A simple vista es facil imaginar a Rosario Sica tomando el té con sus amigas, con esa estampa de señora coqueta y detallista, vestida de elegante traje sastre y peinado de peluquería. O quizás uno pueda dejarse llevar por esa clara mirada mansa y una voz suave que la muestran como un espíritu dócil y tranquilo. Entonces se puede suponer que navega en las aguas calmas de una vida sin sobresaltos. Pero no. Pura ilusión. Tras esa fachada hay una mujer con el alma blindada después de atravesar un derrotero duro y desangelado. Alguien que tuvo que construir su historia luchando a brazo partido por mantener la cordura entre tanto abandono. Fue la educación que supo conseguir, su llave para la libertad. Un título de contadora y un destino que la puso como la primera argentina frente a una estación de servicio, la lanzaron de lleno a un mar desconocido y plagado de tiburones, con los que aprendió a nadar. No por nada, hace más de cuatro décadas que está al frente de la estación de la calle Chile al 700, que ninguna oferta millonaria la tentará a abandonar. Dirigió a los dueños de estaciones de servicio hasta 2016, luego de cinco mandatos consecutivos y sigue siendo una referente de Federación de Empresarios de Combustibles de la República Argentina (Fecra), que los nuclea. Durante años se movió en tierras bravas y machistas donde mandan los camioneros, los sindicatos, las petroleras y los gobiernos, pero donde ya es leyenda su coraje que no se amilana ante el poder de ningún nombre.
Por eso, todos los hombres de negocios quieren tener una foto con ella. Es que Rosario supo ganarse el respeto por esa manía incorruptible por andar derecha. ¿Cuántos machos se atreven a cruzar La Matanza en soledad y a plena medianoche en un auto modelo 99, para iniciar la toma de unas destilerías cuando los precios se desbandaron? ¿O desafiar al gobierno poniéndose al frente de una huelga? Son muchos los pantalones que saben que es bueno y seguro agarrase de su pollera. Tras ese traje de heroína solitaria, hay también una hada madrina. Una vecina emérita de San Telmo, que aunque vive en Recoleta, rescata el sabor a barrio que se respira por esos empedrados
El alamo, la luna y las estrellas
"Desde que vine a este mundo lo mío fue siempre difícil. Estaba atravesada en la panza de mi madre y se venía un parto complicado. Se ve que ya estaba destinada a lucharla sola, y tuve que hacerme grande desde muy chica". De ese arribo entrecruzado, le quedó el nombre que poco le gusta: Rosario. Una promesa que le hizo su madre a la Virgen en plena crisis prenatal. Un presagio de ese camino de cuentas plagadas de luces y sombras que le resultó luego la vida. Rosario fue la tercera de cuatro hermanos nacidos en Caballito, donde su abuela materna, Ana Colombo, era la matriarca absoluta de un pequeño imperio inmobiliario.
Su mamá, María, era un espíritu dócil que se había casado muy chica con Enrique Sica, un descendiente de italianos de fina estampa y sonrisa seductora. El galán pronto comenzó a manejar las propiedades de su suegra hasta que desapareció de repente dejando una estela de hipotecas y estafas. Rosario tenía entonces apenas cuatro años, y de él sólo le quedó una foto en sepia que atesora en una carpeta. "Mi padre fue un misterio. Nunca lo conocí. No tengo recuerdos de que alguna vez haya vivido con nosotros. Sólo me quedó una imagen borrosa de un día que vino a vernos luego del escándalo. Yo acababa de cumplir los diecisiete años cuando mi madre me avisó que había muerto. Siempre pensé que quizás tenía otra familia. Quizás, no sé...".
La partida de ese padre que nunca estuvo fue el comienzo de la infancia interrumpida de Rosario. Primero vino la mudanza a la casa de la abuela porque estaban en medio de la pobreza y luego la enfermedad de su madre. "Cuando mamá se puso mal, mandaron a mis hermanos mayores a la casa de una tía que vivía cerca y a mi hermano de nueve meses y a mí, a la casa de una enfermera en Pompeya".
Cuando me recibí, lo festejé sola abrazada a un perro. Mamá dormía. Ahí me di cuenta de que si había alguien que se hizo a sí misma, esa era yo.
"Mi tía quería que mi hermanito y yo le dijéramos mamá. Y yo me negué, porque yo tenía una madre". La obstinación de Rosario la condenaba a levantar las hojas del jardín en las heladas madrugadas y a quedarse sin postre. Hasta que un día, en pleno juego, rompió un elefante de Baccarat y eso alacanzó para que la echaran de la casa. Así, con apenas cinco años, regresó junto a su madre. "¿Me puedo quedar?", le preguntó inocente a su madre que le abrió la puerta. "Le tengo que consultar a tu abuela", le respondió María mientras la dejaba en una espera eterna en el zaguán hasta que le franqueó la entrada con un helado.
"La consulta, la espera, la incertidumbre… para mí fue algo tan tan vacío de cariño que marcó mucho", se emociona Rosario. Su hermano menor quedó con su tía. Lo vio hasta los seis años y después se mudaron y le perdió el rastro. Hasta que hace veinte años se reencontraron en una confitería en Núñez en vísperas de la muerte de su madre. "Era un hombre de barba que había crecido sintiéndose rechazado. Un capricho de mi abuela, aceptado con sumisión por mi madre, que nos lastimó a todos".
La vida de Rosario en la casa materna no fue mejor. Frontal y directa siempre vivió en la familia como sapo de otro pozo. Incómoda en el colegio de sus hermanos, decidió cambiarse y sola se anotó en segundo grado en el colegio Joaquín V. González. "Cuando terminé la primaria empecé a cambiar porque en la educación encontré mi libertad espiritual," asegura. Nunca hubo una torta de cumpleaños para el 10 de enero, jamás conoció el zoológico, ni tuvo vacaciones, ni fiesta de quince, ni salida de compras ni besos de buenas noches. Sólo la Comunión en la basílica de la Medalla Milagrosa y el recuerdo de una única muñeca tan rubia como ella, un día de Reyes.
En la educación encontré mi libertad espiritual
¿Cómo soportaba tanta indiferencia y soledad?
Cuando me recibí, lo festejé sola abrazada a un perro. Mamá dormía. Ahí me di cuenta de que si había alguien que se hizo a sí misma, esa era yo. Pasaba los veranos en la terraza de la casa. Ahí tenía tres amigos: un álamo de una quinta vecina, las estrellas y la luna que siempre tuvo un efecto reparador para mí. Le preguntaba por qué no podía tener un padre como mis amigas. Sentía mucha soledad.
Dice que a los diciséis años su madre le dio su peor golpe pero fue el momento en que encontró la salida. "Terminé la primaria como una de las mejores alumnas, pero mi madre no quería que siguiera estudiando. Ella no había recibido educación y lo mismo le hizo a mi hermana Haydeé, que quizás podría haber sido una gran pintora. La incultura era una forma de someter, de crear dependencia. Así que me inscribí en el colegio Antonio Bermejo de la avenida Callao, y allí hice cuarto y quinto año. Me preparaba sola, iba a la biblioteca porque no me compraban ni los libros, así que trabajaba para pagarme los estudios. Primero fui empleada de un laboratorio y después entré a Harrods. Ahí empezó mi otra vida: el secundario fue una etapa hermosa. Tenía amigos que me querían, profesores que me protegían. Empecé a encontrar muchos padres y madres que me ayudaron en la vida".
¿No tenía vínculo con su hermana?
Sí lo tuve hasta los 22 años. Ella era una persona con mucha habilidad para las manualidades, bordaba, dibujaba, pintaba, mientras que yo leía todo lo que podía. ¡No sé cocinar un huevo frito! Al regreso de mi viaje de egresados de Córdoba me dijo que se casaba, justo el día de mi cumpleaños. Fue un shock, sentía que perdía a mi hermana, mi amiga, mi confidente. Pero sentí que era su forma de escapar. Ella eligió un marido y yo, el estudio. Mi madre siempre la dominó y en mundos distintos nos empezamos a separar. El promedio más alto del colegio, un premio del Banco Municipal y un gerente mentor, la impulsaron a anotarse en la carrera de Ciencias Económicas.
¿En su casa la apoyaron?
No, fue durísimo. Con mucho esfuerzo volvía a la madrugada en pleno invierno después de estar todo el día en la calle trabajando y estudiando. Cuando me recibí, lo festejé sola abrazada a un perro. Mamá dormía. Ahí me di cuenta de que si había alguien que se hizo a sí misma, esa era yo.
¿Cómo se daba ánimo?
A veces tengo presentimientos de que las cosas me van a fallar. Quizá es porque he sido muy perfeccionista y me exigí tanto que me hizo daño. Puede ser que a veces sea depresiva, pero con todo lo que pasé en la vida me di cuenta de que es la gente la que me levanta.
Durante un viaje a Córdoba cayó enferma y estuvo seis meses internada. "Los doctores me dijeron: usted es sana, pero si no sale de esa casa se va a enfermar. Tiene que animarse a saltar al vacío. Cuando volví a Buenos Aires me mudé a un hotel. Estaba muy mal espiritualmente, creía que la gente me iba a rechazar, que iban a pensar que era una cualquiera viviendo lejos de su familia: mis amigos me ayudaron y al poco tiempo alquilé un pisito en la Avenida Callao que todavía conservo. Empecé a tener una vida propia".
La mujer del bidón de combustible
¿Cómo fue que llegó a comprar una estación de servicio?
Cuando entré a trabajar en Harrods conocí a un muchacho, hijo de una inglesa y de un estadounidense que habían venido a la Argentina a trabajar en los ferrocarriles. La madre pensaba que este era un país de indios, y aunque habían forjado una buena posición, nunca se sintió cómoda viviendo aquí, así que cuando llegó el peronismo, se volvieron a Estados Unidos. Su hijo se quedó porque éramos novios. El era refinado, pero la verdad es que yo no estaba muy enamorada. Ahora pienso que teníamos distintas expectativas de vida. El quería casarse. Insistía, insistía, hasta que un día compró los muebles para ver si me convencía. Y fue lo peor que pudo haber hecho porque me agarró un ataque y le confirmé que nunca me iba a casar con él. La pasó mal, y yo me sentí pésimo. Nunca tuve la valentía de decirle que no lo quería. Siempre le decía que no estaba preparada. Y él se dio cuenta.
Rosario le había hecho comprar un terreno al padre de su novio y allí instalaron una estación de servicio Esso. Ella misma hizo los contratos y como les fue muy bien, decidieron comprar otra estación. "Me ofrecieron 12 millones de pesos por la estación de servicio de la calle Chile. Tenía mala fama porque sus dueños anteriores vendían nafta adulterada. Como no nos alcanzaba el dinero, le pedí un préstamo a un amigo millonario de mi mamá que me quería mucho. Le dije que era para otro porque si no, no me iba a cobrar el interés. Compramos y así fue que entramos en el negocio. Por suerte me iluminé y pedí ser dueña del 60 por ciento de la estación. Mi ex se había ido a vivir a Mar del Plata y se había casado, los otros socios se fueron yendo. Así, a los 32 años me convertí en la primera mujer propietaria de una estación de servicio", cuenta.
Yo pensaba: llego, enciendo la luz, un empleado pone la manguera en los autos, carga la nafta y listo. ¡Qué equivocada estaba, no entendía nada! La gente se burlaba, me daban seis meses.
¿Fue fácil entrar en el negocio?
Yo pensaba: llego, enciendo la luz, un empleado pone la manguera en los autos, carga la nafta y listo. ¡Qué equivocada estaba, no entendía nada! La gente se burlaba, me daban seis meses. Así se cruzó en su vida Manuel Ríos, un amigo de su exnovio. Bueno, honesto y querible, dejó su trabajo para ayudarla tiempo completo. "Los dos aprendimos juntos. No teníamos ni idea de lo que era un cargador, un filtro. Estuvo a mi lado 27 años: el corazón se lo llevó", dice emocionada hasta las lágrimas.
Varios hombres intentaron seducirla, ¿alguna vez se enamoró?
Pretendientes tuve un montón. En la estación tenía varios que pululaban. Imagínese, yo soy una mujer brava, en un mundo plagado de hombres. Además del inglés, estaba un chico de la facultad, que me caía muy bien y fuimos muy, muy amigos. Pero nunca me enamoré. Creo que siempre tuve miedo. Ese miedo inculcado y latente de la traición de mi padre. Cuando era joven, una vez un médico me profetizó: "Usted nunca va a formar pareja, porque nunca vio una pareja". Tuvo razón.
Mientras conocía el rubro, ingresó a la Federación de Empresarios de Combustible. "En la primera elección me encerré en el baño y le pedí a Dios que me guiara si me elegían y que pudiera soportar las burlas si perdía. Cuando abrí la puerta vi que mi pilita de boletas se había achicado: gané por más el 70 por ciento".
Indómita y combativa, supo sortear las épocas calientes de la política argentina, como cuando la amenazaban con ponerle una bomba o algún exfuncionario polémico, molesto por sus comentarios, la invitó a que cambie de rubro y abra una tanguería. Pero ella no les tiene miedo. Toleró una operación de amígdalas sin anestesia y su brazo izquierdo muestra las secuelas de una vez que tras ser atropellada por una moto, siguió viaje a una importante reunión en vez de ir al hospital. "El dolor físico no es nada, es el del corazón el que te mata. Y ese yo lo he padecido con creces", asegura.
¿Alguna vez pudo reconciliarse con su pasado?
Mi madre cambió en sus últimos años pero nunca me pudo decir nada lindo. No me quedó rencor, porque me resigné. El destino quiso que cuando se enfermó, la noche que me tocó cuidarla se murió en mis brazos. Con mi hermana me pasó algo parecido. No pude hacer las paces como hubiera querido, pero ella murió tranquila y hoy su hija Ana está a mi lado, aprendiendo y compartiendo conmigo.
Dicen que los taxistas no le cobran, que los empresarios más encumbrados la aplauden y que los políticos le temen. No es casual que en 2008 cuando recibió el premio a Empresario del Año con otros colegas, fue la única mujer y también la única que se llevo una ovación de pie de todo el auditorio.
¿Por qué la respetan tanto?
Trabajo y estudio mucho. Soy derecha, honesta, frontal y muy humilde. Todo lo que tengo y lo que soy lo hice con mucho esfuerzo. Quizás eso es lo que ven. No vendo nada que no soy. Apenas abro la boca saben que digo lo que pienso.
¿Por qué no vende la estación?
Primero porque me curó físicamente, apenas comencé a trabajar dejé de sufrir dolores que me dejaban postrada. Después, me curó el alma: me di cuenta de que valía, de que podía, me dio alas. Por eso no la vendo. La plata no me importa. Para mí tiene un valor espiritual, con la estación yo me sublimé. Me ayudó y a través de ella pude ayudar a otros.
¿Y ahora con quién habla, Rosario?
Con Dios… y también con la luna
El ala en el barrio
La estación, en San Telmo, se convirtió en el eje de su vida y también en su excusa para dar rienda suelta a su espíritu solidario… Ella lo cuenta: "¡Aquí pasó de todo! Cada 9 de julio armábamos chocolateadas en el Cabildo para los chicos del barrio. En 2001, llevamos a los colegios de la zona, a los chicos del Padelai y a los ancianos a dar una vuelta en trencitos. Los playeros de la estación inflaron los globos, yo tocaba la campana y los chicos le sacaban una sonrisa a la gente que estaba tan deprimida en esa época". Rosario también fue al alma mater de unos concursos de manchas que tenían como jurados artistas como Martiniano Arce, Raquel Forner y Josefina Robirosa. Hizo canchitas de fútbol y huertas que sirvieron para sacar a los chicos de las calles. Desde Urania, el nombre que le puso a la estación en honor a la diosa griega musa de la Astrología, reparte flores cada primavera, convidó pastelitos en las fechas patrias y durante la guerra de Malvinas vendió empanadas a los automovilistas para juntar fondos. Hasta festejó el casamiento de una empleada. "Llené la estación de moños, flores, pasacalles, alfombras y me traje a los músicos que tocan el violín en la plaza. Vinieron los vecinos, los clientes, empresarios, y bailamos hasta la medianoche. Siempre los chicos fueron su prioridad. "Visité los conventillos y armé una campaña para otorgar títulos primarios a alumnos de hasta más de 60 años. Mi principal regalo fue cuando me venían a mostrar el diploma". Todo fruto de su esfuerzo personal.
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