"Llegó una profe de música nueva el año pasado, y lo primero que me pidió era si podíamos tener un salón para dar clase. Venía con la idea de trabajar con instrumentos y necesitaba un lugar un poco más grande y despejado que las aulas", cuenta Cecilia Burgos, directora de la Escuela N°403 Bartolomé Mitre, en Riachuelo, al noroeste de Corrientes. Solo quedaba disponible un espacio en el fondo del terreno, una construcción algo precaria, con piso de tierra. Ana Molina, la flamante maestra de música, aceptó sin peros. Así comenzó el proyecto que en poco tiempo lograría lo imposible: que los chicos vayan a clase en un día de lluvia.
En 2018, de un total de 300 alumnos que conforman la matrícula, cada día de lluvia solo asistieron alrededor de 10 chicos. Este año, la región atraviesa uno de los períodos con más precipitaciones de la historia. Pero cada día de lluvia, el promedio de chicos que va a clases subió a 100.
"No quieren faltar, están contentos –dice Burgos–. Y no solamente aprenden a tocar instrumentos, a fabricarlos y a cantar. El taller trajo otros beneficios que van más allá de lo académico. Hay alumnos que están en 5° grado y que recién ahora se les escucha la voz. Que nunca hablaban en clase, chicos con baja autoestima y temor a relacionarse con otros, y que a partir del proyecto musical ganaron confianza y seguridad. El otro día vino a la dirección un grupo del segundo ciclo. Entraron todos con sus instrumentos y querían mostrarme lo que habían estado practicando, y se pusieron a cantar una canción sobre una leyenda chilena que habla de una sirena que baila para orientar a los pescadores", relata Burgos, que insiste en la importancia de los programas innovadores, que rompen con la rigidez de la enseñanza tradicional y apuntan a potenciar las habilidades de los estudiantes.
Del impedimento a la costumbre
Históricamente, la lluvia en esta provincia siempre condicionó la asistencia de los alumnos a clase. Después de un temporal muchos de los caminos rurales se vuelven intransitables, hay zonas anegadas y rutas cubiertas de agua. Pero los años convirtieron a ese obstáculo irremediable en un hábito cultural fuertemente arraigado. Aunque la escuela esté "a la vuelta de casa" y la lluvia no sea un impedimento, cuando llueve no se va la escuela.
"Basta con que el cielo se cubra de nubes negras para que la mayoría falte", reconoce Burgos, y admite que la maña no es exclusiva de los chicos. "En estos 30 años que llevo como docente escuché más de una vez a un maestro preguntarle a un alumno para qué había ido a la escuela si estaba lloviendo. Pero no es culpa de los maestros. Lo que quiero decir es que es tan fuerte la costumbre que revertir la situación no es fácil".
El proyecto musical tuvo aceptación de inmediato. Pero un día Burgos entró al salón de música y vio a los chicos sentados en el suelo, sobre el piso de tierra. "No me gustó. Y esa misma tarde se me ocurrió que podíamos hacer una campaña para juntar cerámicos y hacer el piso. Con la plata de la cooperadora no alcanza para ese tipo de refacciones. Cambiamos los focos, reponemos las garrafas y compramos los materiales que necesitan los chicos para trabajar, pero no nos da el presupuesto para ese tipo de arreglos", dice la directora, que difundió el proyecto por la radio zonal, en las redes sociales y con carteles en la puerta de la escuela.
"Los chicos comenzaron a llegar a la escuela con su baldosa en la mano. Les sacábamos fotos y las compartíamos por Facebook. Se armó tal revolución que de repente nos llegaban mosaicos de todas partes. El piso quedó como un collage de todos colores, como un símbolo del aporte de cada uno, de un trabajo en equipo que promueve la cultura colaborativa, el arte y el disfrute".
Entre el chamamé y el valseado
"Los chicos aquí tienen una predisposición especial para la música –cuenta Ana Molina, la flamante maestra de música–. Por un lado, tienen como influencia la cultura popular de la zona en la que viven: está muy arraigado el chamamé, el valseado y el rasguido doble; les gusta cantarlo, tocarlo y bailarlo. ¡O si pudieran todo a la vez! Inclusive hay chicos que tocan instrumentos complejos como acordeón y bandoneón, característicos de estos estilos musicales". Pero en la escuela también hay un taller de carpintería, que sirve de soporte para que los chicos se conviertan en luthiers.
"Los instrumentos que tocamos son los que podamos conseguir o construir, como flautas dulces, sikus de PVC y melódicas –detalla Molina–. Instrumentos de la pequeña percusión y todo tipo de tamborcitos, que es lo que más entusiasma a los chicos".
Alrededor de la sala de música se plantaron tres jacarandaes, y con el nombre del árbol se bautizó el proyecto, que se ramificó en otras expresiones artísticas. "Hay muchos chicos a los que también les gusta bailar, del taller de música nació el de danza. Pero también hay alumnos con una inclinación más fuerte por las arte visuales, y entonces comenzamos con los murales. Hace poco incursionamos en el mosaiquismo, con algo de miedo al principio porque creíamos que era algo difícil. Pero los chicos le agarraron la mano enseguida, y son ellos los que piden el balde, el cemento y empiezan a romper los mosaicos que ellos mismos traen para hacer los murales. Una de las alumnas está terminando una guitarra en una de las paredes del salón. Un trabajo hermoso".
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