“La casa era un loquero”: los desafíos y malabares de las madres de gemelos y trillizos en medio de la pandemia
Durante la crisis sanitaria, las tareas de cuidado, que por la disparidad de género recaen sobre las mujeres, se multiplicaron; con hijos múltiples, la cuarentena se volvió una odisea con la que debieron lidiar
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Son dos. Son cuatro. O son tres, ¡otra vez! El día que ellas recibieron esa noticia, literalmente les cambió la vida. Mientras el médico intentaba mostrarles las cabecitas en el monitor del ecógrafo, entendieron que en ese momento estaba empezando una nueva historia. Lo que nunca imaginaron era que atravesarían una pandemia que iba a dar una nueva vuelta de tuerca a esa increíble aventura de ser una familia múltiple y que iban a tener que volver a los malabares, como cuando sus hijos eran recién nacidos para alimentarlos a todos en simultáneo o tener que conectarlos en patota a los Zooms del colegio.
Melina Kaenee, de 30 años es la madre de Valentín y Bautista y desde hace seis meses también de los trillizos Joaquín, Simón y Luca. Flor Pietro, de 37, como docente de nivel inicial, se debatió durante toda la crisis sanitaria entre los Zooms de sus gemelos Ciro y Benicio, de cuatro años y medio, y los de sus propios alumnos. “Por momentos la casa parecía un loquero”, cuenta. Y Andrea Pereyra se licenció de malabarista: tiene dos pares de trillizos, Milton, Rodrigo y Luna, de 18 años y Michael, Brandon y Uriel, de 17. Cuando empezó el aislamiento, en la casa solo tenían un celular. “Al principio fue caótico. Era imposible que se conectaran al colegio. Después conseguimos tablets y teléfonos para todos. Si bien la casa estaba sobrecargada, nos divertimos mucho y pasamos un tiempo juntos, tipo campamento, que fue hermoso y no nos lo vamos a olvidar”, dice.
Las estadísticas indican que fueron las mujeres y sobre todo las madres las que llevaron el mayor peso de la pandemia puertas adentro de los hogares. La desigualdad de género sobrecargó aún más sus agenda de actividades, que ya eran quienes asumían en mayor medida las tareas de cuidado y acompañamiento de los hijos. “Y el caso de las familias múltiples durante la pandemia es un capítulo aparte”, adelanta Laura Pérgola, directora de la fundación Multifamilias, que nuclea en el país a unas 7000. Más del 70% están integradas por mellizos y trillizos, pero también hay cuatrillizos, quintillizos y sextillizos que durante la cuarentena vivieron su propia odisea cotidiana.
“El trabajo de las madres múltiples aumentó aún más en este tiempo. Desde tener que hacer espacio para convivir 24/7 con los chicos, seguir trabajando y conectarlos a todos a sus actividades”, enumera Pérgola. También tuvieron que cocinar cuatro comidas diarias para una prole. Coordinar los horarios para que todos hicieran sus tareas, hacer de maestra particular de cada hijo y lidiar con los grupos de WhatsApp del grado, pero por tres o por cuatro. Las que tienen bebés, recambian unos 1000 pañales al mes. La que tiene chicos pequeños, sirve en tacitas unos cinco litros de leche diarios y la que cría adolescentes sabe que su público no se sacia con menos de tres kilos de milanesas al mediodía.
“Lo positivo es que en las multifamilias ya no existe la idea de papá ayuda. Las nuevas generaciones tienen otro chip sobre este punto y saben que los dos se tienen que arremangar por igual. Y no son pocos los casos en los que la mamá volvió a trabajar y el papá se queda con los chicos en casa. Eso representa un diferencial enorme respecto de las familias de antes”, explica Pérgola. De todas formas, no son pocas las veces que tanto padres como madres necesitan pedir un tiempo fuera. “Hace unos meses, una mamá de nuestro grupo publicó una selfie de ella en el baño y escribió que en realidad no necesitaba ir al baño, pero que se encerró para tener un minuto de soledad, sin preguntas de sus hijos”, cuenta.
“Son trillizos”
Cuando se enteró que eran tres, Melina Kaenee casi no podía hablar. Estaba feliz pero se preguntaba cómo iba a hacer con todo: con sus dos hijos, de seis y tres años y con los bebés. Además, desde hacía un tiempo tenía un emprendimiento de pastas caseras en su casa, que le permitía completar el sueldo de Sergio, su marido. Cuando llegó a la casa, no sabía cómo decirle la buena noticia. Estaba emocionada, muy contenta, pero a la vez, en shock. Hacía un año había perdido un embarazo de gemelos y esta le parecía una linda revancha. Cuando llegó Sergio, le mostró la ecografía, sin poder parar de reír. “¿Qué? ¿Son dos?”, preguntó él. “No, son tres”, le dijo ella y estallaron de alegría.
Bautista y Valentín estaban felices con la noticia. Cuando la mamá tuvo que hacer reposo, tuvieron que recurrir a la abuela para conectarse a las actividades de la escuela. Joaquín, Simón y Luca nacieron el 9 de abril, y tuvieron que estar tres semanas en neonatología. Al llegar a la casa, todo se revolucionó. “Al principio costó habituarnos a los nuevos hábitos. Había días en que lloraban de la mañana a la noche. Cambiábamos a uno y antes de que termináramos con el tercero, el primero ya se había vuelto a hacer”, cuenta Sergio. “Además, parecían una sola persona. Se despertaban los tres al mismo tiempo, lloraban todos juntos y hasta se hacían en simultáneo”, cuenta Melina. El verdadero desafío fue cuando Sergio tuvo que volver a trabajar en la fábrica. “Me propuse no perder la calma, porque sino era peor. Si uno lloraba, no era el fin del mundo. Y poco a poco nos fuimos conociendo”, dice la mamá. Y completa: “La clave es la organización. Cuando el más grande tenía Zoom, yo sabía que para las 12, los bebés tenían que haber comido y ya estar dormidos. Como a la tarde duermen una siesta de casi cuatro horas, ahí sé que ese es mi momento para cocinar. Apenas dejo al último en la cuna, salgo volando a la cocina”, cuenta.
Desde que volvió la presencialidad, fue fundamental la ayuda de la madre de Melina. “Para mí es imposible llevarlo a la escuela, caminando con los tres bebés y Valentín, de tres años. Pero mi mamá lo hace. Lo mismo para sus terapias, porque tiene un trastorno de déficit del lenguaje”, cuenta. A la hora de la salida del colegio, como ya volvió Sergio del trabajo, Melina se cambia y sale a pie para retirar a Bautista. “Voy caminando despacio y lo disfruto porque es el único momento que tengo para mí”, dice. Después vuelve y su esposo queda a cargo de los chicos, mientras ella termina de preparar los pedidos, que él mismo sale a entregar más tarde en bicicleta, por Moreno, donde viven.
“No, no son sextillizos... son dos pares de trillizos”
Andrea Pereyra tiene 36 años y ya está acostumbrada a la pregunta que le hace la gente en la calle: ¿Son sextillizos? Al principio explicaba que no, que son dos pares de trillizos, que se llevan apenas un año y tres meses. Pero después se cansó y le pareció un camino más corto decir que sí. “La verdad es que parecen sextillizos”, se ríe. Viven en Quilmes, en una casa con un living amplio, que durante la pandemia se convirtió en el centro de reuniones. Al principio, durante la cuarentena, eran solo los seis y ella.
“Fue un baile lindo. Desde que dejaron los pañales no había vivido una temporada tan intensa”, resume. “La casa era un caos, pero también fue un tiempo muy especial de volver a conectarnos y compartir otras cosas. La verdad, que no tuve tiempo de sentirme sola, para nada. Y ellos también disfrutaron de tener a sus amigos, que son sus hermanos, dentro de la casa”, dice. Había noches en que llevaban los colchones al living y dormían todos juntos. Otros días en que se disputaban torneos de truco y otros juegos de cartas. “Antes de la pandemia, nos saludábamos a la mañana y hasta la noche no nos volvíamos a ver. Pero cambió todo”, cuenta. La parte difícil comenzó cuando en la escuela empezaron los Zooms. “Era imposible. En casa tenemos un solo celular, que es el mío. Y encima yo volví a trabajar”, cuenta Andrea. Desde la Fundación Multifamilias la ayudaron a conseguir dispositivos para los chicos. Varias tablets y algunos celulares. “Fue toda una odisea. Pero nos las arreglamos. Después, cuando ya se podía, los amigos empezaron a venir a casa y siempre éramos un batallón”, relata.
Los primeros trillizos nacieron cuando Andrea tenía 18 años. Ahí se enteró que tenía una bisabuela que era trilliza. Todavía estaban en el baile de los pañales y las mamaderas cuando ella fue a un control y el doctor le sugirió que se hiciera un análisis. Le pareció una locura, los bebés tenían apenas seis meses. Pero era cierto, estaba embarazada otra vez y la ecografía marcó que eran tres, otra vez. “Fue una época muy intensa. Pero también la disfruté mucho. Me encantan los chicos, y la ventaja fue que ya le había agarrado la mano. Se criaron todos juntos”, cuenta. Cuando los más grandes tenían nueve años, Andrea y el padre de los chicos se separaron. Desde entonces siguió adelante sola. “Sola es un decir. Porque eso es lo más lindo, cuando tenés seis hijos, nunca, jamás estás sola. Creo que me volvería a animar a tener otro hijo. Y si vienen tres, también van a ser bienvenidos”, dice.
Crianza compartida
Lo mejor de la pandemia, dice Flor Pietro, fue que a sus hijos, Ciro y Benicio, de cuatro años y medio, nunca les faltó un compañero de juego. Eso sí, no fue nada sencillo, afirma. Como es docente de nivel inicial, y counselor de familias, el gran desafío fue compatibilizar. Su marido, Diego San Martin, que es administrador de empresas y trabaja en un empresa multinacional, también estaba trabajando desde su casa, en San Isidro. “Tuvimos que salir a comprar una mesa para que todos tuviéramos como mínimo un lugar para la computadora. Y reorganizar los espacios”, cuenta. El dilema era cuando coincidían los horarios de los Zooms de los chicos con las clases virtuales que tenía que dar. “En la práctica, si Diego estaba en casa y podía, los conectaba él. Sino, íbamos viendo y estableciendo prioridades. Por momentos, cada uno hablaba de su tema en la computadora y era un caos. Pero también fue un tiempo para estar más en casa juntos y compartir”, cuenta.
En la casa de los San Martín Pietro, las tareas se asumen por igual, cuenta Flor. “Eso fue una ventaja enorme. Porque desde que nacieron, con Diego nos repartimos el cuidado de los chicos y estamos a la par. Cuando eran bebés, si uno estaba al pecho, Diego le daba la mamadera al otro. Y así con todo. Acá no existe el ‘papá me ayuda’. La ‘mapaternidad’ es compartida al 100%”, apunta.
Durante la pandemia, no solo hubo que compatibilizar horarios y actividades laborales. Con el apoyo de la familia, Flor decidió empezar a estudiar psicopedagogía, aprovechando que podía hacerlo a distancia. “Por momentos tenía la sensación de que no llegaba a todo, pero fue una gran posibilidad”, cuenta. Desde que Ciro y Benicio eran bebés que Flor no recordaba esa intensidad de la vida cotidiana, cuando vivía con la sensación de que no le alcanzaban las manos. “Pero lo bueno es que uno se adapta y ya teníamos experiencia en malabares. Y la experiencia resultó muy positiva, porque siempre fuimos muy unidos y ahora lo somos más”, dice.
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