La ficción como una herramienta de la historia
En El general y su laberinto,Gabriel García Márquez retoma una idea abandonada por su amigo y escritor Álvaro Mutis y se ocupa de Simón Bolívar en su viaje final hacia Cartagena de Indias, con el propósito de embarcarse a Europa huyendo de la incomprensión y el acoso de muchos de sus compatriotas hasta no hacía mucho partidarios y admiradores. Ningún personaje histórico más inflamado de magia y de realismo. Si bien el autor ha destinado tiempo a la investigación histórica, se permite ficcionalizar personajes y circunstancias para matizar las vetas mediocres de la realidad de toda vida humana. También de don Simón.
Es clara la metáfora subyacente en ese personaje extraordinario que estuvo a pasos de lograr la unión americana necesaria para sostener la independencia continental recién lograda de España, pero ahora amenazada por otras codiciosas potencias europeas, en especial Gran Bretaña y la Santa Alianza. Proyecto en el que contó con la colaboración de nuestro Bernardo Monteagudo, asesinado en Lima a sus treinta y cinco años para abortar la convocatoria al Congreso Anfictiónico de Panamá, idea expuesta por Bolívar ya en su Carta de Jamaica en 1815. Y en ese fracaso de unión de recursos y esfuerzos está simbolizado el trágico sino de nuestra Iberoamérica, un eje clave del libro que comentamos.
Cuando transcurre la novela, la Gran Colombia ya se ha fragmentado por obra de los agentes extranjeros, el saboteo de otros jefes revolucionarios americanos y las traiciones de algunos de sus más estrechos colaboradores, como Francisco de Paula Santander, protagonista de furias y pesadillas bolivarianas. "Su sueño comenzó a derrumbarse el mismo día que se cumplió", escribe el autor. En ese viaje postrero debe combatir contra su enfermedad que avanza incontenible a lo largo de las páginas y sus cambiantes estados de ánimo, que van del furor a la esperanza y de la depresión a la confusión, incapacitado de aceptar un destino tan cruel, esa despiadada sensación de haber arado en el mar. Una realidad pespunteada literariamente por la memoria, personificada en su fiel servidor José Palacios, un esclavo liberto que cumplirá en el texto la función de clivar ese presente y ese pasado que Bolívar tiende a confundir en su debacle física y mental.
En ese viaje por el río Magdalena en 1830, el mismo año en que dimitió a la presidencia de la Gran Colombia, no está el prócer luminoso exaltado hasta el endiosamiento de la historiografía tradicional, sino un patético ser humano anclado en un destino que no está seguro de haber elegido. Su jornada fluvial, luego de pasar por Puerto Real, Mompox, Turbajo y otras poblaciones que García Márquez bien conoció en su infancia, desemboca en su muerte en Santa Marta. Atormentado por la noticia, con una imprecisión cronológica que el autor se permite y nos regala, del asesinato de su fidelísimo Mariscal Antonio Sucre, el vencedor de Ayacucho, a quien amaba y consideraba su legítimo sucesor, en un atentado indudablemente dirigido contra su persona. Tampoco está allí para consolarlo su amante, Manuela Sáez, "la aguerrida quiteña que lo amaba, pero que no iba a seguirlo hasta la muerte".
En el final de mi obra teatral La entrevista de Guayaquil, nuestro San Martín le había pronosticado ese futuro: "Le dejo la gloria, futuro Libertador de toda la América, pague usted el precio".
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