El autor de El origen de las especies realizó una investigación global sobre las emociones en humanos y animales que hizo grandes aportes a la ciencia
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¿Se expresa asombro abriendo mucho los ojos y la boca y levantando las cejas? ¿La vergüenza provoca un rubor y, especialmente, a qué altura del cuerpo se extiende el rubor? Cuando un hombre está indignado o desafiante, ¿frunce el ceño, mantiene erguido el cuerpo y la cabeza, cuadra los hombros y aprieta los puños?
Estas son las tres primeras preguntas de un cuestionario de 17 que Charles Darwin le envió a amigos, familiares y, más importante, a naturalistas, misioneros, comerciantes y viajeros en lugares remotos. Se había enfrascado en una investigación sistemática sobre las emociones alrededor de 1866 y durante los siguientes años se abocó a recopilar observaciones a escala global.
Le interesaban particularmente los pueblos que hubieran tenido poca comunicación con los colonos europeos, ya que el objetivo era calibrar hasta qué punto las expresiones emocionales eran culturales y convencionales, o instintivas y universales. Las respuestas llegaron desde Australia, Nueva Zelanda, Borneo, Malasia, China, Calcuta, Ceilán, África meridional y occidental, América del Norte y América del Sur.
Pero también hizo experimentos en casa. Durante una serie de cenas de marzo a noviembre de 1868, le pidió a sus invitados que interpretaran las expresiones de un sujeto que aparecía en 11 fotografías tomadas por el anatomista francés Guillaume-Benjamin Duchenne, para examinar el movimiento de los músculos faciales.
Según estas notas, sus sujetos coincidieron casi por unanimidad en determinadas fotografías, aquellas que delataban miedo, sorpresa, alegría, tristeza e ira. Quería determinar si existían una serie de emociones “cardinales” que eran expresadas y percibidas por todos los humanos de la misma manera, y que estas eran innatas o biológicas.
Sus pesquisas formaron parte del libro La expresión de la emoción en el hombre y los animales en el que describió su opinión de que la expresión era un rasgo que los humanos compartían con los animales.
Desde Tierra del Fuego
El interés de Darwin en la expresión emocional ya era evidente en su famoso viaje en el Beagle, durante el cual quedó fascinado por los diferentes sonidos y gestos entre los pueblos de Tierra del Fuego y, a su regreso, registró observaciones en un conjunto de cuadernos, luego titulados Metafísica sobre la moral y especulaciones sobre la expresión.
De hecho, en 1866, tres décadas después de su regreso, le escribió al oficial naval e hidrógrafo, Bartolomé James Sulivan, teniente del HMS Beagle, que le pidiera el favor al misionero Waite Hockin Stirling que observara “durante unos meses la expresión de semblante ante diferentes emociones de cualquier fueguino pero especialmente de aquellos que no vivieron mucho en contacto con los europeos” y le escribiera una carta sobre el tema.
Era, le dijo, “una vieja pasión por la que siento mucha curiosidad y sobre la que he buscado información en vano”. Pero también la había explorado más cerca. Desde antes de tener sus propios hijos, a los que estudiaba con su esposa detalladamente, registrando cada observación, le pedía a familiares y conocidos que le reportaran sus observaciones de las expresiones de bebés e infantes.
Y sus amadas mascotas, perros y gatos, también eran objeto de investigación, así como los de conocidos, incluyendo aves enjauladas y peces en acuarios. Los animales del zoológico de Londres no eran la excepción y cuando la respuesta no era suficiente, Darwin buscaba la manera de encontrarla en donde fuera necesario.
En 1868 le escribió, por ejemplo, al botánico y entomólogo George Henry Kendrick Thwaites, superintendente de los jardines botánicos de Peradeniya, Ceilán (Sri Lanka), para pedirle un favor “que parecerá uno de los más extraños jamás solicitados. Sir J Emerson Tennant dice que los elefantes capturados cuando gimen y gritan, lloran de modo que las lágrimas brotan de sus ojos (...). ¿Podrías hacer que me observaran eso, sin confiar en la memoria de nadie?”.
Darwin mantuvo además correspondencia con varios expertos en diversos campos, entre ellos especialistas médicos como el cirujano oftálmico William Bowman, a quien le pidió que observara si “cuando un bebé grita violentamente, cierra los músculos orbiculares para comprimir los ojos y evitar que se llenen de sangre”, y el oftalmólogo holandés Franz Donders, quien realizó experimentos detallados en su nombre para determinar cuales eran las fibras nerviosas específicas responsables de la secreción de lágrimas.
Sus preguntas desafiaron a los expertos a investigar nuevos fenómenos y ampliaron el conocimiento fisiológico.
Como pensaba que quienes eran considerados como locos compartían con los niños la incapacidad de controlar u ocultar emociones fuertes, pidió la ayuda de James Crichton Browne, el superintendente de un asilo que estaba tratando de hacer de la institución un centro de investigación sobre la locura y las enfermedades del cerebro, quien compuso descripciones detalladas de pacientes que padecían trastornos emocionales como miedo extremo, rabia y melancolía.
Pero a pesar de todo ese esfuerzo, Darwin estuvo a punto de tirar la toalla antes de compartir con el mundo lo que había investigado.
Casi que no
Después de la publicación de El origen de las especies, en 1859, Darwin sufrió un largo período de enfermedad que lo llevó a la desesperación y a pensar que nunca podría completar su proyecto de extender la teoría que había expuesto -la de la descendencia con modificación a través de la selección natural en animales y plantas- a los humanos.
Su investigación sobre las emociones eran parte de ese proyecto. En un momento particularmente difícil en 1864 llegó hasta a ofrecerle todo su material a su colega Alfred Russel Wallace: “Recopilé algunas notas sobre el hombre, pero no creo que las use nunca... Hay mucho más que me gustaría escribir pero no tengo fuerzas”.
Sin embargo, perseveró. El origen del hombre fue publicado en 1871; un año después salió a la venta La expresión de la emoción, todos conectados por un tema: el poder de las pequeñas modificaciones para, dado el tiempo, producir fines gigantes. Si bien El origen de las especies provocó un cambio de paradigma en las ciencias de la vida, la noción que expuso -aquello de que una variación que ocurría aleatoriamente dentro de una población, si confería una ventaja de reproducción o supervivencia, tendía a preservarse, lo que llevaba con el tiempo a divergencia- no incluía al hombre.
Admitir la idea de la evolución (una palabra que no figuraba en El origen de las especies) de los humanos y de que era un proceso sin fin y de que pudieran compartir un antepasado común con los monos era ir muy lejos hasta para muchos de los que habían aplaudido a Darwin hasta entonces.
La racionalidad humana, la espiritualidad y la civilización eran prueba de la creación divina. El origen del hombre era un asunto de estudio para los teólogos, no un área legítima de estudio para los naturalistas. Pero, ¿qué tal que hubiera evidencia suficiente para demostrar que los humanos y los animales tenían mucho más en común de lo que se aceptaba? Y qué mejor prueba que las emociones.
Emocionante
De hecho, uno de los principales argumentos en contra de su teoría de la evolución era que la capacidad de sentir, expresar e interpretar las emociones era exclusiva de los humanos, lo que probaba que no podían tener nada en común con los simios.
Esa opinión tenía un fundamento sólido: el referente sobre el rostro humano hasta ese momento era Ensayos sobre la anatomía y la filosofía de la expresión (1824) del anatomista, cirujano y fisiólogo escocés Charles Bell, en el que, siguiendo los principios de la teología natural, se afirmaba la existencia de un sistema exclusivamente humano de músculos faciales al servicio de una especie humana con una relación única con el Creador.
Darwin se basó en gran medida en el enfoque experimental iniciado por Bell, pero estaba seguro de que los sentimientos internos de los seres humanos y los animales se manifestaban externamente de manera similar.
Lejos de tener un conjunto de músculos faciales diseñados especialmente para comunicar sentimientos morales y espirituales superiores, creía que las expresiones debían haberse desarrollado a través de mecanismos evolutivos comunes, y que eran “una prueba diaria y viva de [nuestra] ascendencia animal”, como explica Janet Browne en su biografía de Darwin.
Aunque contenía estas peligrosas ideas, 9000 copias del libro se vendieron en cuestión de cuatro meses: en su momento fue la obra más popular de quien, a pesar de todo, era una de las figuras más respetadas en el mundo de la filosofía natural. A los lectores les encantaron las historias de animales y las entretenidas anécdotas de los niños, así como la manera de Darwin de involucrarlos en el proceso de investigación y el uso no solo de ilustraciones sino de fotografías, algo muy novedoso en una publicación científica que se logró solo gracias a avances en la tecnología y adaptaciones específicas para esa publicación.
Fue uno de los primeros ejemplos de intentos de congelar el movimiento para el análisis y, aunque varias imágenes no se ajustan a los estándares modernos de objetividad, el libro marcó el nacimiento del uso de fotografías como evidencia científica. Desde entonces, La expresión de la emoción en el hombre y los animales fue olvidado y desenterrado; sus teorías, atacadas y defendidas; sus experimentos, refutados y respaldados... prueba de ser una obra fundamental.
“Los hallazgos de Darwin no solo son históricamente interesantes, en realidad siguen guiando nuestro pensamiento sobre cómo desarrollamos medidas para estudiar enfermedades”, le dijo a la BBC Peter Snyder, profesor de neurología en la Universidad de Brown. “Todavía estamos usando lo que descubrió Darwin”.
“Era realmente un genio y tuvo influencia en todo tipo de campos, pero una de las áreas en las que no es muy conocido por influir es la psicología humana”.
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