La dura lucha de “Pepa”, la maestra rural que convirtió su casa en un aula y da clases para 40 chicos
Por 30 años, Josefa Luna fue docente en parajes casi inaccesibles de Santiago del Estero; jubilada, decidió mantenerse junto a los chicos; el golpe de la pandemia la obligó a ofrecerles, además de clases, una taza de leche
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Josefa “Pepa” Luna tiene 66 años y nació, se crió y estudió en Quimilí, a 200 kilómetros de la capital de Santiago del Estero. Su historia de maestra rural no entiende de límites: estuvo en la escuela de los Gatos, al límite con el Chaco; y también en Árbol Blanco, un paraje alejado pero donde 35 chicos iban a aprender. Hoy en día, reconvirtió el lavadero de su casa y, al apoyo escolar, sumó una necesidad básica: una taza de leche y una porción de pan, porque en sus alumnos muchas veces el hambre apremia.
“Mi deseo de ser maestra rural nació en mi adolescencia, cuando participaba de los grupos juveniles del colegio religioso al cual asistía. Acompañaba a los sacerdotes que daban misa en las escuelas rurales y ahí estaba con los chicos. La necesidad que tenía la gente de aprender era enorme. Ya en aquel momento me impactaba que, a pesar de no tener nada (ni medios de transporte, ni luz, ni agua) igual vivían felices y contentos, todos con una sonrisa; eso me hizo reflexionar”, cuenta hoy Pepa, que está separada, tiene dos hijos, una del corazón -como ella misma aclara- y cuatro nietos.
“La ayuda y el apoyo de mi familia fue fundamental para todo lo que hice y hago en mi vida. En muchas ocasiones me privé de ir a cumpleaños de mis nietos o fiestas escolares de mis hijos; ellos de pequeños me reclamaban, pero ahora entienden”, asegura.
-¿Después de 30 años como maestra rural no se te ocurrió descansar un poco?
-Dejar de trabajar no está en mi pensamiento, solo lo haría por una cuestión de salud. Para mí descansar es estar en actividad: viajar a Buenos Aires una vez al año para visitar amigos, compartir un fin de semana en familia o juntarme con mis compañeros de la secundaria. Siento que cada día que pasa tengo más fuerzas para seguir dando clases. Cada mañana tengo la fortaleza de inventarme un día mejor, más fructífero para los niños y sus familias. Ese es el alimento de mi alma. Continuar enseñando después de la jubilación es un acto de amor. No me veía fuera del aula o sin los chicos: uno sale del sistema, pero no de la educación.
-¿Por qué decidiste convertir tu lavadero en un aula?
-La verdad es que tengo una casa muy sencilla, con dos dormitorios, living, cocina, baño y un hermoso lavadero que convertí en aula. También tengo unas galerías donde con los chicos hacemos diversos talleres, ahora uno de teatro. Al principio empezamos muy tímidamente. Pusimos unos toldos, pero el calor, el viento y la tierra nos imposibilitaba trabajar. Finalmente, y después de cinco años, conseguimos hacer los cerramientos, instalar la computadora y quedó muy bien. Nos ayudaron desde Buenos Aires y Córdoba, varios de mis amigos y los padres de los chicos que ven lo bien que les hace venir para recibir apoyo escolar.
¿Los 42 chicos que recibís todas las tardes están escolarizados?
-Sí, pero no les alcanza. Cada vez hay más chicos con problemas de aprendizaje. Yo me capacito para saber cómo ayudar a cada uno y los progresos que hacen me asombran. Soy una convencida de que todos pueden aprender, no al mismo ritmo y de la misma manera, pero con el tiempo lo logran. De lunes a viernes recibo en mi lavadero a 42 chicos de primaria y secundaria, que van llegando desde las 16 y se quedan hasta casi las 21.
-¿Cómo se mantienen? Porque debés tener gastos...
-El gasto más grande es en tinta y resmas de hojas para la impresora. Ellos no pueden pagar fotocopias y son indispensables para trabajar con actividades. Nos mantenemos con la ferias de ropa, vendemos cosas que nos donan. Pero el año pasado por la pandemia no se pudo hacer ninguna actividad. Así y todo también pudimos pagar el piso de cerámica del lavadero, porque antes solo tenía un alisado. La Asociación Civil Una sola familia también colabora mucho. Estamos muy cómodos y los chicos vienen con alegría. Ahora nos propusimos juntar dinero para poner mosquiteros en todos los ventanales y para sumar cielo raso en el techo.
-¿Este año a las clases le tuviste que sumar una taza de leche?
-Sí, es cierto, este es el primer año que tuve que brindar una merienda. Es muy triste, pero es la realidad. Mucho llegan a las 16 -a veces antes por el hambre- con un almuerzo muy precario... Yo les doy una taza de leche y lo que puedo conseguir: a veces pan casero con mermelada, otras un bizcochuelo que alguna mamá me prepara… pero siempre les doy algo antes de empezar a estudiar.
Vocación de servicio
Antes de convertir su lavadero en aula de apoyo escolar, Pepa se instaló en parajes súper alejados con la real convicción de enseñar. Iba los lunes y volvía a su casa los viernes. No eran tiempos de celulares así que para hablar con sus hijos tenía que andar varias horas en bicicleta hasta llegar al teléfono público más cercano.
-¿Cuál fue tu primera escuela como maestra rural?
-La Escuela de los Gatos, al límite con el Chaco. Hasta ahí yo llegaba haciendo dedo. Iba los lunes y me quedaba toda la semana. A veces no podía volver porque era poco accesible el campo en el que estaba la escuela. Estuve casi 15 años hasta que se vendió el campo y cerraron la escuela. Esos chicos debieron mudarse a otras localidades como Pinedo, Gancedo y Charata para mantener la educación. Cuando le estaban por dar de baja me entero que en Árbol Blanco, una escuela de Santiago del Estero, estaban buscando una maestra rural.
-¿Fue dura la experiencia ahí?
-La verdad que sí. Lo cierto es que cuando se hizo la inspección ocular para abrir la escuela casi no se aprueba porque el salón era muy precario, solo contaba con dos retretes (sin inodoro) que estaban afuera del salón. Yo no tenía dónde bañarme. El lugar no era nada alentador. Lo único bueno que tenía la escuela era un imponente mástil blanco. Recuerdo que mientras mirábamos el lugar empezaron a aparecer los chicos del medio del monte. En total 38. Cuando nos despedíamos, no sé cuál fue la vocecita que me dijo: “¿Seño usted va a volver?”. E inmediatamente le respondí: “Sí claro”. Y así fue, no le podía fallar a este chico. Me instalé como pude. Fui a buscar el mobiliario de la otra escuela. Y así comencé a dar clase un 9 de mayo de 2002.
-¿Justo el cumpleaños de tu hija?
-Sí, exactamente. Recuerdo que necesitaba encontrar un teléfono para saludarla y tuve que andar varias horas en bicicleta hasta dar con el único teléfono público de la zona. Pero valió la pena. Mis días allá se dividían en dar las clases en la escuela y también visitar a las familias de mis alumnos. Es fundamental ver cuáles son las necesidades que tienen y cómo es su contexto familiar para poder enseñarles.
-¿Cuánto complicó la pandemia tu tarea?
-Y, fue difícil. Lo que hacía era mandarles unas cartillas de alfabetización, luego les grababa un video con la explicación y, finalmente me conectaba con ellos por WhatsApp. Se me complicaba con los que no tenían teléfono. Muchas mamás me mandaban lo que le enviaban las maestras para hacer, pero los chicos no entendían, así que yo los ayudaba uno por uno. Este año retomamos la presencialidad, pero con muchos parates. No estoy muy al tanto de las muertes por Covid aquí en Quimilí, pero sé que hubo varias. Yo solo tengo la primera dosis de la vacuna. Pero nunca se me ocurrió parar. En estos tiempos mi tarea fue y es aún más necesaria.
La asociación Una sola familia
Pepa cuenta que su vínculo con Nicole Fusilier, la fundadora de la asociación, nace desde que ella tenía 10 años, ya que con su colegio colaboraba con Árbol Blanco. “Desde ahí quedamos en contacto y ahora siempre está presenten ante nuestras necesidades. Por ejemplo, nos mandan cajas para celebrar los cumpleaños de los chicos, ¡hay algunos que nunca tuvieron un festejo!”, señaló. Para quienes quieran ayudar, armaron un link para acercar colaboraciones: https://donaronline.org/asociacion-civil-una-sola-familia/educandoconpepa
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