La expedición de los “cazadores de hongos” a un universo subterráneo que puede ser crucial contra el cambio climático
Investigadores buscan mapear la red fúngica que crece bajo tierra, con propiedades como almacenar carbono y dar nutrientes a las cosechas
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PARQUE NACIONAL ALERCE COSTERO, Chile.– Toby Kiers dio grandes zancadas por el esponjoso suelo forestal, sintió la descarga de adrenalina en las venas y se detuvo justo en el sitio por el que había viajado desde tan lejos. Un cilindro vacío de metal se hundió en la tierra. De ella salió una cucharada de barro.
Kiers metió la nariz en la tierra, inhaló su aroma, imaginó los secretos que tenía para ayudarnos a vivir en un planeta más caliente. “¿Qué hay debajo de aquí? ¿Qué misterios vamos a revelar?”, preguntó. Depositó el barro en una bolsa de plástico transparente, luego la etiquetó con las coordenadas precisas de este lugar en la Tierra.
Kiers, de 45 años, una bióloga evolutiva de la Universidad Libre de Ámsterdam, trabaja en una misión novedosa. Está rastreando un universo enorme y poco comprendido de hongos subterráneos que, en su opinión, puede ser vital para la era del cambio climático.
Algunas especies de hongos pueden almacenar niveles excepcionales de carbono debajo de la tierra, donde lo mantienen fuera del aire y evitan que caliente la atmósfera. Otras ayudan a las plantas a sobrevivir sequías brutales o a defenderse de las plagas. Hay unas especialmente buenas para darles nutrientes a las cosechas, con lo que se reduce la necesidad de fertilizantes químicos.
En pocas palabras, funcionan como “palancas” –según explicó Kies– para abordar los peligros de un clima que se está calentando. No obstante, siguen siendo un misterio.
Kiers quiere saber dónde está cada una de las especies de hongos, qué hacen y cuáles deberían protegerse de inmediato. En pocas palabras, quiere crear un atlas de todo lo que no podemos ver. Y todo eso está justo debajo de nuestros pies.
“Es ver el metabolismo de la Tierra. ¿Quién está ahí? ¿Cuál es su función? En este momento, nos preocupa tanto la superficie que nos estamos perdiendo la mitad de la imagen, literalmente”, detalló.
Según un cálculo, cada año fluyen 5000 millones de toneladas de carbono de las plantas a los hongos micorrizas. Sin la ayuda de los hongos, ese carbono podría quedarse en la atmósfera como dióxido de carbono, el poderoso gas de efecto invernadero que está calentando el planeta y alimentando un clima peligroso. “Mantener protegida esta red fúngica es crucial mientras nos enfrentamos al cambio climático”, opinó Kiers.
Además, la biodiversidad de los hongos subterráneos es un factor inmenso para la salud de la tierra, la cual es clave para que el mundo sea capaz de alimentarse conforme se caliente el planeta.
El conocimiento específico del poder de estas redes es “muy desigual”, comentó Tim G. Benton, biólogo de la Universidad de Leeds que no está involucrado en el trabajo de Kiers. “Sería muy valioso tener más información”, consideró.
No obstante, se sabe tan poco sobre los hongos que ni siquiera son tomados en cuenta en la Convención sobre Biodiversidad, el tratado mundial cuyo objetivo es proteger la naturaleza. Ese tratado cubre las plantas y los animales. Los hongos no caen en ninguna de las dos categorías. Conforman un reino de vida completamente distinto.
Debajo de la tierra, los hongos micorrizas son socios comerciales cruciales. Los árboles anhelan los nutrientes que ofrecen y los hongos se devoran el carbono que les dan los árboles a cambio.
Los aficionados a los hongos arguyen que comprender este reino es ver el mundo natural de una manera diferente: menos como una colección de especies individuales que los humanos dominan, y más como una red de organismos que enfrentan juntos las crisis.
Los hongos hicieron el mundo como lo conocemos. Como algunas de las primeras formas de vida en el planeta, consumieron minerales atrapados en las rocas para crear lo que ahora conocemos como tierra. Sin ellos, no habría plantas en la Tierra y, por lo tanto, no habría animales. Ni nosotros.
La expedición de Kiers al sur de Chile busca llenar algunos vacíos de nuestro entendimiento sobre los hongos, en específico los micorrizas, que viven en simbiosis con las raíces de las plantas y llevan el carbono al suelo. Esto les brinda un papel muy urgente en un planeta más caliente. “Las redes de micorrizas son un importante sumidero de carbono mundial”, opinó Kiers.
Los macrodatos le dieron forma a la expedición. Con la ayuda de científicos en Suiza, un algoritmo había contabilizado todos los tipos de información sobre el suelo –temperatura, humedad del suelo, tipos de árboles– y dedujo en qué lugar del mundo Kiers podría encontrar niveles altos y bajos de biodiversidad fúngica subterránea. Luego ofreció coordenadas, como si quisiera decir: “Ve allí, toma una muestra del suelo a ver si tengo razón”.
Para su primera expedición, en Chile, los investigadores llegaron a cada uno de los sitios que ubicó el algoritmo, trazaron una cuadrícula de 30 por 30 metros, recolectaron cucharadas de tierra, las metieron en bolsas y las enviaron a un laboratorio local para realizar un análisis genético. “En cuanto sepamos qué hay ahí, podemos ver para qué son buenos”, comentó Kiers.
Su compañera en esta expedición fue Giuliana Furci, una ambientalista chilena que, como directora de la Fundación Fungi, un grupo activista, cabildeó con éxito para que la ley ambiental chilena protegiera los hongos.
En la expedición también estuvo el biólogo y escritor Merlin Sheldrake y su hermano músico, Cosmo, quien metió micrófonos en la tierra para registrar los sonidos subterráneos. En ocasiones captó el borboteo de líquidos o el avance rasgante del ajetreo de los organismos invisibles. En otras ocasiones, tan solo el ruido sordo de las botas de los investigadores en la cercanía.
Extrajeron tierra de debajo de un volcán, cruzaron plantaciones de pino y eucalipto, se abrieron camino por los zarzales, escalaron las rocas que sobresalen hacia el Pacífico, convencieron a propietarios de que les permitieran entrar a sus tierras a tomar muestras del suelo. Un día rescataron a un loro herido y otro, a un excursionista perdido.
A veces, el algoritmo los llevó a lugares tranquilos. Otras veces, no tanto. Un día se adentraron en una selva llena de sanguijuelas.
Cada día, olían la tierra que tomaban para el muestreo y declaraban sus veredictos.
Cada muestra, que representa un kilómetro cuadrado de tierra, se usará para identificar las propiedades genéticas de las especies fúngicas que estaban almacenando niveles particularmente altos de carbono en la tierra o las especies que podrían ayudar a los árboles a adaptarse a las sequías. Kiers comentó que buscaba recolectar 10.000 muestras durante 18 meses.
La encantadora de setas
“Volva. ¡Volva!”, gritó Furci, emocionada. En su mano tenía una cosa que parecía una copa de huevo de la que había salido un champiñón, pálida y turbia como la leche: una volva. “Una amanita autóctona”, dijo sonriendo.
Las setas o champiñones son los avatares del reino fúngico en la superficie, pero representan una fracción de la red subterránea.
Furci los ve por todas partes. Escondidos en el suelo del bosque, envueltos en ramitas caídas, adheridos como almejas luminiscentes a las ramas. Hay que estar allí en la breve ventana de tiempo en que son visibles. “Todas las setas son mágicas”, dijo.
Furci nació y creció en Inglaterra, donde su madre, una disidente política, vivió el exilio durante la dictadura de Augusto Pinochet. Llegó a Chile cuando su madre volvió a casa y, unos años más tarde, tuvo “un encuentro”, como ella lo denominó. Vio un impactante champiñón de color naranja óxido en un bosque (luego supo que era parte del género Gymnopilus) y quiso saber más. Fue el inicio de una obsesión.
Desde entonces, ha escrito manuales sobre hongos y nombrado especies sin nombre. Ha ayudado a persuadir a la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza de que incluya a los hongos como una categoría a proteger, junto con la flora y la fauna.
Frente a la pregunta de qué hacen los hongos o cómo se comportan, a Furci se le notó molesta. Dijo que su enorme biodiversidad no solo está poco explorada, sino que son incomprendidos. Se piensa que tan solo son una cosa, pero no es así. “Una morilla y un champiñón están tan relacionados como una pulga y un elefante”, comentó.
En el transcurso de un día, identificó nueve setas distintas. Una parecía la tapa de un pan de hamburguesa; otra, un sombrero de bruja. Los colores variaban desde el vainilla, pasando por un frambuesa oscuro, hasta el lomo manchado de un cervatillo.
Para el final de una caminata breve, había levantado dos puñados de Lactarius deliciosus, los cuales abundaban junto a los pinos plantados ahí para cosechar madera, una de las principales exportaciones de Chile. Furci señaló que, sin este hongo, los pinos no podrían sobrevivir.
Para la cena de esa noche, los lactarius fueron salteados con mantequilla.
Los más viejos amigos de un árbol viejo
Kiers creció en pueblos pequeños de Connecticut y Maine. Sus padres la enviaban con su hermana a recolectar morillas en el verano. La vida subterránea se convirtió en su pasión.
Estudió biología en la Bowdoin College, trabajó en una estación de investigación en Panamá y obtuvo su doctorado en la Universidad de California, campus Davis. Fue una de las fundadoras de una agrupación activista sin fines de lucro, la Sociedad para la Protección de las Redes Subterráneas.
Hace poco, un jueves por la tarde, Kiers caminaba por un bosque pluvial oscuro y nudoso con un colega especializado en hongos subterráneos, César Marín, de la Universidad Santo Tomás en Chile.
–¿Cuántas han muestreado hasta ahora?, preguntó Marín.
–Quince. Muchas menos de las que había esperado, respondió Kiers.
Tomar muestras de suelo es un trabajo largo y tedioso. Hay que conducir durante horas. Caminar durante horas. Hay que caminar por los arbustos. Hay que escarbar en las ciénagas. Recoger una cucharada de tierra. Hacerlo todo de nuevo.
Estaban caminando en un lugar extraordinario. Esta sección de un bosque pluvial muy viejo y que crece muy lento podría tener algunos de los depósitos más grandes y antiguos de carbono en el planeta. Es el hogar de uno de los árboles más viejos sobre la Tierra, un alerce inmenso, el cual se calcula que tiene al menos 3500 años y es conocido como el Gran Abuelo.
Kiers mencionó que los datos que reunieron ahí mostrarán cuáles especies de micorrizas están haciendo el trabajo de secuestrar tanto carbono debajo de la tierra.
Los hongos son sensibles a la actividad humana. Los fertilizantes químicos reducen su volumen y diversidad. La explotación forestal los destruye. El cambio climático es el estresor más reciente y la razón por la que Marín quería que Kiers tomara muestras de los mismos tres terrenos en los que él había tomado muestras hacía siete años: quería saber si la megasequía que ha derretido los glaciares de Chile durante los últimos años también ha cambiado las redes micorrícicas subterráneas.
Los hongos han ayudado a la adaptación de los árboles a una escala milenaria. Podrían ser cruciales para la adaptación de los árboles en la crisis climática. “En tiempos difíciles, los organismos encuentran nuevas relaciones simbióticas para expandir su alcance –indicó Sheldrake, el biólogo–. La crisis es el origen de nuevas relaciones”.
Caminaron a paso ligero. Los helechos se extendían por el sotobosque, junto con los canelos, los bambúes y un alerce alto y esbelto que da nombre a este parque. Kiers se acercó al Gran Abuelo en silencio. Se quitó las botas de montaña y caminó suavemente alrededor de las frágiles raíces. Cosmo Sheldrake sacó una flauta irlandesa y tocó.
El árbol se erguía 30 metros. Su escarpado tronco estaba medio muerto. Cientos de especies de hongos están asociadas a su sistema de raíces, aclaró Marín. Estar cerca de él, dijo Kiers, daba “vértigo”.
“¿No te gustaría saber sobre esta asociación saludable que ha durado 5000 años a través de tantos cambios?”, indagó. Era claramente una pregunta retórica.
La tarde del último viernes de su expedición de una semana, caminaron a una saliente rocosa en la costa. “El factor Zen es alto”, comentó Sheldrake. Una nutria jugaba en el agua. El sol brillaba en tonos dorados sobre las olas que rompían. Algunas de las rocas estaban salpicadas de liquen del color de la caléndula. Sheldrake observó que, como lo han hecho desde hace milenios, los hongos estaban comiendo roca.
Para el final de este paseo de una semana, habían recolectado 30 bolsas de tierra. A lo largo de varias semanas más, el equipo de Marín iba a reunir otras 64. Es una nimiedad, si consideramos los miles que se necesitan para construir el mapa global que tienen en mente.
A finales de julio Kiers está del otro lado del mundo, en los Apeninos, la cordillera en Italia. Al norte del lugar donde planea recolectar muestras, se ha colapsado un glaciar. Los incendios forestales arden cerca.
“Es una carrera contrarreloj –describió en un correo electrónico–. Estamos nerviosos de que las comunidades fúngicas estén desapareciendo antes de que siquiera podamos documentar quién está ahí”.
Por Somini Sengupta