Recién ahora empieza a verse en los hogares la magnitud que tienen las secuelas del encierro, la pérdida de escolaridad y la reconfiguración de los vínculos en el marco de la crisis sanitaria
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Después de un año y medio en el que la vida se desacomodó por completo, las familias se enfrentan a traumas y desafíos desconocidos. Han tenido que lidiar con desajustes de todo tipo, y recién ahora empieza a hacerse el “recuento de daños”: millones de chicos con problemas de adaptación, trastornos alimentarios y alteraciones del sueño, cuadros de ansiedad y depresión, pérdida de concentración y desinterés por la escuela. La problemática adolescente se ha exacerbado y las energías de los padres están al límite. Pero los efectos son mucho más amplios, y no solo afectan a las familias con hijos chicos o adolescentes. Los abuelos también sufren las consecuencias del aislamiento y la alteración de sus rutinas sociales; las parejas solas lidian con las consecuencias de una convivencia sin válvulas de escape; los jóvenes se encuentran con las secuelas de la incertidumbre y la imposibilidad de hacer proyectos. Todo esto pone a las familias en una suerte de olla a presión, cuyos efectos y dimensiones son difíciles de medir. “Lo que empezamos a ver ahora -coinciden varios especialistas- es la punta de un iceberg” que emerge como un gigantesco daño social.
La estructura familiar sufre una suerte de estrés postraumático como consecuencia de la pandemia. En la casa repercuten -por supuesto- el miedo a enfermarse y el desasosiego de convivir con el virus, pero también la ansiedad que provocan la pérdida de ingresos, la falta de escolaridad, la desaparición de los pilares que ordenaban y equilibraban la rutina familiar y las dificultades para hacer planes y proyectar el futuro. Es un cóctel complejo que ya registra consecuencias: el año pasado, por primera vez, en la Ciudad de Buenos Aires hubo más divorcios que casamientos. Se acentúa, además, la conflictividad en la relación de padres e hijos, crecen las adicciones y las consultas a psicólogos y psiquiatras, así como el consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Algunos especialistas ya hablan de una suerte de “bancarrota emocional” en millones de hogares de clase media. Es un fenómeno que pasa por debajo del radar de la política, pero que empiezan a registrar los estudios de opinión pública, donde se detectan altos índices de “cansancio psicológico”.
La estructura familiar sufre una suerte de estrés postraumático como consecuencia de la pandemia. En la casa repercuten -por supuesto- el miedo a enfermarse y el desasosiego de convivir con el virus, pero también la ansiedad que provocan la pérdida de ingresos, la falta de escolaridad, la desaparición de los pilares que ordenaban y equilibraban la rutina familiar y las dificultades para hacer planes y proyectar el futuro
“La verdad es que, después de un año y medio, sentimos que se nos ha venido el mundo abajo. Los chicos están desanimados y nosotros también. Sentís que la rutina familiar es como remar en dulce de leche”, dice Dolores Cassina (46), madre de dos adolescentes, de 17 y de 14, y de una nena de 8. “Yo tuve que cerrar el negocio (tenía con una socia una casa de fiestas infantiles); mi marido estuvo un año trabajando desde casa y tuvimos que convertir el comedor en su oficina. Mi suegra, que participaba mucho del día a día con los chicos, se tuvo que recluir y tuvo un bajón. La chica que me ayudaba en casa dejó de venir. Al principio nos pareció que podía ser una oportunidad para bajar un cambio, pero ahora vemos que todo se ha hecho muy pesado. Hay días que no doy más: hago de mamá, de maestra, de ama de casa, de psicóloga; de administradora de un negocio que no genera ingresos pero sí complicaciones. Siento que es agotador”.
“A nosotros -cuenta Carolina del Barco- se nos rompió la organización y la estructura que teníamos armada”. Es abogada y madre de dos varones de 6 y 12 años. Casada con Emiliano Monteagudo, que trabaja como productor de seguros, cuenta que antes de la pandemia “teníamos una rutina que nos ordenaba; de repente nos encontramos todos en casa, sin horarios; todo se desajustó, desde las comidas hasta la hora de irnos a dormir. Además, vivimos en un departamento que, si bien es cómodo, no tiene espacios separados para trabajar, estudiar y jugar. Todo eso nos provocó mucho estrés”.
Las realidades de Dolores y Carolina describen la de millones de familias que, con particularidades y matices, se enfrentan a las consecuencias de haber estado un año encerrados, con un horizonte todavía incierto y con el peso de una segunda ola que ha tenido efectos devastadores en el plano sanitario. El cierre de escuelas durante todo el 2020 y parte de este primer semestre ha tenido un enorme impacto en los hogares: con el colegio, desapareció un eje central de la organización cotidiana. “La escuela es educación, pero también es rutina, es sistema, es un engranaje crucial en la vida de los chicos y en la convivencia familiar”, explican los especialistas. Al desaparecer ese eje vertebral, se desarma la organización hogareña. Los chicos se quedan sin horarios, sin un marco de referencia, sin una mirada y una evaluación externa. No se trata de algo abstracto: esos desajustes se pueden traducir en problemas de conducta, en sedentarismo, sobrepeso o desórdenes alimentarios, falta de motivación o desgano crónico.
Muchos padres encuentran en sus hijos síntomas de esas problemáticas, al mismo tiempo que sufren preocupaciones vinculadas a su situación laboral, a su propia salud y a la relación de pareja. Todo su entorno está teñido de angustia e incertidumbre. “Nos hemos quedado sin socialización y nos sentimos solos; tenemos menos libertad y más miedo”, dice la socióloga Lucrecia Arceguet.
“A todos hoy nos atraviesa la incertidumbre. Los chicos buscan certezas en nosotros, y no se las podemos dar”, dice Agueda Figueroa, una médica neonatóloga que es madre de tres adolescentes. En las conversaciones entre matrimonios de clase media, de entre los 40 y los 50 años, domina la angustia frente al futuro. “Los chicos han dejado de ver el horizonte; solo viven el presente, con objetivos muy cortos; nos miran a los padres, y se encuentran con la falta de confianza frente al porvenir. El país no ayuda a construir certezas y la pandemia profundizó esa sensación de precariedad”, dice Agueda. “En los hogares se están produciendo implosiones silenciosas cuyas consecuencias dejarán cicatrices queloides”, escribió en La Nación Guillermo Olivetto, especialista en consumo y sociedad. “La salud emocional está prácticamente quebrada. El conflicto, la tensión, el deterioro y la degradación son vectores que cruzan desde los vínculos afectivos hasta la capacidad de dormir una noche de corrido”, dice Olivetto.
“Mis hijos han perdido el entusiasmo. Estamos preocupados, porque viven encerrados en su cuarto. Antes se quejaban de que no podían salir, pero ahora parecen habituados al aislamiento. Se les alteró el ritmo del sueño; aunque están todo el día en casa, hablamos y nos vemos cada vez menos”. Amalia lo cuenta con inquietud y tristeza; también con una carga de impotencia. Sus hijos tienen 13 y 16. Por primera vez ha buscado ayuda psicológica, “porque ya no sé cómo ayudarlos. Siento, además, que yo tampoco tengo muchas fuerzas: el año pasado me separé; mi madre murió por Covid en enero y acabo de empezar un pequeño emprendimiento porque la empresa en la que trabajo se tuvo que achicar mucho en medio de la cuarentena”. La de Amalia no es una historia excepcional. Esa combinación de pérdidas, desafíos, angustias y preocupaciones traza el mapa emocional de muchas familias. Para las mujeres que son jefas de hogar, la sobrecarga acentúa la desigualdad de género. Pero aún en estructuras con roles más balanceados, la mujer lleva muchas veces la carga más pesada de la logística hogareña.
“Todo esto ha implicado un desgaste; uno está más cansado y la paciencia ya hace tiempo no es la misma. Y este desgaste se da en todas las relaciones: lo ves en la calle y en tu casa también. Estamos todo el tiempo amontonados: uno con zoom, el otro hace ruido, otro grita y uno necesita hablar por teléfono. Muchas veces es caótico. Todos estamos menos tolerantes y los chicos más sensibles”, dice Carolina del Barco.
En el caso de parejas separadas, se tuvieron que revisar a la fuerza los esquemas preestablecidos de los días con cada uno. Eso también ha potenciado desafíos y tensiones.
Cada familia es un mundo. Por supuesto que no se puede generalizar, y las situaciones son muy distintas según el contexto socio-económico, la escuela a la que vayan los chicos, las edades y personalidades que tengan, las características de la organización doméstica y la situación en la que cada uno se haya encontrado con la pandemia.
Una inmensa diferencia también tiene que ver con la mayor o menor proximidad que haya tenido cada familia con la tragedia sanitaria. Sin embargo, hay indicadores -tanto locales como internacionales- de que la familia, como estructura y organización, se enfrenta a un estrés y una presión de dimensiones desconocidas para varias generaciones. Hay que remontarse a periodos de guerra para encontrar otro tiempo en el que la vulnerabilidad y la muerte hayan estado tan cerca de los jóvenes. “Nunca nos habíamos sentido tan frágiles y vulnerables. Si lo miramos con optimismo, creo que nos ayudó a tomar conciencia de lo esencial: la importancia de los afectos, de la solidaridad, de la empatía. Creo que si hiciéramos una encuesta, confirmaríamos que lo que más extrañamos son los abrazos y los besos”, dice Irene Bianchi, actriz y profesora de inglés. De ese modo pone el acento en otro ingrediente de la angustia familiar: se limitaron los encuentros, las celebraciones, las reuniones. “Es el segundo cumpleaños que paso sola”, dice Teresa Augustoni, una docente jubilada a la que siempre le gustó festejarlo con su familia. La soledad y el distanciamiento también forman parte de la angustia colectiva que repercute en los hogares. “Pasé más de un año sin ver a mi hijo y a mis nietos”, cuenta Viviana. Ella vive en Neuquén y su único hijo en La Plata: “Nunca pensé que eso me iba a afectar tanto. Pero hoy siento que ese año me pesa como si fueran diez. Es una pérdida que siento en el alma y en el cuerpo; además sé que, a mi edad, es un tiempo que ya no podré recuperar”.
En muchos hogares se sufre, además, un deterioro de la salud y de la calidad de vida que excede a la pandemia. “Dejé de ir a los médicos; no pude operarme las cataratas ni renovar la licencia de conducir. Las limitaciones físicas se acentuaron. Mi marido, que hace unos años sufrió un ACV, tuvo que interrumpir la rehabilitación. Se acentuó la dependencia de nuestros hijos, hasta para sacar plata del cajero”, cuenta con franqueza María Marta Paunero (72). De ese modo describe otro fenómeno que ha sumado desafíos en los núcleos familiares. En muchos casos, se profundizó y se aceleró la falta de autonomía de las personas mayores. Los abuelos no solo tuvieron que dejar de ayudar con sus nietos sino que, ellos mismos, empezaron a necesitar, en forma prematura, una ayuda que antes no necesitaban. Muchas parejas de edad intermedia vieron cómo, al mismo tiempo, se desarticulaba la organización de su propio hogar y también el de sus padres, que perdían autonomía y espacios fundamentales de su vida. “Dejé de ir a yoga; suspendimos el encuentro de los jueves con mis amigas; mis nietos tuvieron que dejar de venir a comer y a dormir a casa y, durante meses, ni siquiera pude hacer mi caminata diaria. La verdad es que mi vida se desarmó”, cuenta Teresa Barrios (74). En la otra punta de la ansiedad y la depresión adolescente, están los cuadros de angustia y soledad de sus abuelos. En el medio hay una generación que trata de hacer equilibrio y que, al mismo tiempo, lidia con sus propias pérdidas.
Con las restricciones para el esparcimiento, la recreación y el deporte, también se han roto equilibrios de la organización familiar: “Para mí, el fútbol de los sábados era un cable a tierra. Me despejaba, me motivaba para el resto de la semana, me desconectaba… Ahora hace un año que no juego, y me doy cuenta de que eso afecta el ánimo en mi casa”, cuenta Pablo (41). Parecen datos secundarios, pero esos espacios de socialización y distracción son ingredientes esenciales de la vida familiar. “Con mi mujer teníamos, desde hace años, el hábito de ir los sábados al cine y a comer. Dejábamos a los chicos con los abuelos, y era un programa para todos. Al no poder hacerlo, perdimos un espacio fundamental para la pareja. Ahora intentamos retomarlo, pero nos pesa todo lo que ha pasado; ha sido un año muy duro, y no tenemos la misma energía”, confiesa Agustín (43), padre de León y Camila. Los chicos tienen 7 y 9 años. “Se perdieron un año clave de la escuela. Nosotros tratamos de ayudarlos con la lectura y las cuentas, pero la psicopedagoga nos explicó que a esa edad es fundamental que los chicos distingan el espacio de la escuela del de la casa. No es bueno que duerman, jueguen y aprendan en el mismo lugar. Este año se les mezcló todo, y ahora el más chico tiene una especie de fobia al colegio”. Esas fobias y regresiones también deben computarse en la problemática que desafía a las familias.
Distinguir espacios para cada cosa, no es solo una necesidad de los chicos. Para los adultos, las fronteras entre lo público y lo privado, entre lo laboral y lo familiar, lo social y lo íntimo, también son fundamentales. “Al principio, trabajar en casa me parecía ideal. Hoy extraño la oficina, el encuentro con mis compañeros, la charla personal. El teletrabajo te termina aislando. Además, a la larga invade el espacio familiar”, opina Rafael Guidi desde su experiencia personal. Es sabido: la transformación de la casa en oficina, aula y gimnasio ha multiplicado las demandas y exigencias en la logística hogareña.
“Al principio, trabajar en casa me parecía ideal. Hoy extraño la oficina, el encuentro con mis compañeros, la charla personal. El teletrabajo te termina aislando. Además, a la larga invade el espacio familiar”, opina Rafael Guidi
La vida de pareja también se ha visto afectada. Se debilitaron los espacios de intimidad y la rutina se volvió más plana, más monótona. Sin viajes, sin salidas de fines de semana ni reuniones sociales, muchas parejas descubren, por ejemplo, que hace un año y medio que no se visten para una salida nocturna. Frente al deterioro en la salud y en la economía, ese parece un aspecto insignificante si se lo toma de manera aislada. Pero forma parte de ese entramado que ha incorporado una suerte de presión multidimensional sobre la esfera familiar.
“Muchas parejas se sienten asfixiadas; se ha estrechado el espacio de aire y respiración que necesitan todos los vínculos”, precisa el psicólogo Miguel Espeche. “Depende mucho del capital anímico y de los recursos simbólicos de cada uno, pero todos hemos tenido que enfrentar un combo difícil. No es inexorable una debacle, pero son situaciones muy desafiantes para las familias”, dice Espeche.
La tensión en los hogares ha disparado también los índices de violencia intrafamiliar en distintas escalas. Sin llegar a casos extremos, muchos especialistas advierten un aumento de la conflictividad en los vínculos de pareja y en el de padres e hijos. “Se acentúan la irritación, la impaciencia y la violencia explícita”, apunta Espeche. Destaca, además, que “el estado de ánimo de los chicos es un espejo del de sus padres. Con padres ansiosos y alterados, se arma un espiral complejo”.
Cuesta dimensionar los efectos a largo plazo. Tenemos cuantificada la tragedia sanitaria, pero es difícil medir el impacto emocional y psicológico de algo que ha alterado nuestras vidas. A diferencia de otras crisis, esta parece combinar ingredientes desconocidos. Sin embargo, en los mismos testimonios que describen un mapa de angustias, preocupaciones y pérdidas, aparece la esperanza. Dolores Cassina lo dice de este modo: “Creo que, a pesar de todo, quizá salgamos fortalecidos. Hemos sufrido mucho, pero también hemos sobrevivido. Y hemos comprobado que el amor de la familia, siempre te ayuda a sobreponerte”.
Con la colaboración de Silvina Vitale
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