucrándose cada vez más en las decisiones y era quien negociaba con los gerentes de la industria. “Ya habíamos hecho intentos de vender en el mercado artesanal, habíamos empezado muy de a poquito. Todavía no teníamos cámara de frío, ni planta peletizadora ni envasadora. En 2013 vendimos los primeros 300 kilos de lúpulo a cerveceros artesanales. Al año siguiente, ya fueron 1000 kilos. Al cuarto, 5000. En esa época, cosechábamos unos 20.000 kilos y habíamos empezado a tener problemas con las heladas. Y en medio de la cosecha de 2017, sabiendo que no iba a ser una buena cosecha, le avisé a mi viejo que no le íbamos a vender más a la industria. El mercado artesanal apreciaba mucho más lo que hacíamos. Y nos fue rebien: al terminar esa cosecha, ya teníamos todo vendido”, se entusiasma Klaus.
Nueva fase
A partir de allí fue otra la historia. Los Leibrecht pudieron empezar a invertir y sacar créditos para comprar maquinaria. Actualmente, hacen el proceso completo: desde el lúpulo en el campo hasta el peletizado y envasado. Mientras que antes se enfocaban en el volumen, hoy lo importante es la calidad del producto.
El año pasado exportaron a Brasil y, desde allí, un distribuidor de insumos para cerveceros artesanales los hizo entrar en Estados Unidos, a través de la feria internacional que nuclea a los protagonistas de ese mercado. Y en abril, el distribuidor que recibió el producto en Estados Unidos, vendrá a Mallín Ahogado a conocer la chacra y ver el proceso de peletizado que usan en Lúpulos Patagónicos. Por el valor del dólar, Klaus señala que exportar no es negocio, sino que sirve para darse a conocer y apostar a futuro.
A su vez, para mejorar la producción, Klaus –que se define como un autodidacta– fue adaptando máquinas e inventando soluciones, como el equipo antiheladas. También incursionó hace 12 años en fertiriego (los fertilizantes se incorporan al riego por goteo), una técnica que en Alemania (el país con mayor cantidad de productores de lúpulo del mundo) se empezó a usar recientemente. Es un camino plagado de pruebas y errores. Encontrar la fórmula más apropiada para el fertiriego, por ejemplo, le llevó casi 10 años.
“Por un lado, las crisis nos han hecho modificar nuestra forma de trabajo. Pero, por el otro, solo pudimos tener este presente por entrar en el mercado cervecero artesanal. Si bien representa el 3% del total, compran el 30% del lúpulo que se cosecha actualmente en la Argentina”, dice Klaus.
De todos modos, los desafíos siempre están: las diferencias entre el dólar oficial y el blue hacen que hoy la mayor competencia sea el lúpulo importado. Pero la calidad sigue siendo el verdadero faro. “Si bien podría decir que más no se puede hacer, hoy hacemos un muy buen producto, lo cierto es que siempre hay algo para mejorar. Conseguir calidad es una obsesión, no se termina nunca”, afirma Klaus.
Desde el martes pasado, en la chacra están en plena cosecha, un proceso que lleva un mes. En paralelo, los conos de lúpulo se secan y se prensan, para luego ser transformados en pellets y, finalmente, envasados. Además, el fin de semana, cientos de cerveceros de distintas partes del país y el mundo se dieron cita en El Bolsón (y en la chacra de los Leibrecht y otros productores) para la sexta edición del Festival de la Cosecha del Lúpulo, donde compartieron información sobre esa pasión que los une y brindaron con cerveza, claro.
Hace poco, Klaus encontró un plano que su padre hizo a principios de la década de 1980 con el proyecto completo de la chacra. Casi 40 años después, esa idea es una realidad. “El viejo murió hace un año y medio. Llegó a ver todo esto y estaba feliz”, se emociona Klaus. Su hijo Andrés también participa de la pyme: la tercera generación “lupulera” de los Leibrecht sigue escribiendo la historia de este cultivo que hace felices a tantas personas.
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