La llanura que precede a la costa marítima bonaerense se traduce en una alfombra seca de pastizal pampeano. Los árboles son elementos que quedan atrás en la ruta. El camino rural, rodeado por una zanja donde se ven las cuevas de las vizcachas y los peludos, cruje de soledad. Los cardos rusos lo atraviesan. No pasa nadie por estas huellas. Una vieja construcción ferroviaria inglesa se ve desde lo lejos.
Lin Calel es un espejismo rodeado de un racimo de casas que resiste al olvido: apenas 40 habitantes sostienen este punto en el mapa en la dilatada geografía del distrito de Tres Arroyos, al sur de la provincia de Buenos Aires. "Nosotros nos autoabastecemos, comemos todo lo que producimos", confiesa Daniel Almirón, de 41 años. Junto a su familia tienen un sueño: recuperar una estación ferroviaria abandonada hace 60 años y darle al pueblo la posibilidad de un renacimiento.
"Nuestro ideal es poder vivir sin dinero, con trueque. La idea que tenemos es producir, vender el excedente y tener soberanía", afirma Daniel. Su esposa y cuatro hijos acompañan la gesta. El esfuerzo y el trabajo es el lenguaje con el que se comunican. En los viejos terrenos en donde alguna vez estuvieron las vías y había movimiento, se trazaron un plan: limpiar, ordenar y comenzar a sembrar. "Compré $500 de semillas, y tenemos comida para tres años", cuenta. "La gente no sabe que el dinero no es lo solución, sino las semillas", confirma Romina Negreiro, de 38 años, su esposa.
"Nosotros no queremos planes sociales", afirma. Es la declaración de principios de la familia: "Queremos trabajar la tierra y recuperar la estación, no nos interesa el dinero".
Hace diez meses, el matrimonio pasó por Lin Calel y vio la estación en ruinas. "La estaban vandalizando, el pueblo se moría", agrega Daniel. Los lugareños usaban los pisos de pinotea para alimentar los fogones para asar, el interior de las amplias habitaciones habían sido destruidos; los vidrios de las ventanas usados como blanco para afinar la puntería, la planta alta, con un sobre piso de guano. "Vimos todo esto y pensamos: qué hermoso sería devolverle su belleza", recuerda Daniel. Se miraron, y ahí nomás, dejaron su vida que tenían en una quinta en Tres Arroyos (está a 55 kilómetros) y realizaron una apuesta a todo a nada: dejar la comodidad y renacer entre las ruinas de la estación.
"Están revalorizando un patrimonio de Tres Arroyos, dándole un valor cultural", afirman desde el área de Cultura del Municipio. La estación tenía el destino prefijado: el abandono y el derrumbe. El proyecto familiar de los Almirón la está rescatando de ese fin anunciado y pretende desde aquí, generar producción propia pero también abrir un espacio de recreación abierto al pueblo y al visitante. "Queremos que vuelvan a visitar al pueblo", sueña Daniel.
"Los primeros meses no teníamos luz, fueron muy difíciles", recuerda Romina. Pronto el plan trazado fue cobrando forma. Daniel es muy hábil con las manos, hace trabajos en las casas del pueblo, juntaron algo de dinero, y compraron por $50.000 una vaca lechera que ordeñan dos veces por día. En un mes tuvieron queso, crema y manteca. Los altos pastos que rodeaban a la estación los nivelaron a fuerza de guadaña, a la manera antigua. Sembraron verduras y hortalizas. A las semanas comenzaron a cosechar. "No hay otro secreto que trabajar", sostiene Daniel. "Amasamos el pan, hacemos nuestras tortas", describe Romina. "Huevos, nos sobran", apunta su mirada hacia las gallinas ponedoras.
La dura realidad económica fue la responsable para hallar la oportunidad para crecer. "Hacemos todo por trueque", aclara. La tierra da recompensas hacia quienes la tratan bien. Unas vizcachas las cambiaron por madera, unos quesos por 150 plantines de frutillas, y de esta manera la vieja estación ferroviaria comenzó a cambiar. En la habitación donde funcionó la capilla hicieron su hogar, donde vive el grupo familiar. Una cocina económica, las camas y una ventana que muestra el horizonte, aquí esperanzador.
Las vías ya no están más, pero todo es sonrisa en la estación. Aves de corral, pollos parrilleros que crían para comer, vender o intercambiar, una parcela donde han plantado manzanos, ciruelos, cítricos. "Nuestra idea es producir todo", repite Daniel. "Quiero que la gente se contagie, que sepa que es posible darle utilidad a las estaciones abandonadas", agrega.
El proyecto aquí es familiar y productivo, y también piensan en lo social y en lo turístico. Planean reciclar una de las habitaciones de la estación para los viajeros que vengan y quieran descansar. "Será sin costo, queremos que pueden disfrutar lo mismo que nosotros", afirma. En un pedazo de tierra, tiene en mente plantar sandías y melones.
Siete manzanas
Lin Calel es un pequeño pueblo de siete manzanas que está sobre la ruta 72, de tierra. Aquí el tiempo se detuvo. La electricidad llegó recién en 1983, y aún hoy es un bien precario. "Todos los días tenemos cortes", aclara Daniel. El nombre es una voz mapuche que significa "carne blanca". No hay señal telefónica ni datos. En 1929 se creó la estación ferroviaria, funcionó hasta 1961, cuando se cerró el ramal. Las vías se levantaron. Un viejo hotel permanece en pie, testigo de los buenos tiempos. La escuela rural tiene tres alumnos. Sobresale el inmenso galpón del Club Juventud Agraria. En línea recta está a sólo 8 kilómetros del mar, la localidad balnearia Claromecó. "A la noche podes oírlo", dice Romina.
El club está cerrado a pesar de que esté en excelentes condiciones. "Un vecino tiene las llaves y no quiere abrirlo", afirma. Pueblo chico, infierno grande. Una sala sanitaria también está cerrada. "Dejó de venir el médico", comenta con resignación Romina.
Una buena noticia en medio del olvido: "Hace dos meses pusimos internet", afirma. El servicio tiene un valor de $900. "Nos cambió la vida", afirma Aylen, la mayor de los hijos, de 17 años. Sus amigos están a muchos kilómetros de distancia. Ahora se pueden comunicar.
Bruno, de 15 años, y Aylen van a una escuela de Copetonas, a 20 kilómetros. Por su buen rendimiento, Maximiliano fue becado en la prestigiosa Escuela Agraria de Tres Arroyos, y la pequeña Irene concurre a la escuela del pueblo. "Ayudó para que no cerrara, ahora son tres alumnos", afirma Romina.
Cada uno, además, sabe que tiene que ayudar en las tareas del hogar. Regar la huerta, darle de comer a los animales, cuidar que las puertas estén siempre cerradas para que no entre ningún puma, fijarse las trampas de las vizcacheras. "Acá trabajamos todo", confirma Daniel. El sueño que persiguen reclama esfuerzo. "Estamos felices de estar en este lugar, es muy tranquilo", agrega Bruno.
Para entender la perspectiva, la ciudad de Tres Arroyos tiene 50.000 habitantes. Lin Calel, 40. La recuperación de la estación contagió de esperanza a los vecinos del pueblo. Juan Zárate es uno de ellos. Tiene uno de los pocos autos del pueblo, un inoxidable Renault 12. "Todos los días sale a tocar bocina, saludando a todos los habitantes", cuenta Daniel.
"El pueblo se estaba muriendo, está muy bien ver que la estación renace", afirma Osvaldo Anaya, de 67 años, que atiende un pequeño almacén donde vende lo básico. Yerba, fideos, azúcar, vino y jugos. "Tenemos tantas estaciones abandonadas: esto se debería hacer en toda la provincia".
Lo que hizo la familia Almirón es también el sueño de tantos: volver al campo. Recuperar un espacio ocioso. "Para todos los que quieren cambiar de vida, es necesario venir al pueblo con un proyecto de trabajo, si no es imposible", aconseja Romina Fernández, de 30 años. Tiene un vivero. "Vivir acá es hermoso, pero existen dificultades", aclara. Los controles de su último embarazo los debió hacer a dedo hasta Tres Arroyos.
La realidad de los pequeños pueblos tresarroyenses es similar. San Mayol es otra localidad de menos de 100 habitantes, está a 83 km de Lin Calel. También allí hay vecinos con ganas. "Ambos pueblos tienen la misma debilidad: no tenemos Delegado municipal", afirma Carolina Goicochea, de 34 años, vecina mayolera por elección. Dejó la ciudad cabecera y apostó por un cambio de vida. "Lo positivo es que hay personas jóvenes que vienen a vivir, pero el recurso humano es limitado", afirma.
Son muchas las ideas, pero aún pocos pobladores. "Necesitamos que venga más gente a vivir a estos pueblos con ganas de trabajar", sostiene Goicochea. "Fomentar el arraigo es fundamental", completa. Tres Arroyos tiene más de 100 kilómetros de costa marítima. Reta, Claromecó y Orense son las tres "perlas" que encandilan las demás localidades, son balnearios que atraen a miles de visitantes.
"El turismo rural es una herramienta para el desarrollo de las demás localidades", asegura Goicochea. "Nuestros pueblos necesitan espacios de gastronomía y hospedajes, la demanda existe", concluye. Aquí las claves para aquellos que quieran emigran a estos pueblos mínimos.
"Queremos cumplir nuestro sueño y ver revivir el pueblo", insiste Daniel. Donde se ven pequeños brotes, él se imagina el bosque. "Sé que falta mucho, pero te levantás todos los días con ganas de hacer cosas", confiesa. El horizonte se estira, el pastizal abraza la estación, la familia está en movimiento. El mar es una epifanía. Frutas, vegetales orgánicos, quesos, la producción comienza a ser una realidad. "A lo mejor vengan algunos turistas", se anima Daniel.
Más notas de Fotos del día
- 1
Ya tiene fecha el comienzo del juicio a la enfermera acusada de asesinar a seis bebés
- 2
Un vuelo de Aerolíneas Argentinas tuvo problemas cuando pasaba por Río de Janeiro y debió regresar a Buenos Aires
- 3
La advertencia de un psicólogo sobre los festejos en Navidad: “No hay que forzar a nadie”
- 4
En la ciudad. Lanzan un programa para que los mayores de 25 terminen el secundario en un año: cómo inscribirse