CORDOBA.- En 1829, Víctor Hugo escribió "El último día de un condenado a muerte". El libro expresa el sinsentido de esa pena. El 22 de octubre de 1972, cuando nació su hijo, Lidia Guerrero decidió que debía llevar un nombre fuerte, "de alguien famoso". Lo llamó Víctor Hugo Saldaño. El destino le hizo una jugada trágica: el hombre lleva 23 años preso en el "corredor de la muerte" en los Estados Unidos.
Empleada pública retirada y con un negocio de venta de ropa en el barrio popular donde vive en Córdoba, Lidia crió sola a sus cuatro hijos porque se separó joven y el padre de los chicos se fue a Brasil. Trabajó para que estuvieran bien, para que estudiaran. "No había lujos, pero no faltaba nada", cuenta la mujer en una entrevista con LA NACION.
Desde que su hijo fue detenido en Texas en 1995, toda su energía apunta a un objetivo: lograr salvarlo de la pena de muerte. Lidia es evangélica. Menciona a Jesús muchas veces durante la charla y se quiebra otras tantas. "Antes no lloraba, tendría más fuerza, sería más dura", admite.
El 25 de noviembre de 1995, en Dallas (Texas) Víctor y un amigo mexicano –alcoholizados y drogados- secuestraron a Paul King, un comerciante. Horas más tarde el cuerpo del hombre fue encontrado en un bosque. La policía detuvo a Saldaño, que tenía el arma y el reloj de la víctima.
El cordobés le escribió una carta a la familia avisándole que estaba preso, que era narco, que la policía había cercado con un helicóptero a su banda, que hubo un tiroteo. A los pocos días recibieron la del abogado de oficio explicando la realidad de lo sucedido.
Llevaba casi siete años fuera de su casa. "Buen alumno, calladito, introvertido, solitario –recuerda Lidia-. Le gustaba la música y entró al conservatorio. Hizo un muy buen primer año en el secundario, pero en segundo lo reincorporaron dos veces. Repitió y a los meses dejó. Unos chicos le dijeron que ‘para qué estudiar’. Era influenciable, siempre lo fue".
Los hermanos de "Huguito", como le dicen en la familia, terminaron la escuela, siguieron estudiando. Lidia admite que le era difícil comunicarse con Víctor, que él hablaba mucho con sus hermanas y repetía que "quería conocer el mundo".
Ansias de recorrer el mundo
Saldaño entró a la Escuela de Mecánica de la Armada para cumplir el sueño de viajar. A los 17 años, con varios meses allí, regresó desde Buenos Aires y anunció que le habían dado la baja. No explicó más.
A la madre se le cruza por la cabeza si "lo habrá asustado" al decirle que "estaba difícil encontrar trabajo". Desapareció, se fue a Villa María a buscar a un tío que tenía una empresa de camiones en Villa María. No lo encontró y a los pocos días - viajando "a dedo"- estaba en Salta. Y siguió: fue a Brasil a buscar a su padre en Florianópolis, en unos meses andaba por el Mato Groso con unos artesanos, después a las Guayanas Francesas, Venezuela, Colombia, México, y finalmente a Estados Unidos.
"Escribía, pero nunca ponía la dirección. Cuando era menor fui dos veces a la Policía Federal para que lo buscaran y lo trajeran. Era un chico sin mucho carácter, estaba preocupada, rezaba para que Dios lo protegiera", dice Lidia.
Dos veces ella le pidió perdón "en nombre de Víctor" a la familia de King. "Sufre mi mente y mi corazón por mi hijo y por ellos, un asesinato es terrible. Él ya había andado con drogas en Brasil. Allí tuvo una pareja y la dejó estando embarazada porque quería seguir viajando. Ni un hijo lo paró". Menciona la posibilidad de un nieto y hace silencio unos segundos.
Muchas veces se siente frustrada porque tenía expectativas de una vida mejor para sus hijos. En otros momentos, piensa: "Dios lo salvó, Víctor sigue vivo". Pero luego recuerda cómo lo vio deteriorarse con el paso de los años y reconoce: "Está muerto en vida".
"Estoy vivo por vos. Si este año no me sacan pido que me ejecuten", le dijo él hace unos meses , cristal de por medio y teléfono en mano, en la prisión estadounidense en la que está detenido. Jesús, la fe y el arrepentimiento están siempre en sus charlas. "Qué otra cosa, qué decirle", se pegunta ella.
El corredor de la muerte
"Mis hijas me advirtieron que tenían que ‘algo feo’ para contarme. Les pregunté cuál estaba embarazada. ¡Qué locura! Entonces para mí eso podía ser grave", recuerda del día en que le contaron que Víctor había sido detenido.
Durante semanas se sintió avergonzada. "Era muy doloroso, no decíamos nada a nadie. En secreto fui a un abogado, que me mandó a Cancillería para que me asesoraran", dice. En la tercera visita le dieron una lista de estudios de abogados en Texas. Lidia no imaginó que el caso se haría público en todo el mundo.
En junio de 1996 viajó para presenciar el primer juicio. El abogado le aconsejó que estuviera presente, que llevara certificados escolares y de conducta de Víctor. Buscándolos se enteró de que en la Armada no le dieron de baja. Se había ido voluntariamente.
En el estrado, se reencontró con "Huguito". Le habían anticipado que la condena podía ser larga, incluso que podía ser la pena de muerte. Había que convencer al jurado de que su hijo era recuperable. "Yo creía que sí, que lo era, que había matado drogado, que andaba con otro con antecedentes", dice.
Cuando escuchó la sentencia quiso acercarse. "Pensé qué sentirá él, quería abrazarlo. No me dejaron. Salí como una loca, caminé y a las cuadras me senté a llorar". Al día siguiente, antes del traslado al "corredor de la muerte" (la prisión donde alojan a los condenados a la pena capital), pudo verlo 20 minutos. Fue la última vez que lo tocó.
Víctor fue condenado a la pena de muerte. Estos juicios tienen dos etapas. En la primera se determina la responsabilidad del acusado: Víctor fue hallado culpable del crimen. En la segunda etapa se determina si hay aspectos que sirvan para mitigar la acusación y que puedan definir si se lo condena o no a la pena capital.
En Texas, además, se debe definir la "peligrosidad futura" del imputado. Sólo se puede imponer la pena de muerte si el jurado determina en forma unánime que el imputado representa un peligro futuro. En el caso de Víctor, hacia el cierre del juicio, un psicólogo llamado Walter Quijano citado por la Fiscalía declaró que el cordobés tenía más probabilidades de volver a cometer un crimen por ser latino, ya que había más latinos presos que en libertad. Esto motivó una denuncia por racismo.
Por este motivo, la primera sentencia contra Saldaño fuera declarada nula por la Corte Suprema de Estados Unidos . Se ordenó otro juicio, que comenzó seis años después. Para entonces, el "corredor de la muerte" ya había tenido un fuerte impacto en el joven cordobés.
En 2005, durante el segundo juicio, se ratificó la sentencia a muerte. "Ya no era mi hijo; con una bata verde, barbudo, pelo largo, flaco", asegura Lidia. El juzgado de Texas pagó el traslado de la mujer por entender ‘imprescindible’ su testimonio. No lo dio. "El defensor oficial no me hizo declarar porque el día antes le pedí que dieran el informe psicológico de Víctor, le dije que sino lo iba a pedir yo", sostiene.
"Todos llegan locos a la ejecución", le respondió una psicóloga en esa conversación. "¿Texas ejecuta a los locos?", preguntó Lidia. "El mundo lo va a saber. Si mi hijo no estaba loco, también lo tenían que decir".
Texas suma el récord de ejecuciones. Saldaño ya superó los 18 años promedio entre la condena y la inyección letal. Es el único de los 2500 condenados a muerte en el país que tiene una sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenando a Estados Unidos, al considerar que los dos juicios y las sentencias son nulos "por discriminación de raza y nacionalidad".
Las secuelas del aislamiento
"No es solo que yo no lo toque, no tiene contacto físico con nadie. En los primeros años estaba contento porque por un agujerito en la pared hablaba con un compañero. En la celda hay un ventiluz, pero a la altura del techo. Salen una hora por día, todos separados en jaulas. Eso es una tortura, lo fue enloqueciendo", describe Lidia y no puede contener las lágrimas. "Es una tortura para ellos y también para las familias".
Le llevó meses saber cómo era la reglamentación para que en la cárcel le dieran lo que ellos le mandaban. Víctor pedía libros y ropa, al principio escribía más cartas.
Hoy, en la pieza minúscula de la prisión hay una cafetera, una radio y varias biblias. Empleados del consulado argentino lo visitan mensualmente y le dejan monedas en su "cuenta" para que los guardias le compren bebidas o sándwiches en la máquina de la cárcel.
No quiere salir a la jaula del patio, no se quiere bañar, tiene manías persecutorias, miedo de que lo maten. Las cartas de estos 23 años que Lidia guarda en carpetas muestran, en su letra, sus vaivenes anímicos. Muchas son un conjunto de incoherencias.
La familia se endeudó, gastó dinero en traductores, consultas, certificaciones y viajes. Lidia pasó días y noches escribiendo a cuanto organismo de derechos humanos encontraba pidiendo un "juicio justo". Hoy lo ve cuatro días al año, tienen cuatro horas de visita, pero ninguno aguanta ese tiempo en las jaulas vidriadas. Todas las veces, los lloran.
El abogado Juan Carlos Vega –con el pedido a Lidia de que "no lo abandone hasta el final"- asumió la representación desde un principio y trabajó en conjunto con Cancillería para interceder ante la justicia estadounidense.
Más allá de cómo termine la historia –esperan que la Cancillería argentina pida el traslado de Víctor a un psiquiátrico argentino para cumplir la sentencia de la CIDH - Lidia tiene la convicción de haber dicho siempre la verdad. "Pido un juicio justo, sin abusos", insiste.
Fotos: Diego Lima
Edición fotográfica: Fernanda Corbani
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