La culpa nunca es de los chicos
Es miércoles a la tarde en Palermo. Ella, que no tiene más de 9 años ni menos que 7, va de la mano de su papá. En la otra, las dos mochilas, pesadas y marcadas desde adentro por cuadernos, lápices y carpetas. Dos pasos atrás va el hermanito, que tendrá a los sumo tres años menos que ella. Los tres arrastran los pies por el andén como si levantarlos les exigiera una energía extra que ya no tienen. Y todavía hay que esperar que llegue el tren. El guardapolvo blanco parece haber soportado varios recreos en el piso. Los ojos oscuros que brillan y los pelos duros, revueltos. Llega el tren. Las puertas tardan en abrir y nadie les cede el paso. Aún así, consiguen sentarse.
Se sientan separados. Los hermanitos van juntos y papá con el pasillo de por medio, en diagonal. Las mochilas viajan en el piso de un vagón que tiene un cartel que indica “Desinfectado”, pero que desde hace mucho no es limpiado. Es posible que la última vez que este tren haya estado limpio haya sido en abril de 2014, cuando los vagones del Tren San Martín fueron inaugurados. Los pasajeros, el uso y la falta de una limpieza real los dejaron como se los ve ahora.
El hermanito es inquieto, ¿pero qué chico no lo es? Mientras él sube y baja del asiento, ella intenta abrir un cartón de jugo sabor multifruta que todos compartirán durante el viaje. Y de repente el grito, que sobresale entre el ruido de las ruedas con los rieles, entre las voces de los vendedores ambulantes y de los que escuchan audios de Whatsapp sin auriculares. El grito de un padre vencido por el cansancio, con los ojos rojos y vidriosos, con las manos grandes y duras, agrietadas por un trabajo que es de todo menos liviano. Un grito que pone en mute al resto de los sonidos.
“¡Dale, estúpida!”, le dice. Ella, que no podía abrir el jugo, recibe el reto con susto. Se encoge, agacha su cabeza y cierra los ojos. No hay golpe porque hay un pasillo de por medio, pero sí hay un ademán. El hermanito se queda quieto lo que duran dos segundos, y vuelve a moverse. El padre pierde la paciencia y se pasa a los asientos de ellos. Lo deja de pie al nene y abre el jugo. Lo toma y luego se los pasa. “Esto es tu culpa”, dice. Esto es el hermanito, que sigue moviéndose. “Vos sos la instigadora para que él haga esto”, dice. “La ins-ti-ga-do-ra”, repite. Ella le pasa el jugo al hermano, y sonríe con una sonrisa terrible que sólo puede causar simpatía.
El viaje es largo, yo me bajo y ellos siguen. No quiero ni pensar qué pasa en esa casa, pero sí quiero pensar en algo: la culpa nunca es de los chicos.