La conmovedora historia de Diego: dejó Recoleta, se mudó a Gualeguay y adoptó a siete hermanos que le cambiaron la vida
En 2015 se instaló en el norte de Salta y fundó la Asociación Civil Pata Pila para ayudar a las comunidades originarias; hoy divide su tiempo entre su nueva familia y el trabajo social
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“Claro que hay momentos en los que me veo desbordado, siento que es una lucha difícil y que todo es demasiado, pero respiro hondo y elijo volver a confiar porque vale la pena entregar la vida por los chicos”. Diego Bustamante (38) vive en Gualeguay y desde 2015 decidió dejarlo todo –su vida en Recoleta, una familia numerosa, amigos y buen pasar- para instalarse junto las comunidades guaraníes del norte de Salta, y desde allí luchar contra la desnutrición.
En el camino conoció a un grupo de hermanos que se encontraban en situación de vulnerabilidad y comenzó una relación. “Movido por el deseo de los chicos de vivir conmigo, un juez me nombró su tutor legal y desde diciembre de 2018 estamos todos juntos en Gualeguay. Decidí mudarnos ahí para estar más cerca de Buenos Aires, ya que quería que los chicos también disfrutaran a sus abuelos y tíos que viven allí”, cuenta a LA NACIÓN.
Una gran historia, paso a paso
Primero Diego albergó a todos los varones: Willy (20), Pato (18), Mario (16), Maxi (15), Juan (11) y Ariel (9) Gerez. Juanita (13), la única mujer, prefirió quedarse en el hogar donde estaba hasta terminar la primaria y en agosto del año pasado se reunió con ellos.
“Estamos felices de tenerla acá. Fue ella la que tomó la decisión de venir con sus hermanos y conmigo, que somos su familia. Fue un momento muy fuerte, porque en plena pandemia era difícil ir de una provincia a otra. La tuvieron que llevar al límite de Santa Fe con Santiago del Estero y yo la esperé del otro lado. Fue súper emocionante verla cruzar sola el control policial. Hoy está feliz cursando el secundario. Antes de la cuarentena había empezado a practicar fútbol, como varios de sus hermanos. Está grande y cada vez más madura. Nos aportó una alegría enorme a todos y a mí personalmente porque la siento muy cerca, compinche y compañera”, explica Diego sobre cómo se sumó Juanita.
-A más de dos años de mudarte con los chicos a Gualeguay ¿lograste fusionar tu vida con ellos y el trabajo social que desarrollás en Salta con Pata Pila, la asociación civil franciscana que fundaste en 2015?
-Creo que sí, yo sigo teniendo mi base en Gualeguay, donde están los chicos. El año pasado, en plena pandemia, pudimos comprar un terreno y construir una casa que soñamos entre todos. Y cada 20 días o un mes viajo a Salta donde tengo la mayor cantidad de proyectos de Pata Pila. Ahí está sembrada mi vocación. Pero acá están los chicos que hoy son mi familia.
-¿Contás con ayuda para las cosas de la casa?
-Sí. Desde que llegamos nos ayuda Lorena y ahora también se sumó Roxana; ellas se quedan cuando yo no estoy. Pero los más grandes colaboran mucho. Todos suman; levantan la mesa, lavan los platos y se ocupan de sus cuartos. Para el colegio el año pasado me ayudó mucho una amiga mía, Antonella, que ahora se fue a vivir a Salta y es directora de uno de los centros de Pata Pila. Igual, Juanita me ayuda un montón con los más chicos y sus tareas.
-¿Ellos mantienen relación con sus padres?
-Sí, hablan por teléfono con ellos. Hace dos años los fuimos a ver en invierno, pero el año pasado no se pudo, por la pandemia. Los más grandes se comunican más seguido y a los más chicos yo los aliento a que no pierdan el contacto.
-¿Te considerás un padre exigente?
-Claro, me gusta que estudien, pero también entiendo que pasaron mucho tiempo viviendo en un hogar sin tener nada propio. Entonces sí les compré la play –algo que ya tenían en el hogar- y a los más grandes un celular. Pero saben que lo tienen que cuidar y no les cargo crédito demasiado a menudo.
-¿Cómo es un día en tu casa?
-Nos levantamos temprano, ellos se ponen a estudiar y yo a trabajar. Después almorzamos todos juntos. Durante la siesta salen a jugar un rato a la pelota, menos Maxi que se tira a dormir y lo cargamos mucho por eso. Después vuelven a estudiar y yo a trabajar un rato más. Antes era distinto porque iban al colegio y a entrenar al club. Es increíble la cantidad de tiempo que pasamos encerrados y ahora se está notando todo lo que están perdiendo.
-¿De qué manera notás que los afecta la larga cuarentena?
-Se están perdiendo un montón de cosas, por ejemplo, la cercanía con los vínculos que habían comenzado a construir. Clases presenciales, entrenamientos, fiestas… Los más grandes no están pudiendo hacer su camino y volverse más independientes. Se empieza a sentir el encierro y el no poder proyectar a largo plazo. De todas maneras reconozco que la pandemia a nosotros nos unió. Nos hizo encontrarnos y compartir más tiempo de calidad, conocernos, elegirnos. De alguna manera, nos hizo bien. Al no poder viajar en todo el año me obligó a echar raíces y estar más en la diaria.
-Y ese tiempo de pandemia también les permitió hacerse la casa.
-Exacto, pudimos comprar un terreno en las afueras de Gualeguay y construir nuestra casa gracias a mucha gente que nos ayudó y mucha deuda que tengo… (ríe). Participamos todos en la construcción junto con los albañiles. Veníamos a pintar, armar, lijar. Todavía no está terminada, pero ya tiene lo básico. Tener algo nuestro nos da una enorme tranquilidad. Y para ellos fue importantísimo. Pasar de vivir en un hogar a tener una familia y una casa propia fue un salto enorme. Hacerla juntos los ayudó a entender que estamos juntos en este barco, que somos una familia.
-¿Qué es lo que más te desvela a la hora de conciliar el sueño, los problemas de la gente, el pago de sueldos, alguna preocupación personal?
-La verdad es que me desvelan tantas cosas… Me preocupan los chicos y su futuro. Ellos son mi familia y me llevan tiempo y dedicación. Pero las grandes preocupaciones vienen por lo que palpo de la realidad desde Pata Pila.
Una organización que crece
Hace dos años Pata Pila contaba con 35 personas que asistían a unos 600 niños entre Salta y Mendoza, donde la asociación también tiene presencia. Hoy son casi 70 los que colaboran con más de 56 comunidades originarias y atienden a casi 1.000 chicos con mal nutrición.
-¿Cuáles son las necesidades más urgentes?
-Trabajamos con comunidades que están súper vulneradas. Con atraso estructural de muchos años. Así que las necesidades son miles: en materia habitacional, de acceso al agua potable, a tener un DNI, educación, salud… Cuando la necesidad es tan grande nosotros interpretamos que la mejor respuesta es un acompañamiento personal y cercano. Porque para ayudar hay que estar. No se trata de dar peces (asistencialismo) o cañas para enseñarles a pescar. Desde Pata Pila entendemos que lo más importante es pescar con ellos, luego comer juntos, vivir a su lado y así ir conociéndolos, respetándolos y descubriendo cuáles son sus verdaderas carencias.
-¿Cuentan con subsidios provinciales y nacionales para sostenerse?
-No, Pata Pila se sostiene únicamente con aportes privados y donantes particulares que todos los meses donan a través de nuestra página: www.patapila.org. Por otro lado, contamos con empresas y empresarios que financian determinados proyectos y buscamos cooperación internacional. Igual, no es solo un tema de dinero, sino de procesos estructurales que hay que cambiar. Claro, nosotros como organización necesitamos el dinero para sostener a los profesionales que viven en las comunidades. Hay que pagar honorarios, viáticos, nafta, asistencia alimentaria… Lo que hacemos es un acompañamiento humano, asistencia humanitaria.
-¿Cuándo sentiste la necesidad de dedicarte por completo a los demás?
-Lo mío fue un proceso largo y de mucha búsqueda. Terminé el colegio Champagnat y me puse a estudiar Agronomía, pero dejé porque sentía que mi verdadero deseo era ser actor. A los 22 años me mudé a México y trabajé bastante en comerciales y televisión, pero decidí volver porque tampoco era eso lo que me hacía feliz. De regreso a Buenos Aires comencé una terapia psicológica, retomé el contacto con los Franciscanos y volví a visitar hogares, personas en situación de calle y a viajar al norte para misionar. Ahí comprendí que ese brindarme a los demás era lo que realmente me hacía feliz.
-¿Pero el cambio no fue de un día para el otro?
-No, para nada, fueron varios años de búsqueda y de seguir visitando ¡tres veces por semana al psicólogo! También me recibí de técnico agropecuario y los viajes a misionar comenzaron a hacerse más largos. Sentía que para ayudar había que estar. Y así tomé la decisión de instalarme en Salta.
-¿Cómo lográs no bajar los brazos cuando las situaciones son tan dramáticas?
-Si nos quedamos en el dolor y la pena las emociones se vuelven infértiles. En mi caso esos padecimientos son el motor y la nafta que me impulsa a continuar con la pelea. Realmente hay momentos que no sé de dónde saco la fuerza. A veces del encuentro con los demás, otras siento que me llega de la esperanza, de los testimonios de personas que dan pelea a mi lado, siguen soñando y creyendo que la realidad puede cambiar. Todo eso es un motor fuerte. También creo en Dios y en la vida y creo que este proyecto se sostiene gracias a al acompañamiento de un montón de gente que confía en nosotros. Ojo, no se trata de colocarnos como salvadores de nada, ni creer que vamos a poder resolver todos los problemas. Nuestra misión es acompañar, ponernos a disposición, hacer todo lo que podemos y tender puentes. Esperamos que después de leer esta nota muchos se sumen a nuestra causa.
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