La fascinante historia de La Copelina, la vieja embotelladora de “agua mineral radiactiva” que terminó en la ruina
Durante tres décadas fue una de las proveedoras más importantes de Buenos Aires; la vida de un lugar marcado por la magia del paso del tiempo
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El frente de la enorme casona de piedra sigue en pie, como el viejo surtidor de combustible de YPF fabricado por Siam-Di Tella o la placa fundacional de 1932, pero del imponente chalet estilo Mar del Plata con reminiscencias tudor no ha quedado nada más que destrucción y abandono.
Emplazada al pie de un cerro de 200 metros y sobre la misma napa freática que la cooperativa de aguas Sierra de los Padres, en una zona de campo en el partido de General Pueyrredón, la estancia La Copelina fue durante 30 años la mayor proveedora de agua mineral del sudeste bonaerense.
Y pese a que los actuales dueños del predio hacen correr la voz de que a los intrusos se les tiran los perros, visitar las ruinas abandonadas de la vieja embotelladora de agua mineral sigue siendo un lugar inexplorado y rodeado de la magia de otros tiempos.
Fundada por los hermanos Gionocchio, su principal promotor fue el médico catedrático Manuel V. Carbonell, quien publicitaba el agua del manantial como terapéutica, casi como un medicamento. Las razones para hacerlo eran sobradas.
El agua de aquel manantial no solo era “bacteriológicamente pura” y “débilmente alcalina” sino, y sobre todo, “acentuadamente radiactiva”, según podía leerse en los avisos pautados en revistas de la época, como Caras y Caretas.
Allí anunciaban que el agua de La Copelina, envasada en botellas de vidrio verde -con y sin gas- en su planta modelo instalada en el medio de un paraíso idílico de sierras y praderas, surgía de una “fuente radiactiva con 26,2 unidades mache por litro”.
Como se creía en los años 30 y 40, se trataba sin dudas de un líquido harto salutífero ya que, con estos parámetros bioquímicos, “facilita la digestión estomacal, regulariza la funciones del hígado y aumenta la secreción urinaria, realizando un verdadero lavado del organismo”.
No estaba loco el doctor Carbonell, miembro de la Academia Nacional de Medicina, ni los científicos de la época que lo respaldaban, por publicitar un “agua mineral radiactiva”.
Muy por el contrario, durante el primer tercio del siglo XX, el tema de las “radiaciones” estaba en auge por sus potencialidades curativas, desde que la científica polaca Marie Curie descubriera el elemento químico radio y acuñara el término radiactividad.
Aunque Curie murió intoxicada por radiación en 1934, sus hallazgos abrieron un gran campo de estudio en áreas de la salud que llegan hasta nuestros días, y la palabra “radiactividad” gozó de buena prensa, pero solo hasta 1945, cuando Estados Unidos arrojó dos bombas atómicas sobre Japón y el mundo conoció los devastadores efectos contaminantes de las emisiones radiactivas en las personas y el medio ambiente.
Algunos creen que esta fue una de las razones del ocaso de La Copelina, cuyo negocio para los años 50 comenzó a tambalear, pero lo cierto es que todas las aguas minerales de la época solo tuvieron que cambiar la etiqueta, tras lo cual siguieron funcionando. Después de todo, aquella radiación natural no curaba, pero tampoco hacía daño a la salud.
Sin embargo, hay quienes señalan que el cierre y posterior decadencia de La Copelina, a mediados de los años 60, se debió en parte a otro mito de la época: un oscuro pasado de posguerra, cuando se habría convertido en un refugio de alemanes nazis que buscaban escapar de la justicia.
Nada de esto pudo ser probado hasta ahora, coinciden los estudiosos del tema, pero la leyenda de una guardia nazi oculta tras las sierras quizá se sustente en una visita que hicieron oficiales de la Kriegsmarine (la marina de guerra alemana) a Mar de Plata durante la Navidad de 1937.
El acorazado alemán SMS Schlesien con bandera nazi había fondeado en el puerto de Mar del Plata con propósitos propagandísticos. El auge del Partido Obrero Nacionalsocialista en Alemania se replicaba en todo el mundo, especialmente en la Argentina del presidente Agustín Pedro Justo, donde ya existía un partido nazi disciplinado y una comunidad alemana con más de 250 mil integrantes.
La tripulación del SMS Schlesien, al mando del capitán Friedrich Wilhem Fleischer, fue agasajada por el intendente José Camusso y los curiosos podían subir al buque a tomarse fotografías con la bandera de la esvástica flameando detrás. Entre su recorrido por la ciudad, los oficiales visitaron La Copelina, según anotó Rubén Aguilera en el blog Fotos de familia.
Dos meses después, 20 mil nazis cantaron el himno nacional argentino en el Luna Park.
Otros investigadores rechazan la idea de que La Copelina haya sido un refugio de criminales nazis, todavía más cuanto que no existe documento alguno que lo pruebe. “La causa del cierre no fue más que el rédito económico negativo que esta empresa comenzó a obtener debido al ingreso de las grandes multinacionales como Coca-Cola y Pepsi-Cola al negocio de las aguas minerales hacia fines de los 50”, escribió el coleccionista de botellas antiguas Martín Rodríguez.
Para Rodríguez, la aparición de marcas con fuerte respaldo multinacional como “Tonada” o “Manantial” no solo sepultaron a La Copelina sino a la “casi la totalidad de las soderías y fábricas de refrescos de Mar del Plata”.
Desde entonces, la familia dueña del predio decidió dedicar todos sus esfuerzos en la industria agropecuaria y el sitio poco a poco fue cayendo en la ruina.
Su imponente chalet pintoresquista de piedra se fue viniendo abajo; los techos se derrumbaron aunque aún subsisten sus esqueletos con pendientes pronunciadas, igual que sus pisos de madera o sus aberturas de hierro con vidrio repartido, como si el implacable paso del tiempo se asemejara a un bombardeo.
Los arcos de medio punto, indestructibles, parecen mirar la desolación con ironía, y siguen haciéndole frente a un bosque cada vez más frondoso que se fue fagocitando la construcción.
Hay chapitas por todas partes, como máquinas embotelladoras de acero oxidado. Un enorme motor gasolero de seis cilindros que servía para generar energía eléctrica se muestra como testigo de un pasado mejor.
Fuentes del municipio dijeron a LA NACIÓN que han intentado negociar con los propietarios de la estancia para promocionar el turismo rural, pero ante su negativa admitieron que no se puede hacer otra cosa más que respetar su voluntad. “Es un lugar privado, no se puede entrar, y si te metés sin permiso te pueden cag... a tiros”, aclaran.
Pese a que es un lugar privado, y su acceso está restringido, hay usuarios de Google Local Guide que comentan su experiencia ahí. “¡Espectacular! Sueño cumplido… Volveremos”, anotó Graciela MDQ, una entre medio centenar de usuarios de esa extensión del buscador. “Es un lugar con magia y es una pena saber que el tiempo es impiadoso. La gente que va tendría que tratar de cuidarlo, eso haría que tengamos a La Copelina unos cuantos años más”, añadió quizás, sin saber, que no se podía ingresar.
El tiempo es impiadoso y las ruinas de La Copelina, objeto de culto de los exploradores de sitios abandonados, son el mejor testimonio. Hasta los años 60, la embotelladora de agua mineral no solo era una de las más grandes del país: también era un lugar frecuentado por todos los colegios de la región.
Las excursiones eran de ensueño y todavía persisten en el recuerdo de quienes tuvieron la oportunidad de ver a la embotelladora en su máximo esplendor.
Algunos incluso todavía guardan como suvenir las botellas de vidrio verde que se llevaban de obsequio, con la leyenda en sus etiquetas: “Agua mineral de fuente radiactiva”.
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